El nombre D’Onofrio es parte de la cultura peruana. En cada rincón de Lima, su distintivo carrito amarillo y el sonido de la corneta del heladero son sinónimo de calor y momentos felices.
Pero esta marca, que ha acompañado a generaciones, tiene una historia de perseverancia, visión y amor por los sabores auténticos. Hoy, sigue siendo el emblema del helado en Perú, pero su origen fue mucho más humilde y lleno de obstáculos, los cuales fueron superados por la pasión de su creador.
Un italiano con un sueño
Pedro D’Onofrio nació en 1859 en Italia, y desde joven, demostró ser un hombre decidido y audaz. A los 21 años, dejó su tierra natal en busca de oportunidades en América.
Tras llegar a Argentina, un amigo de la familia, Raffaele Cimarelli, le ofreció la posibilidad de adquirir su negocio de helados. Pedro vio una gran oportunidad en este comercio y aceptó el desafío. Sin embargo, lo que parecía ser un nuevo comienzo en tierras argentinas pronto lo llevaría a un destino aún más lejano: Perú.
El carrito amarillo
En la Lima de finales del siglo XIX, los helados eran una rareza. No había una oferta formal en el mercado, por lo que Pedro vio una oportunidad inmejorable para presentar su producto. Con un carrito de madera a pedales, y un helado de crema llamado Imperial, pronto se ganó la preferencia de los limeños.
El sonido de la corneta que anunciaba la llegada del heladero se convirtió en un símbolo del verano limeño, mientras que las calles de la ciudad se llenaban con el color amarillo de los carritos D’Onofrio.
A pesar del éxito inicial, Pedro enfrentó un gran obstáculo: la conservación del helado. El uso de nieve proveniente de los Andes resultaba costoso y poco eficiente.
No obstante, su espíritu emprendedor lo llevó a encontrar una solución en el consejo de un ingeniero norteamericano, quien le sugirió adquirir una planta para la fabricación de hielo artificial. Esta decisión no solo mejoró la calidad de los productos, sino que también permitió a D’Onofrio reducir costos y ofrecer un helado más asequible y delicioso.
La gran expansión
El éxito de los helados no fue suficiente para Pedro. En 1924, ante la estacionalidad del negocio, decidió diversificar y abrir una fábrica de chocolates en el jirón Cotabambas. Equipada con maquinaria industrial europea, esta nueva planta permitió a D’Onofrio ampliar su oferta, incorporando productos como chocolates, galletas y caramelos.
La jugada fue un éxito rotundo, y en 1926 apareció el chocolate Sublime, que rápidamente se convirtió en uno de los productos más queridos y perdurables del portafolio de la marca.
Durante este tiempo, la marca ya se había ganado la lealtad de los peruanos, quienes encontraban en los productos D’Onofrio un sabor único y de calidad. A medida que la marca crecía, también lo hacía la demanda, lo que permitió a la compañía seguir ampliando su alcance en el mercado peruano.
Un legado que sigue vivo
Pedro D’Onofrio falleció en 1937 a los 78 años, dejando una marca indeleble en el mercado peruano. Su legado continuó bajo la dirección de su hijo, quien mantuvo la visión y los valores de su padre.
Para la década de 1990, D’Onofrio había consolidado su dominio en el mercado local, y su adquisición por la multinacional suiza Nestlé no hizo más que fortalecer su presencia. Aunque la empresa cambió de manos, la esencia de D’Onofrio perduró, con la misma dedicación a la calidad que su fundador había inculcado desde sus primeros días.
Hoy, más de un siglo después de su fundación, los productos D’Onofrio siguen siendo un referente en el mercado. Helados como Donito, Peziduri o el refrescante Turbo, junto con chocolates y otros dulces, continúan conquistando paladares, mientras que nuevas generaciones de peruanos disfrutan de los sabores que marcaron la infancia de sus padres y abuelos.
Aunque los tiempos han cambiado, la historia de D’Onofrio es un testimonio de cómo la perseverancia, la innovación y el amor por la calidad pueden llevar a una marca a trascender generaciones y mantenerse vigente en el corazón de los peruanos.
La huella dejada por Pedro D’Onofrio es más que un recuerdo del pasado; es un legado que sigue vivo, evolucionando y adaptándose a los nuevos tiempos sin perder su esencia. Y el espíritu de la carretilla amarilla sigue siendo el mismo: ofrecer a los peruanos los mejores helados y golosinas, con la misma pasión y compromiso que su fundador plasmó desde el primer día.