Reforma constitucional en Santa Fe: ¿un ejemplo para el país?

Resulta de vital importancia para el futuro de la Argentina que las modificaciones a la constitución provincial estén amparadas en un alto grado de consenso y que apunten a consagrar instituciones democráticas de alta calidad

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En 2024 se aprobó en Santa Fe una largamente pospuesta convocatoria para la reforma constitucional. En abril de 2025 se elegirán los convencionales constituyentes, que sesionarán en 2026. Hace mucho tiempo que se venía reclamando y debatiendo la necesidad de una modificación de la ley fundamental, que rige desde 1962.

Ahora, el gobierno de Maximiliano Pullaro logró construir el consenso y se abre la caja de Pandora. Esto trae enormes oportunidades, pero también riesgos. Es como una cirugía de cerebro o de corazón: apunta a tocar los fundamentos más profundos y delicados de nuestra estructura institucional.

Lo que se haga con esta reforma condicionará a nuestra provincia, por lo menos, durante los próximos cincuenta años. Y, si tenemos en cuenta que Santa Fe se encuentra lidiando cara a cara con la grave amenaza a nuestras instituciones que representa el narcotráfico, este proceso podrá servir de ejemplo, bueno o malo, para el resto del país.

Esto nos lleva al valor de la prudencia. Esta no consiste en dejar todo como está ni en no animarse a cambios profundos. Pero sí nos dice que no hay que tocar nada a menos que estemos muy seguros de que será beneficioso, con un amplio consenso y evidencia empírica clara. No hay que experimentar o jugar con el diseño constitucional sobre bases endebles o desconocidas.

Otra cosa que no hay que hacer es pretender imponer la propia ideología o un plan de gobierno específico. La constitución establece reglas e incentivos para que exista una libre competencia de ideas, que redunde en el bien común. Si se pretenden establecer programas ideológicos a través de la carta magna, se cae en rigidez y autoritarismo. Las instituciones verán limitada su capacidad para aprender de la experiencia y adaptarse, al tiempo que se cercenarán el debate público y la democracia —pues, una gran parte de la discusión ya estará dirimida de antemano—.

Desde luego, toda constitución posee valores y un trasfondo ideológico. No es neutral. Pero esa ideología debe ser la de la democracia republicana y liberal. Democracia liberal en lo político, no en lo económico. Esto último —el grado de liberalismo o estatismo en la economía— es algo a decidir por medio de la democracia política.

Este sistema de democracia liberal o republicana es el que se encuentra plasmado en nuestra Constitución Nacional y el que maximiza la libre competencia de ideas. Lo hace a través de tribunales independientes, Estado de Derecho, libertad de expresión, transparencia y rendición de cuentas. Es, por ende, el más neutral de todos los sistemas en tanto protege la libertad y la igualdad de condiciones para competir de todas las ideologías. Solo les exige que renuncien a la violencia como método de lucha y que respeten el sistema democrático y el derecho a existir de los demás.

Otra cuestión a prevenir es la complejización excesiva. Una constitución debe ser clara, transparente, accesible para el ciudadano común, focalizada en lo realmente esencial. Si fuese muy oscura, detallista o retorcida, se prestará a múltiples interpretaciones, incluso contrapuestas, y dejará de servir como dique de contención contra el autoritarismo y el abuso de poder. Se debe bregar por la máxima simpleza y claridad posible.

Algo que sí debe hacerse es aprovechar la experiencia acumulada de la humanidad, de nuestra nación y de nuestra provincia para mejorar nuestro diseño institucional. Instituciones democráticas de alta calidad son cruciales para resolver todos los problemas existentes. Mejores instituciones conducen a decisiones más sabias, con mayor nivel de consenso, más ajustadas a la realidad y más sometidas a la presión constante de la ciudadanía para que favorezcan el bien común. Allí debe estar el gran foco de atención al reformar la constitución: consagrar instituciones democráticas de alta calidad.

Esto se logra, fundamentalmente, de dos formas: con la distribución del poder horizontal y vertical. Es decir, dividir el poder para generar un sistema de frenos y contrapesos que evite el abuso, y dotando de mayor poder a la ciudadanía. El punto de partida y eslabón primordial de estas dos formas de distribución son, entonces, la división de poderes y las elecciones libres y competitivas, con mecanismos de democracia directa.

Desde luego, para que la división de poderes sea auténtica no alcanza con una mera declaración o mención. Es crucial que los jueces sean designados y removidos por el más amplio consenso legislativo posible, preferiblemente dos tercios. Así, solo se seleccionarán los más competentes y confiables, al tiempo que no podrán ser destituidos por motivos políticos. De haber un Consejo de la Magistratura, sus integrantes políticos debieran contar con dicho consenso. El juicio por jurado, bien implementado, puede ser también de gran ayuda, al igual que la prohibición estricta de la transferencia de poderes legislativos al ejecutivo.

Las instituciones democráticas de alta calidad deben imponerse en los municipios y comunas. La autonomía local se justifica para gestionar más cerca del territorio y de los ciudadanos. No para practicar la corrupción, neutralizar la división de poderes o ejercer el poder abusivamente.

Por eso, las reglas esenciales de la calidad democrática deben ser obligatorias tanto para el Estado provincial como para los municipios y comunas. Esto es: límites a la reelección, normas de transparencia, designación y remoción con amplio consenso de funcionarios claves para garantizar su independencia e idoneidad (jueces, fiscales, organismos de control, etc.), mecanismos ágiles y accesibles de participación ciudadana, balotaje para aumentar la representatividad y el consenso, etc.

Se podría agregar otra norma fundamental para la calidad democrática: el sistema de elección por circunscripción uninominal, con cupo para minorías y con diseño a cargo de autoridad independiente. Este mecanismo, muy común en los países anglosajones, se ha mostrado superior para distribuir el poder y asegurar una elevada representatividad de la dirigencia. En vez de votar entre listas amplias de desconocidos, cada localidad pequeña o cada barrio de ciudad grande elige a su representante en la legislatura (es decir, uno solo). Los beneficios son múltiples: cada legislador obedece y se debe a la porción de pueblo que lo votó, no a un líder que lo puso en una lista; es más fácil y económico hacer campaña, lo que aumenta la competencia y permite que ciudadanos comunes sean candidatos; cada ciudadano conoce bien a su representante en la legislatura y puede presionarlo y controlarlo mejor; etc.

Se le objeta a este sistema que, al no ser proporcional, puede dejar afuera a las minorías, así como también que las circunscripciones pueden ser manipuladas. Ahora bien, si se establece un cupo para las minorías, como en Nueva Zelanda, y si el diseño de las circunscripciones queda a cargo de un órgano imparcial, esos problemas se solucionan. También es necesario establecer el balotaje, no solo para el ejecutivo, sino también para el legislativo. Este puede implementarse con una doble concurrencia a las urnas (si ningún candidato logra el 50%), como en Francia, o bien con una votación preferencial, como en Australia. Esto último implica que se ordenan los candidatos por preferencia. Si con el primer voto ninguno alcanza el 50%, se contabilizan los segundos votos, y así sucesivamente. Es una suerte de balotaje, pero que se realiza sin necesidad de votar nuevamente.

Si este sistema uninominal, con alguna modalidad de balotaje, cupo para minorías y diseño a cargo de autoridad imparcial, se implementara en las elecciones legislativas provinciales y locales, daría lugar a una auténtica revolución democrática. Imaginen que en una ciudad cada barrio vote a su concejal, o que en una ciudad grande cada barrio elija a su representante en la legislatura provincial. Santa Fe cuenta con 3.500.000 habitantes, de los cuales unos aproximadamente 2.800.000 son electores. Tenemos una legislatura de 50 diputados. Esto nos da que cada circunscripción uninominal tendría 56.000 electores. Campañas electorales más focalizadas y pequeñas reducirían, incluso, la ventaja comparativa de potenciales candidatos financiados por el narcotráfico o todo tipo de intereses espurios.

Es cierto que la ley de convocatoria impone una elección legislativa de “distrito único”. Esto ha sido un grave error. Sin embargo, es discutible hasta qué punto el poder constituido puede digitar las decisiones del poder constituyente. Quizás esté habilitado a limitar las partes o temas a reformar, pero no a imponer una reforma específica. A lo sumo, se debe dejar abierta la puerta para la libre elección del sistema electoral por medio de una ley especial sancionada con mayoría absoluta o calificada.

Fuera de las reglas esenciales de calidad democrática, en el resto de los aspectos, más que ir a fondo e imponer una agenda específica, se deben poner barreras de contención para evitar desviaciones extremas. Por ejemplo, la constitución no puede establecer un diseño fiscal específico. Pero si es aconsejable obligar a cierta sostenibilidad y responsabilidad fiscal mínima. No es admisible que un gobierno se endeude ilimitadamente y aumente el consumo a costa del bienestar de las generaciones futuras. Como mínimo, se deberá requerir una mayoría calificada. En igual sentido, la constitución puede garantizar un mínimo indispensable de seguridad social, pero no un programa ambicioso y específico. Si este se demostrara ineficaz o contraproducente, los ciudadanos deben poder votar en su contra.

Tampoco puede la ley fundamental congelar una política de seguridad o educativa específica. Pero sí cabe crear órganos o ministerios de educación y de seguridad cuyos jefes sean designados y removidos con cierto consenso (supongamos, un 60% o 65%). Esto les daría estabilidad e independencia para afrontar áreas tan complejas, que necesitan políticas de Estado a largo plazo.

Santa Fe lleva mucho tiempo debatiendo esta reforma constitucional. Si los ciudadanos evitamos los extremismos y apostamos por la calidad democrática en las venideras elecciones constituyentes, podremos sacarle provecho en nuestro beneficio y el de las generaciones futuras. Quizás esto también redunde en un ejemplo positivo para el resto del país.