
En tiempos en los que la tecnología avanza a pasos agigantados y parece marcar el pulso de nuestras vidas, es vital recordar que la salud no es solo la ausencia de enfermedad, sino también la calidad de los vínculos que construimos. En cada sala de internación, en cada consultorio, en cada conversación con un paciente, el acto de cuidar nace del encuentro humano.
Como enfermera, aprendí que el cuidado, además de una práctica técnica, tiene que ver con la presencia: mirar, escuchar, registrar lo que el otro siente, incluso cuando no lo dice. Los monitores pueden mostrar signos vitales, pero no pueden leer el miedo, la angustia o la soledad que muchas personas atraviesan en un hospital. Esa lectura solo puede hacerla otro ser humano.
Desde el equipo del que soy parte, hace unos años comenzamos un proyecto que nació de una pregunta sencilla: ¿qué necesitan de nosotros las personas que cuidamos? Realizamos una encuesta entre más de 500 pacientes y nos enteramos de información valiosa: por ejemplo, que no todos quieren saber lo que les pasa, algunos prefieren que otra persona se entere por ellos. Descubrimos que había mucha gente que usaba medicina alternativa para su dolor. Supimos que la mayoría de nuestros pacientes necesitaba que los visitaran y que otros no, decían que querían estar solos.
Tener la capacidad de escuchar, de abrir el diálogo sin dar por sentadas las cosas, transforma la relación. Cuando alguien siente que lo reconocen en toda su dimensión —con su historia, sus miedos, sus deseos— ocurre algo reparador. Nuestra mirada atenta lo abraza, y eso siempre alivia.
Trabajamos con mucha tecnología que aporta beneficios indiscutibles para la recuperación y el cuidado de la salud, pero el factor humano sigue siendo irreemplazable. Lo vemos en cada experiencia, como cuando diseñamos un reloj para rotar a los pacientes y evitar lesiones en la piel y logramos más de mil días sin una sola herida en Cuidados Críticos. O cuando, a partir de encuestas focales, indagamos sobre cómo se estaban hidratando porque veíamos muchas botellitas llenas en las habitaciones y nos preguntábamos si tomaban el agua suficiente. Así entendimos, por ejemplo, que muchos no bebían porque no podían abrir la tapa de la botella.
Nuestra tarea no es solo aplicar procedimientos o seguir protocolos; es también acompañar, sostener, ofrecer una palabra o un silencio oportuno. En un mundo que tiende a la automatización, la enfermería sigue recordándonos que los vínculos son terapéuticos.
Llevo más de cuarenta años en esta profesión y sigo sintiendo lo mismo: la gratitud es inmensa. Nos toca acompañar en momentos complejos, cuando el otro está sin defensas, sin maquillaje, sin anteojos, sin artificios, con dolor e incertidumbre. Y después del alta, muchos vuelven a agradecernos y me doy cuenta de que esa cara que ellos recuerdan es la de alguien que estuvo allí, sosteniendo, aliviando, escuchando.
Por eso, en este Día de la Enfermería, elijo poner el foco en fortalecer lo humano del cuidado y mirarnos a los ojos, reconocernos mutuamente en la fragilidad y en la fuerza, en la necesidad y en la empatía. Eso es valorar el trabajo en equipo con el resto de los profesionales de la salud y la confianza mutua con los pacientes. Es entender que el bienestar se construye con tratamiento o protocolos, pero también con presencia y con escucha.
Cada gesto de cuidado devuelve humanidad. Y cuando eso sucede, el alivio no es solo del otro: también es nuestro. Cuidar es, en definitiva, un acto de amor. Y recordarlo es una buena forma de honrar nuestra profesión.
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