
En Argentina, los menores de 16 años tienen licencia para matar. No importa la gravedad de su crimen, la agresividad de su accionar ni la maldad de su designio: ellos no responden ante la justicia penal. Hay una suerte de “zona liberada” para que los menores no punibles se cobren la vida de cualquier ciudadano.
Eso pasó con la pequeña Kim Gómez, a quien dos adolescentes (uno de ellos no punible), la arrastraron salvajemente contra el asfalto, colgada del auto que habían robado, hasta producirle una dolorosa y sangrienta muerte.
No podemos naturalizar semejante barbaridad. Es tiempo de que los menores de 16 años dejen de ser inmunes a la ley penal. Porque sin premios y castigos, no hay modo de regular la vida en sociedad. Y hoy, en vez de castigarlos, se premia a los menores asesinos con la más absoluta impunidad.
Ellos deberían responder ante la justicia penal ni bien cumplidos los 13 años. No es un guarismo antojadizo, sino una derivación de la coherencia normativa: a partir de esa edad, el código civil y comercial considera que acaba la niñez y empieza la adolescencia, acompañándola de capacidad para ciertos actos jurídicos (artículo 25 y siguientes). Y a partir de los 13 años, el Código Penal considera que el consentimiento comienza a producir efectos jurídicos (antes de esa edad, conforme el artículo 119, no hay consentimiento sexual válido).
La experiencia empírica demuestra que a los 13 años todas las personas desarrollan la capacidad psíquica necesaria para lograr una suficiente comprensión de la criminalidad de su conducta. Es decir, a partir de esa edad, los menores ya pueden ser destinatarios de sanciones penales.
No avalo con eso la consigna “delitos de mayores, penas de mayores”. La severidad de la pena siempre debe ajustarse a la edad del perpetrador. Lo que no quita que, a partir de los 13 años, los menores ya deban ser castigados por sus crímenes.
Y, si bien la pena para los menores debe ser tan severa como grave el delito, nunca puede ser perpetua. Aunque los adolescentes sean imputables, no dejan de ser personas cuyo desarrollo intelectual y emocional es incompleto. Una decisión a esa edad, por muy atroz que sea, no puede definir la suerte de toda su vida.
En este punto, es bueno diferenciar la imputabilidad de la punibilidad. La imputabilidad es la capacidad para comprender la criminalidad del hecho, que –por regla– ya la tiene un adolescente de 13 años. La punibilidad, en cambio, es el momento a partir del cual el Estado considera prudente penalizar al menor (hoy es a los 16 años). Lo que se debe bajar es la edad de inicio de punibilidad, porque un adolescente de 13 años es, a todas luces, imputable (aunque hoy no sea punible).
No faltarán los juristas y políticos ideologizados que sostengan que a los menores no hay que castigarlos, sino contenerlos para promover su “inclusión social”. Esta postura rebosa de inmoralidad. Ante todo, porque el castigo es un acto necesario para que impere la justicia. No se puede apañar a delincuentes imputables –sean mayores o menores– en desmedro de las víctimas. Pero, además, el castigo es también una invaluable herramienta de inclusión social: es la inclusión del menor imputable en las reglas de la convivencia social.
Las cosas no pueden seguir como si nada hubiese pasado. Sería resignarnos a que, en poco tiempo, suceda un nuevo asesinato similar al que sufrió Kim. Porque la culpa de su muerte, sin dudas, fue de los criminales que la asesinaron. Pero también de todos quienes se rehúsan a la baja de la edad de la punibilidad penal.
Kim debe ser la última víctima a manos de menores no punibles. Los legisladores están en deuda con ella, con sus padres y con la sociedad. Es hora de que abran los ojos, vean el sufrimiento de las víctimas y sancionen, de una vez por todas, la ley que baje la edad de punibilidad penal a los 13 años.
El gobierno del presidente Javier Milei –es justo decirlo– siempre ha mostrado una clara intención en este sentido. Pero, sin importar el color político, los legisladores no pueden hacerse los distraídos. En el primer mes de sesiones ordinarias, el Congreso de la Nación –tanto en diputados, como en senadores– debería sancionar la ley por unanimidad.
Para finalizar, así como otras leyes se denominaron haciendo homenaje a alguna víctima cuyo caso conmocionó y movilizó a la sociedad, propongo –previo consentimiento de los padres– que a esta ley se la llame “Ley Kim”. Les aseguro que la acompañará el clamor de todo un país.
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