
En la Argentina, como en muchos otros países, la estafa ya no se percibe únicamente como una patología del sistema económico, un delito o una desviación moral. Se ha transformado en una estrategia racional, sofisticada y hasta admirada para “hacer negocios”. No es casual que ante ciertos casos de fraude se escuche la frase “es un genio, los estafó a todos”, expresión que revela tanto fascinación como resignación social.
La necesidad de superar el atraso estructural y reducir la pobreza exige repensar en profundidad la relación entre economía y moral. Ello supone revisar aspectos que en nuestro país suelen escasear: confianza, legitimidad institucional y efectividad de la justicia frente al delito económico.
En este contexto, la frontera entre el emprendimiento audaz y el engaño deliberado se vuelve difusa. El éxito se mide por la velocidad con que se acumula riqueza y no por la legitimidad de los medios que la generan.
Numerosas causas por estafas reiteradas, lavado de dinero, evasión fiscal y encubrimiento muestran un patrón recurrente: la economía del fraude se consolida como un modelo de comportamiento extendido, con bajo riesgo de castigo real. Solo algunos casos —como los de Hope Funds (Blaksley) o Generación Zoe (Cositorto)— alcanzan condenas firmes, tras procesos largos y llenos de pruebas irrefutables.
Ingeniería del fraude
Las estafas contemporáneas se multiplican con particular intensidad en los segmentos de ingresos bajos y medios. Allí, la promesa de una “oportunidad de ganancia” es más efectiva, porque apela a la ilusión de ascenso rápido en un contexto de incertidumbre económica. Los grandes proyectos fraudulentos —por su escala y visibilidad— suelen implicar mayores exigencias de información y control, pero aun así no quedan exentos del engaño.
Combatir la economía del fraude requiere educación financiera, fortalecimiento institucional y una ética pública que revalorice la confianza como activo social
En muchos de estos esquemas piramidales o de inversión inmobiliaria ficticia, los aportes iniciales pueden oscilar entre USD 15.000 y USD 25.000, con contribuciones mensuales posteriores de USD 2.000 o más.
Usualmente se ofrecen fideicomisos, mutuos o participaciones en supuestos desarrollos de terrenos e inversiones inexistentes. El caso “Blaksley Señorans y otros s/ infracción al art. 303 del Código Penal” es uno de los más significativos por la magnitud del fraude, la cantidad de damnificados y la complejidad de las maniobras.
El nivel educativo o social no es garantía de inmunidad. Las víctimas suelen aceptar propuestas financieras seductoras, respaldadas por narrativas de marketing, tecnicismos legales o referencias institucionales creíbles. En muchos casos, el engaño se potencia por la sofisticación tecnológica: plataformas digitales, contratos encriptados, falsos documentos generados con inteligencia artificial y sitios web de apariencia profesional.
El caso Ribaya, al igual que tantos otros, sigue un patrón similar: una historia convincente, una “oportunidad única”, documentación visual atractiva y contactos empresariales o institucionales supuestamente decisivos, aunque sin sustento real. Detrás de esa fachada se esconde una estructura diseñada para transferir fondos y disimular su origen.
Racionalidad del delito
Gary Becker, desde la economía neoclásica, sostuvo que el delito puede analizarse como una decisión racional: se comete un ilícito cuando el beneficio esperado supera el costo probable de la sanción.
En un entorno donde los procesos judiciales son lentos y las penas improbables, el fraude ofrece una rentabilidad superior al riesgo. Esa ecuación explica en parte la expansión de la economía de la estafa.
La sanción judicial es necesaria, pero insuficiente si la sociedad continúa admirando al que “se las ingenió” y demostró ser exitoso
Pero hay algo más. No se trata solo de una decisión individual del estafador. También interviene la disposición de personas e instituciones a participar en esquemas dudosos, aceptando el riesgo de perderlo todo a cambio de la promesa de éxito rápido.
La frontera entre víctima y cómplice se vuelve porosa: muchos inversores saben —o intuyen— que el negocio es inviable, pero participan igual, esperando retirarse antes del colapso. La moral se subordina al cálculo.
Psicología del engaño e impunidad
Daniel Kahneman y Dan Ariely, desde la economía del comportamiento, han mostrado cómo los sesgos cognitivos afectan nuestras decisiones. La ilusión de control, la aversión a la pérdida y el sesgo de confirmación llevan a las personas a sobreestimar su capacidad para detectar un fraude. En contextos de inestabilidad económica, el deseo de “no quedarse afuera” de una oportunidad refuerza esa vulnerabilidad.
El estafador contemporáneo ya no se presenta como un delincuente marginal, sino como un emprendedor visionario. Su éxito inicial legitima el relato y atrae nuevos inversores. La manipulación se construye sobre emociones —ambición, miedo, confianza— más que sobre datos. El resultado es un ecosistema donde el fraude se vuelve parte del paisaje económico y cultural.
Las estafas contemporáneas se multiplican con particular intensidad en los segmentos de ingresos bajos y medios
El sociólogo Robert Putnam demostró que las sociedades más prósperas son aquellas donde las relaciones están regidas por la confianza y la reciprocidad. Por el contrario cuando lo que predomina es el ocultamiento, las personas internalizan la desconfianza y el sistema se vuelve ineficiente.
La Argentina repite ese ciclo donde la impunidad del fraude refuerza el descreimiento colectivo, y la desconfianza alimenta nuevas formas de engaño y métodos de estafa.
Conclusión
El desafío no es solo penal, sino cultural.
Combatir la economía del fraude requiere educación financiera, fortalecimiento institucional y una ética pública que revalorice la confianza como activo social.
La sanción judicial es necesaria, pero insuficiente si la sociedad continúa admirando al que “se las ingenió” y demostró ser exitoso.
Casos como el de Trinidad Ribaya no son excepciones aisladas sino advertencias. Muestran cómo la pasividad de los organismos de control y el laissez-faire judicial perpetúan un modelo económico basado en la impunidad.
Revertirlo implica volver a colocar la confianza -no la viveza- y en el centro del desarrollo.
El autor es doctor en Economía de la Universidad de Buenos Aires
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