
La COP30 (Trigésima Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas Sobre el Cambio Climático), concluyó el pasado sábado 22 en Belém con resultados muy inferiores a los anunciados, en el sentido de que constituiría un quiebre hacia una economía global mucho más sostenible a largo plazo. La frustración es mayor cada año.
Debemos reconocer el agotamiento del proceso de las cumbres climáticas. El otrora principal escenario de ambición y esperanza colectiva se ha convertido en una coreografía cansina: interminables negociaciones, documentos ilegibles y proclamas imprácticas. La lentitud de la diplomacia multilateral es el rasgo definitorio del proceso.
La regla del consenso general tiende a producir resultados de mínimo común denominador; el Acuerdo de París (AP), un buen marco inicial dentro de lo posible, ha alumbrado compromisos de los estados en parte insuficientes y con poca claridad en metas o en mecanismos de rendición de cuentas; el compromiso de movilizar U$S 100.000 millones anuales para financiar iniciativas se cumplió tarde y parcialmente; el omnipresente lobby de las industrias fósiles erosiona la confianza; la elección de países petroleros como anfitriones y los espacios cívicos restringidos alimentan el escepticismo; y hay un marcado cansancio social, tras décadas de reuniones.
Debemos reconocer, sin embargo, que sucesivas COPs han contribuido a crear un lenguaje común, sistemas de transparencia, metas compartidas y acuerdos que han catalizado mercados y políticas. Han impulsado acuerdos sectoriales (metano, deforestación), consolidado el objetivo de triplicar renovables y duplicar la eficiencia en esta década, y han introducido tímidamente el mandato de abandonar los combustibles fósiles.
Y más allá de que el proceso climático debe ser reformado, hay que recordar que la transición ecológica no tendrá lugar en cumbres internacionales o en oficinas públicas, sino en la evolución de la economía social. Los gobiernos deben promover esa transición con reglas de juego claras, creando incentivos eficientes; pero son los propios agentes económicos quienes llevarán a cabo los cambios necesarios. En ese sentido, es importante la reglamentación del Art. 6 del AP, que permite desarrollar mercados de carbono donde movilizar financiamiento para proyectos de mitigación de gases de efecto invernadero, tanto en el inciso 2, que contempla acuerdos bilaterales, como el inciso 4, que establece el sistema multilateral.
La transición abre amplias oportunidades de negocio al reconfigurar cadenas de valor y preferencias de consumo: energías renovables, eficiencia energética y electrificación; movilidad sostenible e infraestructura de carga; economía circular; agricultura regenerativa y soluciones basadas en la naturaleza; tecnologías de medición y verificación de huella, software de contabilidad de carbono y trazabilidad; agua y resiliencia climática; y nuevos mercados como el hidrógeno verde o los bonos verdes y financiamiento sostenible; compliance climático, como instrumento de transparencia e internalización de riesgos y costos. A esto se suma la creciente convergencia entre la agenda de descarbonización de la economía y la de la protección de la diversidad biológica.
Estas son ventajas para quienes ofrezcan soluciones verificables y eficientes, con acceso a capital y diferenciación de marca, reduciendo riesgos, costos y abriendo exportaciones en un contexto de innovación y creación de empleo.
En suma, no se trata de abandonar el proceso climático, sino de reimaginarlo para que se convierta en un sistema más eficiente de implementación y financiamiento. Y de poner el acento en el impulso que viene “desde abajo”, de los propios actores de la economía, donde se decidirá la batalla.
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