
La célebre máxima talmúdica “elu ve-elu divrei Elohim ḥayim hem” (“estas y aquellas son palabras del Dios viviente”), consignada en el tratado Eruvin 13b, constituye un pilar del pensamiento judío que indiscutiblemente trasciende su origen teológico y jurídico e interpelar profundamente la filosofía del derecho y la hermenéutica contemporánea.
Los juristas deberían prestar debida atención a esa máxima ya que, en su contexto primigenio, esta sentencia legitima la coexistencia de posiciones halájicas opuestas —como las sostenidas por las escuelas de Hillel y Shamai— al considerarlas manifestaciones igualmente válidas de la verdad divina, a pesar de que, en la práctica, solo una pueda prevalecer como norma vinculante. Indudablemente esta paradoja fundacional invita a una reflexión filosófica sobre la naturaleza de la verdad, la autoridad y la pluralidad, cuya resonancia se extiende al ámbito de la interpretación constitucional.
Pluralismo ontológico y hermenéutico en el derecho constitucional
Como subyace, la máxima talmúdica sugiere una concepción pluralista de la verdad que desafía el monismo interpretativo, aquel que postula una única lectura correcta de los textos normativos fundamentales. En oposición, vemos que muchos insisten en una verdad singular y excluyente, olvidando que la ley, inclusive la que tiene origen divino, es intrínsecamente rica y multidimensionales, lo que le permite cobijar diversas interpretaciones.
Cabe destacar que esta mirada no solo desafía la idea de una autoridad interpretativa absoluta, sino que también fomenta el diálogo continuo y la exploración colectiva, valores centrales que presentes en la tradición talmúdica deben vincular también a los operadores jurídicos seculares.
Realmente, en el marco del constitucionalismo, esta idea se traduce en el reconocimiento de que la Constitución, como expresión de un pacto fundante, no es un artefacto cerrado ni unívoco, sino un texto que debe estar abierto a múltiples interpretaciones que derivan de principios, valores y contextos históricos en constante transformación. Así, enfoques como el originalismo, el evolucionismo o las teorías de la “constitución viviente” no se excluyen mutuamente de manera absoluta, sino que coexisten como perspectivas razonables, cada una con su propia legitimidad axiológica, cultural y democrática.
Sin duda alguna, desde un punto de vista filosófico, este pluralismo interpretativo refleja una ontología del derecho como fenómeno polifónico: la norma constitucional no posee un sentido preexistente y fijo, sino que se construye en el diálogo entre sus intérpretes —jueces, legisladores, académicos, ciudadanos—. Este carácter dialógico resuena con la máxima “elu ve-elu”, en la medida en que reconoce que el disenso no es un defecto, sino una condición inherente a la diversidad de concepciones éticas y políticas que animan la vida en común. Sucede que, en efecto, en un Estado constitucional democrático, la pluralidad de voces no solo es inevitable, sino que enriquece la deliberación sobre el sentido último de la justicia y el poder.
Autoridad, decisión y la tensión entre pluralidad y cierre
El Talmud, al afirmar que ambas opiniones son “palabras del Dios viviente” y, sin embargo, optar por la escuela de Hillel —por su humildad y disposición al diálogo—, introduce una distinción crucial entre la validez teórica de las interpretaciones y la necesidad práctica de una resolución. De hecho, en el derecho constitucional esta tensión se manifiesta en la coexistencia de interpretaciones razonables con la exigencia de certeza jurídica. La institucionalidad democrática requiere mecanismos de cierre —fallos judiciales, consensos legislativos, acuerdos políticos— que, sin anular la legitimidad de las lecturas alternativas, establecen una jerarquía operativa.
A decir verdad, esta dinámica no implica un relativismo absoluto, sino una pluralidad regulada: las interpretaciones derrotadas en un momento dado conservan su potencial normativo, alimentando el debate público y abriendo la posibilidad de futuras revisiones. La máxima talmúdica, así, ilumina una concepción del derecho como proceso histórico y dialéctico, donde la decisión no clausura el sentido, sino que lo sitúa provisionalmente en un horizonte de significados en continua evolución.
Propiamente dicho, ni en el Talmud, ni en el derecho constitucional puede caerse en un “todo vale”, toda vez que ambos operan dentro de marcos que limitan y orientan las interpretaciones posibles. En el caso talmúdico, la tradición y la lógica rabínica actúan como contenedores; sin duda alguna, en el constitucional, lo hacen los principios fundamentales, los precedentes y las estructuras institucionales. Esto permite que las interpretaciones “derrotadas” —como una minoría en un fallo o una propuesta legislativa rechazada— incluso conserven su potencial normativo.
Resonancias deliberativas y raíces ético-jurídicas
La idea de una verdad jurídica emergente del diálogo encuentra eco en el constitucionalismo deliberativo de autores que afirman que la legitimidad del derecho radica en su génesis discursiva, en condiciones de racionalidad e igualdad. Bajo esta óptica, la Constitución no es un depósito de verdades estáticas, sino un espacio de interacción entre perspectivas con pretensión de validez, lo que la acerca a una visión ética del derecho como proyecto colectivo de convivencia. Justamente, la máxima “elu ve-elu” se revela como una prefiguración de esta lógica: el disenso, lejos de ser un obstáculo, es un vehículo para la búsqueda de un bien común que trasciende las posiciones particulares.
Asimismo, la tradición judeocristiana, que impregna el constitucionalismo occidental, ofrece un sustrato cultural para esta tolerancia hermenéutica.
Límites de la pluralidad: racionalidad y dignidad como fronteras
Sin perjuicio de lo expresado, cabe destacar que en ningún caso la pluralidad puede degenerar en un relativismo indiscriminado que equipare toda interpretación como igualmente válida. Filosóficamente, la legitimidad de una lectura constitucional depende de su anclaje en el texto, su coherencia racional y su adhesión a principios universales como la proporcionalidad, los derechos humanos y la dignidad. Interpretaciones que vulneren estos fundamentos —sean autoritarias, arbitrarias o regresivas— quedan fuera del ámbito de las “palabras del Dios viviente”, pues el pluralismo jurídico no es un fin en sí mismo, sino un medio para la realización de la justicia.
Así, por ejemplo, una interpretación literal de la Constitución que permitiera al Presidente nombrar discrecionalmente jueces en comisión todos los años, eludiendo el mecanismo ordinario de selección y dejando al Senado sin capacidad de control, efectivamente chocaría con los principios subyacentes de una constitución democrática, como la separación de poderes y el sistema de checks and balances. Si bien el texto constitucional pudiera ser ambiguo o silencioso en ciertos puntos —como ocurre con las cláusulas sobre nombramientos en receso en muchas constituciones, una lectura tan extrema difícilmente sería sostenible bajo una “pluralidad regulada”. El Talmud, en su analogía, no aceptaría una interpretación que destruyera el marco mismo del diálogo rabínico; de manera similar, en el derecho constitucional, las interpretaciones deben respetar los pilares estructurales del sistema, más allá de lo que el literalismo puro pudiera sugerir.
En cambio, sí existieron argumentos plausibles tanto para admitir como para rechazar designaciones en comisión o la extensión de mandatos hasta el fin de las sesiones ordinarias. Esto refleja la riqueza interpretativa del texto constitucional: una posición podría enfatizar la flexibilidad ejecutiva en casos de necesidad (un argumento pragmático), mientras otra podría priorizar el rol del Senado como contrapeso (un argumento institucional). Ambas lecturas podrían ser “palabras del Dios viviente” en un sentido teórico, pero el sistema exige una resolución práctica. Aquí entra el problema central que destacas: ¿quién tiene la autoridad para cerrar la discusión?
Pareciera que el Senado debería tener la última palabra, lo cual tiene sentido en un contexto donde el diseño institucional asigna a esa cámara un rol específico en la aprobación o rechazo de nombramientos judiciales. Pero esto recuerda cómo, en el Talmud, la preferencia por Hillel no elimina la validez de Shamai, pero establece una jerarquía operativa basada en criterios prácticos y éticos. En un sistema democrático, el Senado actuaría como ese mecanismo de cierre, no porque su decisión sea intrínsecamente “verdadera” en un sentido absoluto, sino porque su competencia institucional le otorga legitimidad para resolver el impasse. Sin embargo, como en el modelo talmúdico, la interpretación derrotada —digamos, la defensa de la prerrogativa ejecutiva— no pierde su potencial normativo y podría resurgir en otro momento o contexto.
El verdadero desafío, entonces, no es solo determinar qué interpretación prevalece, sino garantizar que el proceso de cierre sea percibido como legítimo y que no sofoque el debate futuro.
Síntesis: la Constitución como texto sagrado y polifónico
En última instancia, la máxima talmúdica ofrece una poderosa metáfora para repensar la interpretación constitucional desde una perspectiva pluralista y dialógica. La Constitución, al igual que un texto sagrado, no agota su sentido en una única voz, sino que se despliega en la multiplicidad de sus intérpretes, cada uno aportando una dimensión de su verdad. Así, la Constitución emerge como un “texto sagrado” secular, no por una cualidad mística, sino por su capacidad de articular identidades colectivas, sentidos de pertenencia y horizontes éticos.
En este marco, los desacuerdos sobre cómo leer una constitución —ya sea en el alcance de derechos, el poder de las instituciones o los límites del Ejecutivo— no debilitan el proyecto común, sino que lo dinamizan. Son manifestaciones de una sociedad que no se conforma con una uniformidad estéril, sino que abraza la diversidad de experiencias y valores que la componen. Como en el Talmud, estas interpretaciones “viven” porque surgen de las necesidades, los conflictos y las aspiraciones reales de las personas
En otras palabras, puntos de vista contrapuestos –como los de Hillel y Shammai– pueden coexistir como expresiones, siempre que busquen honestamente la verdad y el bien común. Esta concepción pluralista es un pilar del pensamiento judío en torno al desacuerdo. Lejos de ver la divergencia interpretativa como una amenaza, el Talmud la presenta como algo valioso y hasta sagrado porque esta convivencia de interpretaciones distintas en la comunidad refleja un principio de unidad en la diversidad: la idea de que la unión no exige uniformidad. La famosa máxima elu ve-elu legitimó así una cultura jurídica dialógica, multivocal, donde incluso las opiniones minoritarias o no vigentes poseen dignidad y sentido. Los Sabios talmúdicos, al animar esta diversidad de opiniones, “nos invitan a ser parte del pluralismo y el disenso” en la praxis interpretativa
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