Un plan de paz que redefine Europa

Sacrificar la autonomía estratégica de un país invadido no es un acuerdo sostenible; es una pausa que deja intactas las condiciones que provocaron la invasión

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Donald Trump y Vladimir Putin
Donald Trump y Vladimir Putin

La guerra en Ucrania dejó de ocupar el centro de la conversación pública, pero eso no implica que la dinámica estratégica haya cambiado. El conflicto sigue siendo el punto más sensible de la seguridad europea y la conducta rusa no ofrece señales de moderación. El ataque reciente en Ternópil vuelve a dejar claro que Moscú mantiene la iniciativa militar, que no siente presión suficiente para negociar y que su objetivo estratégico no se redujo. En ese contexto aparece el plan de paz de 28 puntos impulsado por la administración Trump. No es un intento equilibrado por ordenar un conflicto complejo; es un rediseño del mapa político que consolida las posiciones rusas y redefine el rol de Estados Unidos en Europa.

El contenido central del plan es inequívoco: Ucrania debe ceder territorio, autonomía estratégica y margen de maniobra internacional. El reconocimiento de la soberanía rusa sobre Crimea, Lugansk y todo el Donbás —incluso áreas que Rusia todavía no controla— es una validación explícita del uso de la fuerza como mecanismo de expansión. Ninguna potencia que se enfrenta a un agresor acepta voluntariamente este tipo de concesiones, porque establecen un precedente que condiciona cualquier negociación futura. Es imposible llamar estabilidad a un acuerdo que legitima lo que originó la guerra.

A eso se suma la exigencia de que Ucrania renuncie constitucionalmente al ingreso en la OTAN y prohíba la presencia de fuerzas occidentales en su territorio. Desde una perspectiva geopolítica, es convertir a Ucrania en un espacio neutralizado sin capacidad real de disuasión. Ese punto, más que un gesto hacia la “paz”, redefine el estatus del país en función de la idea rusa de zonas de influencia. Es un freno estructural a su integración occidental y una invitación a presiones futuras. Si algo mostró el comportamiento de Moscú desde 2014 es que la neutralidad forzada no garantiza nada.

El plano económico es coherente con esa lógica. Europa queda relegada del proceso de decisión pero obligada a financiar buena parte de la reconstrucción ucraniana. Estados Unidos, en cambio, se reserva beneficios derivados de activos rusos y plantea un levantamiento acelerado de sanciones, junto con un incentivo para invertir en Rusia. El mensaje es claro: Washington prioriza su reposicionamiento global antes que la cohesión del frente occidental. Para Moscú, es una oportunidad inesperada de normalización sin haber modificado su conducta.

Un elemento más delicado es la validación de la narrativa rusa que responsabiliza a la expansión de la OTAN por la guerra. Incorporar ese argumento en un documento oficial de paz no es un detalle técnico; es otorgarle a Rusia una victoria política que no obtuvo en el terreno. Es aceptar que la agresión fue una reacción y no una decisión estratégica. Ese marco interpretativo afecta no solo a Ucrania, sino a todo el sistema europeo construido sobre la premisa de que los países pueden elegir sus alianzas sin condicionamientos externos.

En materia energética, el plan introduce una vulnerabilidad adicional: la propuesta de compartir control y electricidad de la planta nuclear de Zaporizhzhia. Para Ucrania, la energía no es solo infraestructura; es capacidad de recuperación económica. Entregar parte de ese control a Rusia es aceptar una dependencia estructural en un sector que Moscú ya utiliza como herramienta de presión en su política exterior.

Las garantías de seguridad ofrecidas son débiles y ambiguas. No hay compromiso de intervención militar ni mecanismos de respuesta inmediata. Confiar en sanciones coordinadas como elemento disuasivo es desconocer el comportamiento de Rusia, que absorbió sanciones sin alterar su estrategia. Además, la idea de que Ucrania debería compensar económicamente a Estados Unidos por esas garantías refuerza la percepción de que la relación se vuelve transaccional y no estratégica.

La renuncia inminente del enviado pro-Ucrania dentro de la administración es un indicador relevante. Muestra que el plan no surge de un consenso institucional, sino de un círculo reducido con una visión más cercana a la narrativa rusa. Esa salida debilita a Kiev en uno de los pocos espacios donde todavía tenía un interlocutor favorable y permite una mayor alineación de Washington con un enfoque que prioriza el rápido cierre político del conflicto por sobre la estabilidad europea.

En conjunto, este plan implica un cambio profundo. No es simplemente un intento de negociación; es una reinterpretación del orden europeo y del rol de Estados Unidos en él. Si se aceptan estas condiciones, la inviolabilidad territorial deja de ser un principio y pasa a ser una aspiración. Para cualquier país ubicado cerca de una potencia revisionista, eso no es una garantía: es una señal de vulnerabilidad.

El precedente externo es evidente. China observa cómo responde Occidente ante una agresión prolongada. Irán evalúa cuánto espacio tiene para ampliar su influencia regional. Corea del Norte interpreta la resiliencia de los sistemas de sanciones. En todos los casos, el mensaje que transmite este plan es que la persistencia en el uso de la fuerza puede traducirse en beneficios políticos si las grandes potencias consideran que el conflicto se volvió demasiado costoso.

La salida del conflicto en Ucrania no puede basarse en legitimar lo que generó la guerra. La rapidez no garantiza estabilidad. Una paz que sacrifica la autonomía estratégica de un país invadido no es un acuerdo sostenible; es una pausa que deja intactas las condiciones que provocaron la invasión. El desafío para Europa y para Estados Unidos es evitar que la fatiga política defina el futuro del continente. El plan presentado no apunta a resolver el conflicto: apunta a congelarlo en términos que favorecen a Rusia y debilitan el sistema internacional que surgió después de la Guerra Fría.