
Hace varios años, uno de mis maestros y profesor, Alberto Benegas Lynch (h), escribió un artículo con el título que acabo de tomar prestado para esta columna. En aquel momento, él hacía alusión a que la mayoría de los economistas eran todos “especialistas” cuando tenían al muerto en la mesa, al hacer el diagnóstico después de que todo ocurriera y ya nada se pudiera hacer.
Hoy, voy a extrapolar ese concepto a lo que sucede con el abuso y mal uso de las matemáticas y las estadísticas -sobre todo la inferencial, casi una droga- que, en algunos casos, llega a lindar con la mala fe, donde ya ni siquiera sirven “las autopsias”.
Mi gran amigo y también profesor -ya fallecido- Juan Carlos Cachanosky definía a los economistas matemáticos como “un merger entre economistas que no saben nada de matemáticas y matemáticos que no saben nada de economía”.
Los economistas matemáticos como “un merger entre economistas que no saben nada de matemáticas y matemáticos que no saben nada de economía (J.C. Cachanosky)
Para ello se apoyaba en Friedrich Hayek, quien, al recibir el premio Nobel de Economía 1974 -curiosamente junto a un keynesiano como Gunnar Myrdal, a quien en la universidad llamábamos “Mierdal” -nos dejó una exposición magistral: La Pretensión del Conocimiento. Allí advertía sobre el mal camino que tomaba la profesión del economista, debido al abuso de las matemáticas y las estadísticas para intentar obtener “principios teóricos” a partir de series históricas, utilizando herramientas válidas solo en ciencias naturales, como muy bien explica Nassim Taleb en El cisne negro.
Hoy nos encontramos con un alto porcentaje de economistas que hacen de las estadísticas una fuente de principios y conclusiones sin una teoría que las sustente. Se trasladó el método de las ciencias naturales a las ciencias sociales, como si repetir un experimento arrojara siempre los mismos resultados.

Se comparan “planes de estabilización” -nombre científico y cifras con decimales incluidos- de distintos países y se sacan conclusiones como: “se logró inflación de un dígito en menos meses”, “el tipo de cambio bajó más rápido”, etcétera. Todo un absurdo, que supone contextos, personas y ambientes iguales, algo que ni siquiera ocurre dentro de un mismo país en distintos momentos.
Estos pseudoespecialistas ven a los seres humanos como si tuvieran un código de barras. Llegan al extremo de poner en boca del pobre Richard Thaler cosas que nunca dijo, con tal de acomodar sus behaviors a cualquier conclusión. Veamos un caso argentino.

¿Creció la economía con Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner? Este es un error clásico. Cuando se analiza el comportamiento del PBI bajo esos gobiernos, se observa -estadísticamente- un crecimiento relevante.
Incluso se utilizan cifras de la Inversión Bruta Interna Fija (IBIF) para “demostrar” inversión. El problema no es solo que el PBI es una medida inadecuada para evaluar crecimiento -como demostró Mark Skousen, dado que omite lo que pasa detrás de la economía-, sino que, además, el gasto público creció aún más rápido que el PBI.
Muchos pseudo-economistas deducen que el gasto público impulsó el crecimiento, repitiendo errores similares a los de Paul Krugman al analizar la salida de la crisis de 1929 en EE.UU. Comparan tasas de variación del PBI entre gobiernos de CFK, Macri o Milei, como si bastara con colocar series en un gráfico para hacer ciencia. Un error teórico mayúsculo.
Muchos pseudo-economistas deducen que el gasto público impulsó el crecimiento, repitiendo errores similares a los de Paul Krugman al analizar la salida de la crisis de 1929 en EE.UU.
El efecto Cantillon-Hume demuestra que, durante los gobiernos de Kirchner, no hubo crecimiento genuino: hubo expansión del gasto financiada vía emisión monetaria, creación de impuestos distorsivos (retenciones) y apropiación de fondos de las AFJP. Estos recursos, extraídos de privados, alteraron las decisiones económicas y generaron una estructura artificial que hoy se desploma cuando las variables empiezan a sincerarse.
Los statisticians comparan tasas de crecimiento sin considerar que esas cifras reflejaban un modelo insostenible. No importa si hoy la economía crece 1% y antes crecía 10%: el primer crecimiento es real, el segundo fue una ficción, como quien vive de una herencia que ya no tiene. Comparar ambos escenarios sin una teoría explicativa carece de valor.
Sin teoría no hay paraíso
Si el análisis parte de un enfoque neoclásico o keynesiano, concluirá que la economía estaba mejor con mayor IBIF y menor desempleo. Pero eso es una mera lectura de datos. La inducción, como enseña Mises, no es válida en ciencias sociales. No sabemos qué habrían hecho los agentes económicos con los recursos si no se los hubieran quitado; tampoco sabemos si los habrían asignado de igual forma que el Estado.

El premio Nobel James Buchanan, en 1986, explicó que no hay un criterio objetivo de eficiencia fuera del intercambio voluntario sin fuerza ni fraude. Evaluar políticas públicas requiere teoría previa, no estadísticas ex post.
Por eso, comparar el “plan de estabilización de Israel” con la situación actual de Argentina, sin teoría previa, es un ejercicio vacío. No importa si los números son similares: importa el marco conceptual que permite interpretarlos.
Lo que no se ve
Parafraseando a Bastiat, los economistas de la autopsia miran lo que las estadísticas muestran. Los economistas austríacos miran también lo que no se ve. Y eso solo puede hacerlo quien entiende la teoría.
El autor es economista y CEO de Value International Group
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