¿Y si pensar juntos fuera posible?

Lo que descubrí conversando con una IA

Guardar
 (Imagen Ilustrativa Infobae)
(Imagen Ilustrativa Infobae)

Una simple curiosidad me llevó a crear una encuesta sobre inteligencia artificial, pero lo que encontré fue mucho más profundo: más de cien voces humanas, emociones inesperadas, y una conversación con una máquina que terminó ayudándome a entendernos mejor a todos.

🔹 El día que me puse a hablar con una máquina

Todo empezó con una pregunta. En realidad, con muchas. Soy de los que leen mucho, sobre todo cuando algo los inquieta. Y hace un tiempo, lo que me venía inquietando era el avance —cada vez más presente— de la inteligencia artificial en nuestras vidas. Leí artículos, informes, columnas, entrevistas. Algunos me fascinaban, otros me incomodaban. Pero todos me dejaban con una sensación en común: esto va a cambiar cosas, y ya está pasando.

Lo curioso es que no me quedé solo ahí. Empecé a usar algunas herramientas de IA para interpretar mejor esos textos. Y en ese proceso me encontré con algo inesperado: empecé a conversar con la propia inteligencia artificial. No como quien consulta un buscador, sino como quien le pide a alguien que piense con uno.

Y entonces se me ocurrió una idea:

¿Qué pasaría si, con la ayuda de esta IA, armara una encuesta para saber qué piensa la gente cercana a mí sobre todo esto? ¿Qué emociones les genera? ¿Qué límites imaginan? ¿Qué deseos, miedos o contradicciones tienen frente a la IA?

No lo pensé como un trabajo académico ni como un experimento técnico. Lo pensé como una excusa para abrir una conversación colectiva, con amigos, colegas, familiares y conocidos. Con personas reales, diversas, humanas. Y al mismo tiempo, con una máquina que —para mi sorpresa— se volvió una aliada para pensar mejor.

🔹 Cómo nació una encuesta… y una alianza inesperada

No soy encuestador, ni sociólogo, ni analista de datos. Pero tengo algo que, para mí, vale igual o más: curiosidad, ganas de entender, y una gran red de personas con las que conversar.

Así que me senté —literalmente— con la IA a pensar. Le conté mi idea: quería hacer una encuesta sencilla pero profunda, que indagara en lo que la gente siente, cree y espera sobre la inteligencia artificial. Y ahí empezó algo fascinante.

La IA me ayudó a formular las preguntas. No con frialdad técnica, sino con preguntas que hacían pensar. Preguntas abiertas, sensibles, que buscaban ir más allá del “sí o no”. Como por ejemplo:

● “¿Qué tareas humanas te gustaría que sigan siendo hechas por personas?”

● “¿Confiarías en una IA para tomar decisiones médicas, legales o educativas?”

● “¿Qué significa para vos ser humano en un mundo donde compartimos decisiones con máquinas?”

Después me ayudó a revisar el orden, el tono, incluso los formatos. Hasta me sugirió que fuera anónima, abierta y amigable. En pocas horas, la encuesta estaba lista. Y lo más asombroso fue que —a diferencia de otras veces— no me sentí solo haciéndola.

La compartí entre gente de mi entorno. Y ahí empezó a pasar algo que no esperaba: las respuestas empezaron a llegar, y con ellas, una riqueza de pensamientos, emociones y contradicciones que me conmovieron. Más de cien personas se tomaron el tiempo de responder con profundidad. Y de pronto, me vi con un tesoro en las manos.

Y fue entonces cuando le dije a la IA:

“Bueno, ahora ayudame a entender todo esto.”

🔹 Un aeropuerto, quince días y veinticuatro horas para pensar

Recolectar las respuestas me llevó unos quince días. Fueron mensajes, reenvíos, llamados, empujones sutiles del tipo “dale, contestala, no te va a llevar más de diez minutos”. Amigos, colegas, familia, conocidos de distintos ámbitos… todos aportaron algo. Y cuando llegué a las 106 respuestas, sentí que ya tenía material para algo interesante.

Lo que no sabía era que el verdadero momento para analizar todo eso iba a aparecer en el lugar menos pensado: el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Sí, leíste bien.

Después de una seguidilla de postergaciones de vuelo —nueve en total, sí, nueve— terminé pasando más de 12 horas en el aeropuerto, y otras tantas despierto en casa. Dormí solo cinco horas en total, y entre sueño, bronca y un sándwich poco inspirado que me dio la aerolínea, decidí no volver a casa y quedarme ahí a esperar.

¿Y qué hice con esas 24 horas que podrían haber sido una tortura?

Me senté con la laptop, abrí los resultados de la encuesta… y me puse a trabajar.

Entre valijas, ruidos de parlantes y ese limbo eterno del “ya vamos a embarcar”, procesé las respuestas con ayuda de la IA, redacté conclusiones y empecé a imaginar este artículo.

Fue mi forma de resistir el caos. Y, por qué no, de aprovechar el tiempo perdido para entender mejor qué sentimos frente a un futuro que también parece estar en escala de espera.

Reflexión espontánea entre gate y gate:

Qué distinta sería esta espera si la información fuera clara, precisa, actualizada. Si me dijeran “tu vuelo sale en 7 horas” en lugar de hacerme creer que falta poco para después volver a patearlo.

La tecnología puede ayudarnos a volar más lejos. Pero también a esperar con un poco más de respeto.

Ahora sí, con más de cien respuestas analizadas, un aeropuerto como oficina de emergencia y una IA como copiloto mental, estaba listo para entender qué descubrí de toda esta experiencia.

🔹 Más de cien voces, muchas más emociones

Si algo me enseñó esta encuesta, es que no necesitamos ser expertos para tener pensamientos profundos.

Las 106 personas que respondieron —de distintas edades, profesiones, niveles educativos— no usaron tecnicismos, ni grandes definiciones. Pero dejaron frases, reflexiones y dudas que valen oro.

Me encontré con respuestas que hablaban de entusiasmo, de miedo, de expectativa, de rechazo, de fascinación. Algunas eran optimistas:

“La IA me va a ayudar a trabajar mejor, a pensar más rápido, a organizarme.”

Otras, cautas:

“No me da miedo la inteligencia artificial. Me da miedo lo que hagan con ella los humanos”.

Y muchas, profundamente humanas:

“No quiero que una máquina cuide a mis hijos. Quiero que lo haga alguien que pueda sentir”.

“No me molestaría vivir con una IA que piense conmigo… si no se olvida que soy yo el que decide”.

Lo más interesante fue ver cómo la mayoría acepta que la IA ya está entre nosotros, y que va a cambiar nuestras vidas.

Pero también que hay límites claros que no quieren cruzar. El cuerpo, por ejemplo. Cuando pregunté si aceptarían un implante cerebral conectado a IA para mejorar la memoria, dos de cada tres personas dijeron que no.

Otra cosa que me sorprendió fue que muchos no se oponen al avance de la IA, pero exigen reglas.

El 78% dijo que los gobiernos deberían regular su uso.

Y muy pocos —casi nadie— confían en que las empresas tecnológicas lo hagan por sí solas.

Y en medio de todo eso, apareció una contradicción que me encantó:

“Quiero que la IA me ayude a pensar… pero no que piense por mí”.

📈 Conclusión:

La inteligencia artificial ya está acá. Lo que está en debate no es si va a formar parte de nuestras vidas, sino cómo, cuánto y en qué condiciones. Y aunque no siempre lo sepamos explicar con palabras exactas, todos sentimos que hay algo en juego.

🔹 Lo que descubrí de mí (y no lo esperaba)

Lo que al principio parecía solo una encuesta se convirtió, sin darme cuenta, en una especie de espejo.

No solo estaba recolectando opiniones. Estaba pensando conmigo mismo. Estaba usando una herramienta para entender a los demás… y al final terminé entendiéndome un poco más a mí también.

Me descubrí haciendo algo que nunca había hecho: analizar datos, clasificar respuestas emocionales, ordenar pensamientos ajenos y propios, escribir conclusiones, estructurar una narrativa. Y lo más curioso es que lo hice con la ayuda de una inteligencia artificial.

Y acá es donde tengo que decirlo:

📌 La IA no me reemplazó. Me potenció. Me empujó a pensar mejor. Me ayudó a escribir con más claridad. Me propuso nuevas formas de mirar lo que leía. Me preguntó (sí, preguntó) si quería cruzar respuestas según edad, emociones, nivel educativo. Y lo hicimos juntos.

Y no fue magia. No fue automático. Fue trabajo. Fue razonamiento. Fue una conversación —extraña, sí— pero profundamente productiva.

Me sentí encuestador sin haber estudiado sociología.

Me sentí analista con más herramientas de las que pensaba.

Me sentí autor sin haber planificado un libro.

Todo eso, porque esta herramienta, que no tiene cuerpo ni emociones, me ayudó a darle forma a algo muy humano: la curiosidad.

¿Es eso peligroso? ¿Es maravilloso? ¿Depende del uso?

Sí, sí y sí.

Lo que aprendí en todo este camino es que la inteligencia artificial puede ser una aliada inmensa, siempre que no reemplace la voz propia, sino que la acompañe. Que no piense por vos, sino con vos.

Inteligencia artificial aplicada al Derecho
Inteligencia artificial aplicada al Derecho (Imagen creada con IA)

🔹 Una conversación que valió la pena

Cuando empecé este proyecto no sabía en qué iba a terminar. No sabía que iba a terminar escribiendo este artículo. Ni que iba a pasar 24 horas atrapado en un aeropuerto sacando conclusiones sobre el futuro de la humanidad.

Lo que sí supe —y lo supe todo el tiempo— es que preguntar vale la pena.

Y que cuando preguntamos con honestidad, siempre aparece algo interesante.

Lo que no sabía era que iba a encontrar en una IA una aliada para hacerlo mejor.

No estamos hablando de ciencia ficción. No hablamos de androides, ni de reemplazos totales, ni de “Skynet”.

Estamos hablando de algo mucho más cotidiano y real: cómo convivimos con una inteligencia que no es la nuestra, pero empieza a mezclarse con lo que somos.

Y la respuesta no está escrita.

Se construye, como hicimos acá: con datos, con conversaciones, con preguntas y con una máquina que —si la usamos bien— nos ayuda a ser un poco más inteligentes… sin dejar de ser profundamente humanos.

Un humano con preguntas.

Una máquina con ideas.

Y entre ambos, una conversación que valió la pena.