
Cuando pensamos en los diagnósticos que suelen acompañar a las personas mayores, enseguida aparecen palabras conocidas: hipertensión, diabetes, osteoporosis o artrosis. Sin embargo, hay otra condición que rara vez figura en la historia clínica y que, aunque no tiene estudios de laboratorio que la confirmen, puede generar un gran impacto: la soledad no deseada.
La soledad no siempre es visible, incluso puede convivir con visitas de familiares o llamadas telefónicas frecuentes. Pero en la consulta médica se revela que la persona ya no tiene con quién compartir una preocupación, pasa horas sin intercambios afectivos o transita la angustia de haber perdido a gente amiga muy querida. Esto golpea la salud física y anímica: entristece e incrementa el riesgo de depresión, deterioro cognitivo y enfermedades cardiovasculares.
Entonces aparecen síntomas como insomnio, cefaleas, mareos, ansiedad, dolores difusos o miedos a salir de casa. El problema no siempre se reconoce a primera vista, y no suele ser fácil de poner en palabras. Además, no hay que confundir la soledad elegida —quien disfruta de la lectura, la cocina o las manualidades— con la impuesta. Pero lo cierto es que en los últimos años, cada vez hay más gente que falta a sus estudios médicos, por ejemplo, porque no tiene quién acompañe. En medio de múltiples razones, una habitual es que hay hijos que viven alejados de la ciudad donde están sus padres y muchos otros se han radicado en el exterior.
Entonces, así como prescribimos medicamentos, también empezamos a prescribir vínculos. Porque la buena noticia es que la amistad, la complicidad y el afecto no son patrimonio exclusivo de la juventud: pueden construirse en cualquier etapa de la vida. Un taller de teatro, una caminata en grupo, un curso virtual o incluso el uso de la tecnología pueden convertirse en puentes hacia nuevos encuentros. No se trata de “llenar el tiempo”, sino de darle sentido, alegría y pertenencia a cada día.
En este camino, los pares cumplen un rol fundamental. Encontrarse con otros en la misma etapa de vida brinda un espejo, un reflejo, una inspiración. Formar parte de una comunidad nos enriquece y sostiene: compartir experiencias, acompañarse en trámites médicos, estar en momentos de dificultad. La familia es un pilar, pero no siempre puede suplir esa “tribu” de la misma generación. Porque allí las personas saben que pueden apoyarse en otras, del mismo modo que apoyar a otras, algo fundamental para seguir sintiéndose útiles.
Claro que existen barreras, como dificultades económicas o problemas de movilidad. Lo escuchamos todos los días en el consultorio. Pero hay actividades gratuitas, propuestas comunitarias, talleres intergeneracionales y ofertas virtuales que permiten sortear muchos de esos obstáculos.
Nuestro trabajo nos demuestra que mantener interacciones sociales regulares beneficia la salud física y mental. Por eso, cuando identificamos esta realidad, hacemos derivaciones con diferentes equipos de trabajo para que puedan formar parte de propuestas con grupos de pertenencia.
La soledad debe ser abordada como un problema de salud pública. No alcanza con acompañar a las personas mayores: necesitamos invitarlos a integrarse plenamente, reconocer su experiencia, fomentar su participación y que logren ocupar un rol activo en la sociedad.
Un paciente lo resumió con una frase que me gusta repetir: “Hay una diferencia entre vivir y durar”. No se trata solo de sumar años, sino de llenarlos de vida. Cada conversación, cada encuentro, cada espacio compartido es, en definitiva, una verdadera dosis de salud.
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