
Nadie nació sabiendo ser padre. Y ningún adulto vivió la adolescencia con WhatsApp.
Todos estamos aprendiendo. Esta frase que suelo compartir en los encuentros que organizamos con las familias resume un punto crucial de nuestra época: la educación de niños y jóvenes ya no puede pensarse sin una red de vínculos que los sostenga. En tiempos vertiginosos, donde las certezas parecen desdibujarse, la escuela y la familia necesitan trabajar más unidas que nunca.
En los últimos años, quienes nos dedicamos al mundo de la educación venimos profundizando esta idea de comunidad educativa ampliada. No solo porque creemos en el valor pedagógico de los lazos, sino porque entendemos que los desafíos que enfrentan hoy madres, padres y cuidadores son muy distintos a los que conocieron generaciones anteriores.
Las familias de hoy están atravesadas por múltiples tensiones: cambios en los modelos de crianza, exigencias laborales, transformaciones culturales profundas y una revolución tecnológica que atraviesa todos los vínculos. ¿Cómo acompañar a un hijo cuando no existen modelos previos que nos guíen? ¿Qué hacemos ante un mensaje en redes, un conflicto en un grupo de WhatsApp, una situación de exclusión digital? ¿Cómo intervenir cuando las respuestas no están en nuestra experiencia?
Desde la escuela, podemos —y debemos— ofrecer algo más que contenidos académicos.
Podemos ofrecer escucha, reflexión conjunta, herramientas. Por eso, en nuestra comunidad escolar promovemos desde hace años talleres, charlas, desayunos de familias y espacios de diálogo que buscan generar puntos de encuentro. No se trata de “enseñar a ser padres”, sino de compartir saberes, construir respuestas colectivas, habilitar preguntas legítimas.
La fragilidad de los modelos parentales no es un defecto: es una señal de época. Lo que funcionaba hace veinte años ya no alcanza. Las infancias y adolescencias de hoy se desarrollan en un entorno hiperconectado, complejo, desafiante. Y si bien este nuevo escenario abre oportunidades fascinantes, también pone a prueba los vínculos y las certezas. Como educadores, no podemos mirar para otro lado.
En secundaria, esta alianza es aún más necesaria. La adolescencia es un tiempo de transformación intensa, donde el diálogo con los adultos suele tensarse y los chicos buscan construir su identidad en medio de influencias múltiples. En ese momento crucial, la cercanía entre familias y escuela puede ser la diferencia entre el acompañamiento y el desconcierto. Educamos mejor cuando lo hacemos en conjunto.
Por eso creemos que el rol de la escuela también es tejer comunidad. Ayudar a las familias a no sentirse solas, a saberse parte de algo más grande. A confiar en que podemos —aun con dudas— formar ciudadanos empáticos, creativos, críticos. Acompañar a nuestros hijos a ser personas de bien, que tomen buenas decisiones y encuentren su lugar en un mundo cambiante.
En definitiva, nadie tiene el “libro de instrucciones” para criar o educar hoy. Pero sí tenemos algo invaluable: la posibilidad de aprender con otros. Y eso, en estos tiempos inciertos, es un acto profundamente transformador.
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