
La pandemia no solo alteró rutinas judiciales: quebró un paradigma. La profesión de abogado —anclada históricamente en la presencialidad, en la percepción inmediata de gestos, silencios y climas procesales— atravesó una transformación cuya verdadera magnitud recién ahora empezamos a comprender.
Durante décadas, el ejercicio del derecho se sostuvo sobre dos pilares: la inmediatez y la presencialidad.
El abogado percibía los matices del conflicto no solo por lo que se decía, sino por cómo se lo decía: la respiración en una audiencia, la tensión del declarante, el intercambio de miradas con un juez, incluso la incomodidad en una mesa de negociación. El derecho, aunque técnico, siempre fue una disciplina corporal: requiere estar ahí, en el momento exacto donde la palabra se vuelve acto.
La virtualidad post-pandemia puso en crisis esa matriz.
Emerge un fenómeno: el crecimiento exponencial de abogados que construyen presencia —y prestigio aparente— desde las redes sociales
Democratizó accesos, aceleró procesos y redujo costos. Pero también produjo un efecto menos evidente: una pérdida de densidad. En una audiencia virtual, la cámara es un filtro; no hay energía en la sala, no hay tiempo para leer los movimientos de la otra parte, no existe ese espacio previo o posterior donde se construye confianza, se negocia, se pacta o se desactiva un conflicto.
El derecho sin cuerpos es derecho debilitado.
El ruido digital y la falsa meritocracia de la visibilidad
En paralelo, emergió otro fenómeno: el crecimiento exponencial de abogados que construyen presencia —y prestigio aparente— desde las redes sociales. La lógica del algoritmo no premia la especialización, la ética ni el rigor jurídico, sino la capacidad de captar atención.
El problema no es la comunicación. El problema es la confusión.
En esta nueva arquitectura informativa, muchos profesionales se presentan como “referentes”, “especialistas” o “gurúes” sin serlo. Y lo más preocupante: parte de la sociedad empieza a creer que la autoridad jurídica es sinónimo de popularidad digital. Se instala una meritocracia invertida, donde la reputación no surge del estudio, del debate doctrinario, de la jurisprudencia o de los años de litigio, sino de métricas efímeras: seguidores, visualizaciones, likes.
El riesgo es enorme: la degradación del conocimiento jurídico en favor de un espectáculo que da respuestas instantáneas a problemas complejos.
La profesión frente a un nuevo umbral
En este escenario, ¿qué abogado se va a destacar? ¿Cuál será la verdadera élite profesional del futuro inmediato?
La respuesta es contraintuitiva: solo se destacarán muy pocos.
- Los hiper-especializados.
- Los que logran producir valor real —no aparente— en un océano de ruido superficial.
La abogacía que viene será menos masiva y más profunda.
La combinación entre transformación tecnológica, inteligencia artificial y saturación digital seleccionará con mucha fuerza a quienes reúnan tres atributos difíciles de replicar:
- Expertise real, medible, verificable, construido con años de formación y de práctica.
- Criterio profesional, esa facultad humana de evaluar el contexto, ponderar riesgos, leer la emocionalidad de un caso y anticipar consecuencias.
- Capacidad de integrar tecnología sin delegar criterio, es decir: utilizar IA como un asistente sofisticado, pero nunca como un reemplazo del juicio jurídico.
La inteligencia artificial puede acelerar análisis, ordenar datos, detectar patrones.
Pero no puede —al menos por ahora— percibir la angustia de un cliente, la intención oculta en una negociación o el impacto humano de una sentencia. No puede leer la dramaturgia de un expediente.
Ese espacio, estrictamente humano, será el diferencial.
Una profesión que vuelve a su esencia
Paradójicamente, cuanto más avanza la tecnología, más valioso se vuelve aquello que no puede digitalizarse: la autoridad construida, la experiencia real, la honestidad intelectual, la capacidad de escuchar, el coraje profesional de decir que no.
La abogacía del futuro —la abogacía real, no la del marketing— será una profesión menos ruidosa pero más trascendente. La supervivencia ya no dependerá de la capacidad de mostrarse, sino de la capacidad de responder: con rigor, con técnica, con ética y con profundidad.
El abogado que se distingue no es el que grita, sino el que piensa.
Por eso, en esta transición post-pandemia, la pregunta crucial no es si la virtualidad llegó para quedarse.
La pregunta es: ¿qué clase de abogado queremos ser en un mundo donde todo parece instantáneo, pero muy poco es realmente verdadero?
La respuesta —individual y colectiva— definirá el perfil de la profesión para la próxima década.
El autores es abogado, doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UMSA) y posgrado en Derecho Procesal Penal profundizado
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