
“La guerra de los hombres la sufren las mujeres”. Esta frase, tan sencilla como punzante, resume una verdad sistemáticamente desplazada de los relatos oficiales: los conflictos armados se narran en clave masculina, pero se viven —y se sufren— también desde los cuerpos y las vidas de las mujeres.
Hoy, los conflictos en Ucrania, Gaza, Siria e Israel nos obligan a mirar de frente esa omisión. Las cifras son brutales y están documentadas. Según ONU Mujeres (2023), las mujeres y niños representan el 70% de las víctimas desde el inicio de estos ataques. En 2023, cuatro de cada diez personas que murieron en conflictos armados eran mujeres. Además, el número de casos de violencia sexual en conflictos aumentó un 50% con respecto al año anterior. La Red Siria para los Derechos Humanos documentó que, desde 2011, más de 24.700 mujeres han perdido la vida en Siria. En Ucrania, según informes de Human Rights Watch, la violencia de género creció un 36% desde 2022. Y en Gaza, el Panorama Global Humanitario 2025 (OCHA) indica que durante 2024 murieron más mujeres, niños y niñas que en cualquier otro conflicto en las últimas dos décadas.
Pero no son solo víctimas. También son actoras: organizan, denuncian, resisten, combaten, salvan. Han sostenido comunidades enteras bajo fuego cruzado, han sido parte de procesos revolucionarios, han integrado ejércitos, y muchas veces han sido quienes garantizaron la paz donde la política fracasó. Sin embargo, cuando llega el momento de los acuerdos y las mesas de negociación, vuelven a ser excluidas. ¿Por qué?
Porque el poder, la guerra y la paz aún se piensan en masculino. Porque el héroe de guerra sigue siendo un hombre con armas, no una mujer con coraje. Porque incluso en los espacios progresistas o revolucionarios, las mujeres han tenido que disputar su lugar ante el machismo de sus propios compañeros.
En la Segunda Guerra Mundial, las mujeres estadounidenses ingresaron masivamente a la industria bélica. En la URSS, fueron francotiradoras, aviadoras, médicas. En Corea, más de 200.000 mujeres fueron esclavizadas sexualmente por el ejército japonés. En Bosnia, se estima que entre 20.000 y 60.000 mujeres fueron víctimas de violación sistemática. En Colombia, según la Ruta Pacífica de las Mujeres, entre 2001 y 2009 unas 489.000 mujeres fueron víctimas directas de violencia sexual.
Y en Argentina, las 16 mujeres que participaron activamente en el conflicto de Malvinas recién fueron reconocidas oficialmente como veteranas en 2012. La invisibilización ha sido constante.
No basta con homenajes tardíos. Necesitamos una transformación profunda en la forma en que narramos, entendemos y resolvemos los conflictos armados. La Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada en 2000, fue un avance histórico: por primera vez, se reconoció el papel fundamental de las mujeres en la prevención, gestión y resolución de conflictos. Pero su aplicación real ha sido fragmentaria, simbólica y muchas veces tardía. Las mujeres siguen siendo convocadas para la foto, pero no escuchadas para las decisiones.
Nombrarlas, incluirlas, reconocerlas no es un gesto simbólico: es una condición de posibilidad para la justicia y la paz. Mientras sus cuerpos sigan siendo territorio de guerra, mientras sus voces no tengan peso político, mientras la historia las olvide o las margine, no habrá paz duradera.
Reconocer su protagonismo no es solo reparar una deuda: es abrir la puerta a otra forma de hacer historia.
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