El agua que no vemos

En Lima, una ciudad asentada en el desierto, una persona consume en promedio 250 litros de agua al día

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(Imagen Ilustrativa Infobae)
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Cada 22 de marzo, el Día Mundial del Agua nos recuerda su importancia para la vida. En redes sociales abundan mensajes sobre su valor para la salud y el planeta. Pero, más allá de eso, ¿pensamos cómo influye en nuestras decisiones diarias?

Cada búsqueda que realizamos en internet con inteligencia artificial, por ejemplo, consume medio litro de agua. Esto se debe a que los servidores que procesan nuestras consultas requieren grandes cantidades de agua para mantenerse fríos. ¿Son realmente necesarias todas esas búsquedas?

En Lima, una ciudad asentada en el desierto, una persona consume en promedio 250 litros de agua al día. Sin embargo, no todos tienen acceso a este recurso. Para muchas personas, el agua no solo es una cuestión ambiental, sino también un problema de desigualdad social.

Durante la pandemia, una de las principales recomendaciones fue lavarse las manos con frecuencia. Pero ¿cuántos no pudieron hacerlo por falta de acceso a agua segura?

El agua está directamente ligada al Objetivo de Desarrollo Sostenible 6 de la ONU, que busca garantizar su acceso universal y el saneamiento. Sin ello, millones de personas enfrentan enfermedades, desnutrición y falta de oportunidades educativas. Los niños son los más vulnerables en este ciclo de pobreza.

Pero el agua que usamos no solo proviene del grifo. Está presente en cada producto que consumimos. La huella hídrica mide la cantidad de agua necesaria para producir bienes y servicios. ¿Somos realmente conscientes de cuánta agua hay detrás de lo que usamos a diario?

Producir un kilo de carne de res requiere cerca de 15,000 litros de agua, mientras que una taza de café puede llegar a consumir 140 litros si consideramos todo el proceso de producción. Incluso la ropa que vestimos tiene un alto impacto: fabricar un par de jeans puede requerir hasta 7500 litros de agua.

Otro problema creciente es el desperdicio de agua potable. Se estima que cerca del 30 % del agua tratada en las ciudades se pierde debido a fugas en tuberías, infraestructura deficiente o mal uso doméstico. Mientras tanto, comunidades enteras en zonas rurales y periurbanas dependen de camiones cisterna que, además de costarles hasta diez veces más, no siempre garantizan agua de calidad.

A esto se suma la contaminación. Hoy, los microplásticos han invadido ríos, lagos y océanos, afectando la fauna acuática y, en última instancia, a los seres humanos. Pero no es el único contaminante. Metales pesados, residuos químicos de la industria y productos de uso cotidiano, como detergentes y medicamentos, terminan en fuentes de agua, alterando ecosistemas y poniendo en riesgo la salud humana.

El cambio climático también está agravando la crisis hídrica. Sequías más prolongadas, alteraciones en los patrones de lluvia y el derretimiento de glaciares afectan la disponibilidad de agua dulce. Ciudades que antes no enfrentaban problemas de abastecimiento ahora deben racionar el recurso, mientras que en otras regiones las inundaciones contaminan fuentes de agua potable.

Frente a este panorama, la solución no solo está en ahorrar agua, sino en gestionarla de manera sostenible. Mejorar las infraestructuras, fomentar la reutilización del agua y apostar por tecnologías más eficientes son pasos clave. También es necesario un cambio de mentalidad: reducir el consumo innecesario, optar por productos con menor huella hídrica y exigir políticas públicas que protejan este recurso esencial.

Cada acción que tomamos impacta el planeta. No podemos evitarlo, pero sí optar por vivir de manera más responsable. No se trata solo de cuidar el agua, sino de comprender su verdadero valor y tomar decisiones que permitan preservar este recurso para las futuras generaciones.