El fatídico control de precios en el mercado inmobiliario

La burocracia y el corporativismo han demostrado ser obstáculos para el progreso

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La industria inmobiliariaquedó atrapada en
La industria inmobiliariaquedó atrapada en un laberinto de regulaciones (Imagen Ilustrativa Infobae)

Ante las elaboraciones relacionadas con la temática de la desregulación inmobiliaria, era previsible que se alzaran voces defendiendo la lógica perversa de los mercados cautivos en Argentina, empleando como excusa a estos esperpentos denominados “colegios inmobiliarios”. Estos organismos no son más que un subterfugio del intervencionismo estatal, una reliquia de tiempos oscuros y autoritarios, donde los controles de precios, las barreras artificiales y las jurisdicciones geográficas limitantes no solo eran la regla sino el modus operandi de un sistema ajeno a la libertad y al progreso.

El argumento central de estos defensores del statu quo se centra en la presunta “desprofesionalización” que traería la puesta en competencia con otros modelos de certificación de idoneidad. Sin embargo, las apelaciones al miedo por una supuesta inseguridad jurídica y las absurdas comparaciones con la ciencia médica no son más que maniobras retóricas para mantener intactos sus privilegios mediante la coacción estatal. No se trata de proteger al consumidor, sino de perpetuar un esquema de prebendas y regulaciones destinadas a mantener el poder en manos de unos pocos.

En 1973, en el contexto de una dictadura militar, un decreto impregnado del autoritarismo de la época elevó de manera arbitraria una actividad esencialmente comercial al estatus de “profesión”. Esta jugada, más politizada que técnica, abrió una caja de Pandora que, durante más de medio siglo, priorizó el entramado de influencias y la manipulación política de los autoproclamados referentes de la industria, por sobre el verdadero desarrollo del sector, la innovación y, en última instancia, el bienestar de los consumidores.

Esa época, conocida como el “Estado Burocrático y Autoritario”, no solo se caracterizó por su violencia y voraz intervencionismo, sino que también pisoteó valores fundamentales de los individuos, vulnerando derechos consagrados en la Constitución, como la libertad de asociación y la libertad de comerciar. Estos derechos fueron reemplazados por el lema “vigilar y castigar”. En nombre de la doctrina de la seguridad nacional, se otorgó a la fuerza pública la facultad exclusiva de definir los objetivos globales del pueblo argentino, apropiándose de la voluntad colectiva bajo la excusa de ser la “reserva moral de la patria”.

Fue en este contexto oscuro, antitético a los principios de una sociedad abierta y contraria a la tradición liberal, que se gestó la creación de los denominados “colegios inmobiliarios”. El General Lanusse, a través del decreto que dio lugar a la Ley 20.266, sentó las bases normativas de estos organismos burocráticos, reforzadas luego por la Ley 25.028 en 1999. Estos entes viciados de origen, con su pretendida misión de ser “guardianes de la moral” y “dueños de lo adecuado”, se auto-proclamaron árbitros de lo correcto en la industria inmobiliaria, replicando casi al pie de la letra el discurso de control y dominación de los militares de aquella época, y hasta el día de hoy mantienen el espíritu de “vigilar y castigar”.

El decreto en cuestión, que elevó al rango de “profesión” lo que siempre fue una actividad comercial, fomentó instituciones ocupadas en aventuras políticas personales, en la creación de barreras artificiales, en la generación de sanciones mediante normas inventadas con rituales inútiles, en controles de precios tan laberínticos como absurdos, y en una persecución casi soviética contra quienes osan operar fuera de su esfera de poder. El resultado es un sector secuestrado por la burocracia, en el que la innovación y el bienestar del consumidor quedaron relegados a un segundo plano, aplastados bajo el peso de una estructura más interesada en perpetuar privilegios que en generar valor real.

La confusión deliberada entre “profesión” y “comportamiento profesional” ha servido de herramienta perfecta para sostener estas estructuras corporativistas y complejizar las instrucciones básicas necesarias para operar en cualquier industria. Un broker aeronáutico, cuya labor involucra mayor complejidad técnica y riesgos superiores, así como operaciones mucho más onerosas, no requiere un organismo de contralor centralizado y monopólico que valide su desempeño.

La capacidad de generar confianza en sus clientes es lo que lo mantiene en escena. La industria inmobiliaria, en cambio, ha quedado atrapada en un laberinto de regulaciones inútiles, donde 21 regímenes y decenas de jurisdicciones departamentales determinan arbitrariamente, entre otras cuestiones, los precios mínimos y máximos para operar, en un sistema tan opaco como ineficiente.

Sin profundizar en las devastadoras consecuencias de los controles de precios, basta con señalar lo insostenible del sistema actual. La ley impone porcentajes mínimos y máximos para los servicios de intermediación comercial de manera arbitraria. Estos porcentajes no solo dependen del tipo de operación (alquiler, compra, venta, subasta, contrataciones comerciales, etc.), sino que también varían según la provincia, la jurisdicción e incluso el perfil del cliente.

Algunas normativas crean complejas distinciones entre compradores, vendedores, huéspedes e inquilinos, añadiendo criterios intrincados como la clasificación de las propiedades en vivienda única, familiar o en otras categorías innecesarias. En lugar de brindar claridad o justicia, este laberinto regulatorio solo genera confusión, paraliza el desarrollo del mercado y causa un daño profundo e innecesario a los consumidores, perpetuando un fatídico control de precios.

El escenario se vuelve aún más oscuro cuando se observan las prácticas persecutorias de estos organismos contra aquellos actores de la industria que operan con éxito y con la confianza de la gente, pero sin la “bendición” de la matrícula que vía normativas inútiles inventaron. Hasta el día de hoy, pueden encontrarse centenares de escraches públicos a individuos que, sin someterse a los rituales colegiados, logran destacarse en el mercado.

Estos colegios profesionales actúan como una especie de “Guardias Rojos” de la China comunista, señalando con el dedo inquisidor quién es legal y quién no, instaurando una cultura de miedo y represión en un ámbito que debería ser regulado únicamente por la competencia y la meritocracia.

Esta maraña regulatoria no solo ha frenado la innovación y restringido la competencia, sino que ha convertido a los consumidores en rehenes de un sistema que se sostiene gracias a la coerción y no a la calidad del servicio. Las tarifas mínimas, los aranceles fijos y las sanciones por ejercicio sin matrícula son, en última instancia, herramientas de control que perjudican a quienes buscan acceder al mercado en libertad.

El mercado inmobiliario argentino no necesita guardianes de la irrelevancia, sino competencia genuina. La verdadera profesionalización no se impone por decreto, se gana en el terreno de la competencia abierta. Argentina merece un mercado donde el único juez sea la calidad, la eficiencia y la libertad. Romper con estas cadenas no es una opción, es una necesidad. La burocracia y el corporativismo han demostrado ser obstáculos para el progreso, y sólo una liberación estratégica puede devolver al mercado la vitalidad y la justicia que tanto necesita.