
El reciente informe estadístico de la Base General de Datos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre niños, niñas y adolescentes en el fuero penal juvenil no deja margen para la confusión; no existe ninguna evidencia que justifique bajar la edad de punibilidad en la Argentina. Por el contrario, los números desnudan una realidad que debería llevarnos a fortalecer derechos, no a recortarlos.
Durante el primer semestre de 2025, apenas 945 adolescentes tuvieron alguna causa judicial en todo el fuero penal nacional de adolescentes. Un universo ínfimo frente a la cantidad total de jóvenes en el país. Y de ellos, casi el 80% solo tuvo una causa, lo que evidencia que no estamos frente a una generación delictiva, sino ante situaciones aisladas, muchas veces atravesadas por contextos de vulnerabilidad y exclusión.
El dato más revelador es que la mayoría -casi el 56 %- tiene entre 16 y 17 años, es decir, ya son punibles bajo la legislación penal especializada vigente. Los adolescentes menores de 16 años, a quienes algunos pretenden incluir en el sistema penal, representan apenas el 40 %, y los de 12 años o menos, un mínimo de 3,8 %. ¿Qué sentido tiene entonces discutir una reforma que ampliaría el castigo a un grupo tan reducido, cuando los ya punibles concentran casi todos los casos?
Tampoco hay un problema de delitos graves. El 81% de las causas son por delitos contra la propiedad, principalmente robos simples. Solo cuatro casos en todo el semestre correspondieron a homicidios, y tres fueron tentativas (no consumados). Es decir, los hechos más violentos son excepcionales. La idea de que “los menores matan” es un slogan político sin respaldo en los datos.
Pero hay otro dato aún más incómodo; el 40% de las causas finalizadas terminaron en sobreseimiento, y solo un 12 % de los adolescentes tuvo alguna medida de privación de libertad. El resto recibió tratamientos alternativos o socioeducativos. El sistema ya tiene herramientas para actuar, sin necesidad de aumentar el castigo ni vulnerar derechos.
El informe también expone el trasfondo social de la conflictividad, la mayoría vive solo con su madre, más del 26 % abandonó la escuela y casi el 90 % depende exclusivamente de la salud pública. No se trata de delincuentes en potencia, sino de adolescentes a los que el Estado no protege o llega tarde a proteger. Frente a esa realidad, bajar la edad de punibilidad equivale a convertir el fracaso social en castigo penal.
Las cifras son claras, la baja de edad no reducirá el delito, solo ampliará el sufrimiento. Y lo más grave es que implicaría un retroceso frente a los compromisos internacionales que la Argentina asumió al ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño. Los organismos de Naciones Unidas y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han sido categóricos: los Estados deben elevar progresivamente la edad mínima de responsabilidad penal, no reducirla.
Discutir una reforma regresiva, en este contexto, es desconocer la evidencia, ignorar los tratados de derechos humanos y renunciar a la inteligencia política que exige pensar soluciones reales. Porque el problema no está en la edad de los chicos, sino en la edad de las ideas.
Bajar la edad de punibilidad no soluciona nada; solo castiga más temprano y en forma peor de lo que ya se castiga a los adolescentes en contacto con la ley penal.
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