
El 13 de abril Ecuador va a balotaje. Pero lo que se define en las urnas va mucho más allá de un nuevo presidente. En un país asediado por la violencia, con tasas de homicidio más altas que las de México y Colombia y con cárceles dominadas por bandas criminales, el dilema no es solo electoral: es político e institucional. ¿Puede un país quebrado por el narcotráfico recuperar la gobernabilidad a través de la democracia? ¿O la democracia está siendo reconfigurada en nombre de la seguridad?
Desde hace algunos años, Ecuador vive una crisis de seguridad sin precedentes. En 2023, el país registró más de 8000 homicidios, lo que representa una de las tasas más altas de toda la región. A los asesinatos se agregan los secuestros, las extorsiones y los atentados a candidatos. Sumado a eso, desde 2021, más de 500 personas fueron asesinadas dentro de las cárceles. Y en enero del año pasado el país vivió un momento de colapso total: grupos armados tomaron canales de televisión en vivo, se fugaron líderes narcos de alta peligrosidad y el Estado decretó un “conflicto armado interno” contra 22 bandas criminales.
En ese escenario los ecuatorianos deben elegir a su próximo presidente. Los candidatos representan caminos distintos, pero ambos hablan, de un modo u otro, desde el miedo. Del lado oficialista, Daniel Noboa, el joven empresario que asumió la presidencia en 2023 tras la salida anticipada de Guillermo Lasso busca la reelección con una estrategia de “mano dura”, en un contexto en el que llegó al poder después del asesinato de uno de sus rivales, el candidato Fernando Villavicencio. Inspirado en el modelo de Nayib Bukele, Noboa declaró el estado de excepción, sacó militares a las calles, ordenó operativos en cárceles y elevó su imagen pública con una narrativa de acción rápida. Su estrategia le rindió frutos: logró colocarse como favorito para quedarse con la presidencia en las elecciones de 2025 y muchas encuestas llegaron a aventurar que podía ganar en primera vuelta en los comicios del pasado febrero.
Pero la popularidad tiene matices. Su gobierno ha sido corto, marcado por decretos de emergencia, por la creciente presencia militar en las calles y por una política de comunicación eficaz pero de resultados aún inciertos. La violencia no desapareció: se trasladó, se reconfiguró y se adaptó. Mientras tanto, la economía se estanca, las instituciones democráticas se debilitan y crece la dependencia de soluciones de fuerza. A su vez, si bien muchos lo ven como el único capaz de enfrentar el caos, otros temen que esa estrategia derive en un mayor autoritarismo.
Del otro lado está Luisa González, la candidata del correísmo, que intenta conectar con una sociedad agobiada por la inseguridad desde otro ángulo: ofreciendo más Estado y más gasto público, apelando a la memoria de una etapa donde, según ella, la violencia no era lo que es hoy. Pero su principal sello es su mayor debilidad: González es el delfín político del expresidente Rafael Correa, quien hoy está condenado por corrupción y exiliado en Bélgica. Votar por ella no solo es una apuesta por otro modelo de seguridad, sino también por la posibilidad del retorno de un proyecto político cuestionado por autoritario y corrupto.
Así, Ecuador, un país que necesita respuestas urgentes a problemas estructurales, se encuentra atrapado entre varias disyuntivas. En primer lugar, y ante dos modelos muy distintos de gobierno, uno de los primeros interrogantes es cómo combatir la inseguridad. ¿Más mano dura o más Estado? ¿Volver a un modelo de hace 20 años, acusado por corrupción, o permanecer en el modelo Bukele-Noboa pero con pocos resultados? Por ahora, ninguno de los dos candidatos parece ofrecer claramente una estrategia de largo plazo para reconstruir un país que vive bajo estado de emergencia casi permanente.
Y a todo este contexto se agrega el problema institucional. Una potencial victoria de Luisa González despierta, en gran parte de la sociedad, el temor al retorno del correísmo y eso puede significar no solo impunidad para los condenados por corrupción, sino también una regresión democrática. Durante sus años de gobierno, el expresidente Correa persiguió a opositores, concentró poder, se enfrentó con la prensa y modificó la Constitución para favorecer su reelección. ¿Qué garantías de respeto institucional podrá brindar entonces González? Sin embargo, el futuro institucional ecuatoriano tampoco parece mucho más claro en caso de que el domingo gane Noboa. Sus medidas de toque de queda, su política de “mano dura” para combatir la violencia y las 3 veces que dictó el estado de excepción en menos de 2 años de mandato generan miedo de que la violencia termine por naturalizar la militarización permanente de la vida pública, con consecuencias sobre los derechos civiles y la institucionalidad democrática. La emergencia puede justificar medidas extraordinarias, pero ¿cuánto tiempo puede durar una emergencia antes de convertirse en norma?
El domingo Ecuador irá a votar en medio de una encrucijada compleja: Entre la política de “mano dura” y el regreso del correísmo. Entre el autoritarismo y la impunidad. Este domingo, Ecuador no solo elige un presidente: define qué tipo de democracia quiere (o puede) sostener en medio del caos. Con un Estado debilitado, instituciones frágiles y un crimen organizado que impone reglas propias, la elección se vuelve una especie de espejo distorsionado de la democracia. Votar en estas condiciones no es una decisión libre de consecuencias: es una decisión marcada por el miedo, la desconfianza y la urgencia. La gran incógnita es si, en ese escenario, aún queda margen para que la política recupere su capacidad de ofrecer futuro.
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