La otra tarde

33 años. 396 meses. 12.045 días. 280.080 horas pasaron desde ese día

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Imagen de archivo del atentado
Imagen de archivo del atentado a la Embajada de Israel

33 años.

Números.

22 muertos identificados. 250 heridos.

En esos números, por detrás o por delante de esos números, se concentra el todo, como en el Aleph de Borges.

Personas. Mujeres y hombres asesinados, con sus nombres, historias de vida, preocupaciones, proyectos. Los sobrevivientes y los familiares.

En esos números está la mañana del martes 17 de marzo de 1992. Una mañana de sol, con el verano en retirada. La fila de quienes, en la vereda, esperaban la apertura del consulado. El saludo al llegar a la puerta de ingreso de Arroyo 916. Una rueda de prensa con el diplomático israelí Víctor Harel. La brevísima charla con Eliora, acaso sobre el ensayo del coro de la Embajada. La pera y el yogur, el almuerzo de Marcela. Ellas no sabían que morirían bajo los escombros.

El estruendo seco de la explosión que recibí al lado del ascensor, en el segundo piso del edificio de la Embajada.

Antes, un barrio apacible, pese a su cercanía con el centro de la ciudad, galerías de arte, barcitos. En Arroyo y Suipacha, una casona de estilo neo francés, construida por el arquitecto Alejandro Virasoro a fines de los años 20, y en los años 50 fue la embajada hasta el 17-M, en la que ese atentado la borró de la faz de la tierra, con nosotros adentro.

A las 14.50, en el viejo barrio Norte de Buenos Aires.

Gritos, bomberos. Sirenas, polvo, más sirenas, olor a pólvora -o lo que haya sido- impregnado en las narinas, durante meses y meses.

Mi viejo llega al lugar, me abraza. Días después, me muestra su traje ensangrentado. Es tu sangre, me dice. Sí, también es tu sangre, le respondo. No recuerdo absolutamente nada del abrazo que me dio. Veo esa foto en un diario semanas más tarde.

Escucho al motor de la ambulancia ponerse en marcha, parte hacia el hospital. Tengo pánico: no sé quién la maneja. ¿Serán los asesinos? Acostado en la camilla, con los pies hacia adelante, pateo las puertas traseras y con el impulso de no saber bien qué sucede, me tiro sobre la calle.

Están presentes -nítidas- las voces de mis compañeros muertos. Alegres, distendidas o no tanto. Los alumnos que antes o después saldrían del colegio de enfrente. El sonido de la campana de la iglesia Mater Admirabilis, que el padre Brumana escuchó ese día por última vez en su vida, antes de ser alcanzado por las esquirlas. El peatón Elowson y el taxista Cachiatto, justo pasaban por Arroyo 916, también fueron alcanzados por la explosión.

Las puertas de lo invisible son visibles, dice el poeta Daniel Chirom, aunque los jueces no las ven.

No hay condenados por el atentado, uno de los más graves de la historia argentina.

Hay que decirlo cuantas veces se pueda: No hay condenados.

Están los jóvenes que cada año, la noche anterior al 17-M, se convocan en la esquina de Arroyo y Suipacha, para recordar, para no olvidar. Ellos toman la posta.

Son la continuidad en la lucha por la justicia

Está la Plaza de la Memoria, por la generosidad y la valentía de León Wasserman: evitó que esa esquina, que la habían convertido en un páramo, hoy fuera un apart-hotel.

En la medianera sur de la Plaza se preserva intacto -como un espectro- el revoque ornamentado, recordatorio de lo que hubo y ya no está.

Entre los números: el recuerdo, la conmoción, el estruendo desde el segundo piso. Mis compañeros.

La Memoria, así, con mayúsculas.

Y la Impunidad, también con mayúsculas.