
Un profesor de Ciencias de la Computación de Stanford dijo en una conferencia: “La inteligencia artificial es la nueva electricidad. Al igual que la electricidad generó una revolución hace 100 años, la IA está destinada a hacer lo mismo hoy”. Ninguno de los presentes se rió. Nadie protestó ni lo cuestionó porque, en el fondo, sabían que tenía razón.
La frase pertenece a Andrew Ng, uno de los referentes globales en inteligencia artificial. Es una declaración de principios que señala, con una simple comparación, el punto más incómodo del debate: la tecnología ya llegó para quedarse. No es opcional. Y no se va a ir a ningún lado. Entonces la pregunta correcta no es si se debe incentivar o prohibir el uso de la IA en el aula. La pregunta, más bien, es: ¿cómo acompañamos a los estudiantes para que aprendan a usarla bien?
Quienes todavía dudan deberían hablar con estudiantes universitarios. Hoy, buena parte de ellos ya utiliza ChatGPT u otras herramientas para practicar, consultar, reformular ideas o empezar borradores. También para resolver problemas, aprender a programar o incluso entender mejor el contenido de sus materias. ¿Eso está bien o está mal? Depende, pero lo importante es que ya ocurre.
Lo que tenemos que incentivar las universidades es el uso inteligente, responsable y ético de las herramientas que surgieron hace apenas unos años. Allí radica el verdadero desafío.
Hoy, aprender a usar inteligencia artificial no es un plus. Tampoco representa una moda pasajera. Es parte de la nueva alfabetización y así lo entendemos en la Universidad de Palermo. Como en el siglo XX nadie podía estudiar sin saber leer, escribir o buscar bibliografía, en el XXI nadie debería graduarse sin saber interactuar con herramientas de IA.
¿Por qué? Porque van a necesitar las herramientas en su vida profesional. Porque sin ellas, partirían en clara desventaja, muy detrás de sus colegas. Porque les van a exigir resultados más rápidos, mejor justificados y con un nivel de análisis superior. No tener un uso eficiente de tecnologías generativas les hará cuesta arriba enfrentar un mundo que ya cambió y que va a seguir cambiando.
La inteligencia artificial no reemplaza la experiencia universitaria. Lo que cambia no es el objetivo del proceso educativo, sino las herramientas y los métodos. Una buena clase sigue siendo insustituible. Un profesor que logra motivar a sus alumnos es más imprescindible que nunca. Una conversación en profundidad, un intercambio agudo o un espacio de reflexión colectiva son experiencias cada vez más necesarias. La IA puede complementar, puede mejorar y liberar tiempo para que los docentes se dediquen menos a abordar tareas repetitivas y más a guiar procesos que realmente formen.
Una de las grandes promesas de la inteligencia artificial aplicada al ámbito educativo es la personalización. Si no todos aprendemos igual, ¿por qué tendríamos que estudiar igual? Las herramientas de IA permiten adaptar los contenidos al ritmo, los intereses y las dificultades de cada estudiante. Les da la posibilidad de explorar conceptos desde distintos ángulos y a su tiempo. De recibir explicaciones más claras. De preguntar sin miedo, sin horarios, sin tener que esperar a la próxima clase para obtener una respuesta.
La IA no reemplaza a los educadores. Los potencia y libera de lo mecánico. Los ayuda a concentrarse en lo humano: motivar, inspirar, dar sentido.
Claro que la sinergia demanda una transformación profunda de las autoridades de las universidades, de los programas académicos, de los profesores y de las evaluaciones.
Si un estudiante puede hacer un trabajo con ChatGPT y sacarse un diez, entonces el problema no es ChatGPT, sino el diseño de la consigna del trabajo. Hay que pensar nuevas formas de evaluar que exijan pensamiento crítico, que premien la originalidad, que permitan el uso de IA, pero exijan justificar las fuentes. Y después reflexionar sobre las respuestas, dar contexto, pensar las consecuencias.
¿Hay riesgo de dependencia? ¿De generar pereza intelectual? ¿Del copy-paste indiscriminado?
La respuesta, lamentablemente, es sí. Existen esos riesgos y muchos otros por añadidura. Por eso el desafío de formar profesionales para este mundo y el que viene es enorme. No para que el estudiante evite la IA, sino para que sepa cómo usarla. Para que desarrolle criterio y no confíe ciegamente. Para que se haga responsable de lo que presenta, de su veracidad, de sus fuentes y su razonamiento, para que el trabajo tenga una impronta personal.
La clave está en el uso ético. Las universidades tenemos que enseñar a utilizar estas herramientas con conciencia, con responsabilidad y con sentido. Tenemos que discutir los marcos de aplicación, las oportunidades que abren, pero también los riesgos que se derivan de ello. Tenemos que entrenar la mirada crítica de los estudiantes y fomentar la autoría intelectual incluso en contextos de colaboración tecnológica.
En el mundo del trabajo, ya es evidente. Las tareas repetitivas se buscan automatizar porque el valor está en lo estratégico, en lo creativo, en aquello que, al menos por ahora, no se puede reemplazar. Las empresas no buscan empleados que no usen IA. Buscan personal que sepa maximizar su uso. Que combinen criterio, conocimiento y experiencia en busca de más agilidad de resolución, de mejores resultados.
Todo esto, claro, implica un nuevo rol para los profesores, más desafiante que lo que alguna vez hubiéramos imaginado. ¿Qué lugar ocupan ahora en el aula? ¿Qué significa enseñar? ¿Cómo adaptar contenidos, clases y evaluaciones para que sean relevantes, para que sean enriquecedoras para los estudiantes, para que les estimule el pensamiento crítico? Las respuestas no son simples. Se necesita una revisión profunda de prácticas, de estrategias arraigadas -en algunos casos- durante décadas de enseñanza. Pero una cosa está clara: no se puede mirar para otro lado.
Discutir sobre si conviene incentivar o prohibir el uso de la inteligencia artificial ya es perder el tiempo. El verdadero problema está en cómo formar profesionales que expriman al máximo la tecnología sin perder humanidad.
La electricidad, como toda tecnología disruptiva, tampoco fue bien recibida al principio. Generó cierto temor y desconfianza en distintos sectores de la sociedad. Y, sin embargo, aquí estamos casi dos siglos después. Tal vez sea hora de encender la luz.
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