
Bahía Blanca vive uno de los episodios más desafiantes de su historia reciente. Un temporal de gran magnitud descargó en un solo día el equivalente a la lluvia de todo un año. Las calles se convirtieron en ríos, los barrios más vulnerables fueron los primeros en sufrir las consecuencias y miles de familias debieron abandonar sus hogares. La ciudad quedó en alerta máxima, con infraestructuras dañadas y servicios interrumpidos. Pero, más allá de los daños materiales, el temporal también ha dejado un impacto profundo en la comunidad, con pérdidas que han causado un hondo pesar. En este difícil momento, la solidaridad y el esfuerzo colectivo se vuelven esenciales para acompañar a quienes han sido más afectados y trabajar en la recuperación.
Cuando ocurre un desastre de esta magnitud, lo primero es ocuparse de las necesidades inmediatas. Las labores de rescate, la asistencia a las personas afectadas y la reconstrucción de lo perdido son las prioridades en el corto plazo. Sin embargo, la verdadera pregunta que debemos hacernos es cómo podríamos haber mitigado el impacto y cuáles son las lecciones para aplicar al futuro. En ese sentido, el debate sobre la resiliencia urbana y la gestión del riesgo de desastres se vuelve más relevante que nunca.
Con pérdidas anuales estimadas en infraestructura a nivel regional de 58 mil millones de dólares, en América Latina y el Caribe muchas ciudades enfrentan desafíos similares. La urbanización acelerada, sumada a la falta de planificación adecuada, expone a millones de personas a amenazas naturales que podrían ser manejadas con infraestructura más preparada. No se trata solo de lluvias más intensas o eventos climáticos extremos; se trata también de la capacidad de las ciudades para resistir, adaptarse y recuperarse sin que una tormenta se convierta en tragedia.
El Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres, acogido por 185 países en 2015, destaca en su Prioridad 3 la importancia de infraestructura resiliente e insta a invertir con urgencia en prevención y adaptación para evitar que futuras lluvias extremas colapsen infraestructuras y afecten a las comunidades.
Por otra parte, el Informe de Evaluación Regional sobre Reducción del Riesgo de Desastres en América Latina y el Caribe: del riesgo a la resiliencia, inversiones estratégicas para un futuro sostenible (RAR) deja en claro que la mejor estrategia frente a los desastres no es la respuesta, sino la prevención. No basta con reaccionar cuando el agua ya ha cubierto las calles, cuando los sistemas de drenaje colapsan o cuando las viviendas no logran soportar la embestida de la naturaleza. Hay que adelantarse, invertir en infraestructura resiliente y en planificación urbana inteligente, para que cuando llegue el próximo evento la ciudad esté mejor preparada. Sin embargo, el estudio revela una brecha preocupante: en América Latina y el Caribe, el 78% de los recursos se destinan a la respuesta, mientras que solo el 20% se invierte en prevención.
La inversión en sistemas de drenaje eficientes es clave. Muchas de las ciudades más resilientes del mundo han desarrollado redes pluviales capaces de manejar grandes volúmenes de agua sin colapsar. Del mismo modo, la recuperación y protección de espacios naturales, como humedales y zonas de absorción, puede hacer una diferencia significativa en la capacidad de amortiguar las crecidas. En el ámbito de la construcción, es fundamental implementar normativas que garanticen que las edificaciones sean seguras y capaces de resistir condiciones extremas.
Pero la resiliencia no es solo cuestión de infraestructura. También es esencial fortalecer la educación en gestión del riesgo, establecer sistemas de alerta temprana eficaces y garantizar que la población sepa cómo actuar ante una emergencia. Una comunidad informada y preparada puede marcar la diferencia entre una crisis manejable y una tragedia.
Cada crisis trae consigo una oportunidad de aprendizaje y cambio. Bahía Blanca y Argentina tienen el desafío y la posibilidad de salir fortalecidas de esta experiencia, impulsando un nuevo modelo de desarrollo urbano que ponga la seguridad en el centro de la ecuación y que priorice el bienestar de la población.
“La lluvia seguía cayendo con la misma intensidad, pero ya no quedaban más ánimos para seguir mirándola”, escribió Gabriel García Márquez en Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Bahía Blanca ha mirado la lluvia y ha sentido su impacto, pero este no puede ser un momento de resignación y de perder los ánimos, es un momento de acción. La diferencia entre una ciudad vulnerable y una resiliente no está en el agua que cae del cielo, sino en la preparación de quienes la habitan.
El camino hacia ciudades más seguras y resilientes no es un sueño lejano, es una necesidad urgente. Lo que se decida hacer ahora en Bahía Blanca será fundamental para definir su futuro. Y si algo ha demostrado la historia es que las comunidades tienen la capacidad de reconstruirse y salir adelante cuando se toman decisiones con responsabilidad y visión.
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