Desde el segundo semestre de 2024, la economía experimentó un rebote, con una caída del PBI de apenas 1,3%. Esta cifra resultó considerablemente inferior a las previsiones para un año marcado por profundos ajustes fiscales y monetarios, e incluso menor que la de 2023 (-1,9%), cuando aún persistían los planes oficiales de estímulo a la actividad implementados durante la gestión de Alberto Fernández.
No obstante, tras la robustez de la recuperación que impulsó crecimientos trimestrales desestacionalizados de 3,9% y 2% en los últimos dos periodos de 2024, el año 2025 comenzó con un avance trimestral de 0,8%, seguido de un incremento desestacionalizado que apenas alcanza la mitad en el segundo trimestre, lo que sugiere una desaceleración que, en algún punto, puede percibirse como un freno abrupto.
Además de cierta ralentización en la inversión y el consumo privado, destaca la influencia negativa de las importaciones netas, dado que el saldo entre importaciones y exportaciones vuelve negativo el aporte externo a la actividad.
Queda por dilucidar si esta evolución se ajusta a lo esperado en el marco de un ciclo de reformas, a pocas semanas de las elecciones de medio término -en septiembre, la provincial; en octubre, la nacional- que podrían provocar cambios políticos significativos y afectar la capacidad de impulsar modificaciones estructurales, o si responde a señales de “fatiga de ajuste”, o a factores propios del programa económico que, por sus características, no logran despejar la persistente incertidumbre.
El índice de riesgo país, tras alcanzar un mínimo en enero, repuntó hasta estabilizarse en 730 puntos básicos en julio, 340 pb por encima del índice regional latinoamericano y aún lejos del umbral de 500 pb
Estas inquietudes se reflejan, en parte, en la volatilidad del índice de riesgo país, que tras alcanzar un mínimo en enero, repuntó hasta estabilizarse en 730 puntos básicos en julio, 340 puntos por encima del índice regional latinoamericano y aún lejos del umbral que permitiría acceder a financiamiento voluntario sin garantías adicionales, acercando el escenario macroeconómico a una mayor estabilidad.
El desafío no solo radica en alcanzar una baja del riesgo; también es imprescindible su sostenibilidad en el tiempo para generar el convencimiento de que, en esta ocasión, el rumbo puede sostenerse. Esto exige que los cambios sean percibidos como permanentes, lo que reaviva la duda sobre si el riesgo país responde principalmente a las diferencias extremas en el ámbito político (kirchnerismo frente al resto) más que a la dinámica del programa económico.
Si la política -la posible, no una ideal indefinida- fuera suficiente para despejar el panorama de corto plazo, muy pronto se pondría a prueba la hipótesis.

Sin embargo, es probable que la incertidumbre económica derive tanto de la imprevisibilidad política como de dudas sobre el desarrollo y la implementación del esquema económico vigente. El Fondo Monetario Internacional también se ha sumado a estos interrogantes, al señalar recientemente que “sigue siendo necesaria mayor claridad sobre el régimen monetario y cambiario a mediano plazo”.
Con el historial argentino de ocho décadas marcado por vaivenes y frustraciones, nadie supone que el curso de las reformas resulte rápido ni lineal. La naturaleza dinámica del proceso, con requerimientos de ajustes permanentes, fomenta la duda, especialmente cuando las modificaciones del programa suelen ser de muy corto alcance. Así lo evidencia la sucesión de Fases percibidas como transitorias, que reclaman adaptaciones mayores.
En la actualidad, se transita por la Fase 3 o, tal vez, desde julio por la Fase 4 o su etapa inicial -sin comunicación formal- a tan solo tres meses de haber implementado la fase anterior. Es de prever nuevas modificaciones, ya que no solo se continúa en un proceso de “descubrimiento” del tipo de cambio de equilibrio, sino que también el propio programa económico avanza en la definición de su naturaleza y objetivos: desde una concepción inicial poco precisa de dolarización, hasta el diseño e instalación de un esquema más ordenado, previsible y flexible que permita alcanzar un marco macroeconómico sostenible.
Todo esquema debe adaptarse ante shocks que puedan provocar desvíos temporales, pero también requiere ajustes preventivos para evitar sobresaltos derivados de desequilibrios no advertidos
Todo esquema debe adaptarse ante shocks que puedan provocar desvíos temporales, pero también requiere ajustes preventivos para evitar sobresaltos derivados de desequilibrios no advertidos oportunamente. Esta porción de volatilidad -la que no resulta de golpes imprevisibles ni de la adaptación al cambio, inherentes al proceso- debe ser prevenida.
La gestión actual promovió reformas relevantes en diversos frentes: fiscal, monetario, comercial y regulatorio. Sin embargo, toda transformación exige claridad sobre la secuencia de los cambios -qué modificar primero y qué después-, el plazo para su entrada en vigencia, y una definición certera de los alcances de la reforma, anticipando en lo posible su impacto sobre el resto de los mercados.
Esto implica que el plan debe ser comprendido y conocido desde el inicio para reducir la incertidumbre; no basta con mencionar áreas tradicionales como tributaria, laboral, previsional, comercio o regulaciones para dar por definido el rumbo.
En síntesis, la incertidumbre predominante no proviene exclusivamente del contexto político. A medida que nos aproximamos a ese “horizonte de eventos” que amenaza con arrastrar al sistema hacia un nuevo ciclo de crisis, resulta necesario considerar elementos adicionales. Parafraseando al presidente Bill Clinton: it’s the economy.
El autor es Director y Economista Jefe de FIEL. Esta nota es un anticipo de Indicadores de Coyuntura 677 que elabora la Fundación FIEL
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