Los cortes de luz afectan a los argentinos desde hace décadas pero la solución jamás llega

La falta de energía de ayer colapsó buena parte de la Ciudad de Buenos Aires. Caos de tránsito, altas temperaturas. Los porteños han pasado por esto en varias ocasiones. Todo es igual, cambian las excusas

Guardar
Hace 64 años también se
Hace 64 años también se hablaba de los cortes de luz

Uno no aprende nunca. Guarda papeles, tiene su archivo propio, busca, rebusca consulta… y llora. A mi izquierda, mientras escribo, tengo la tapa del diario Clarín del 20 de enero de 1961, hace sesenta y cuatro años. Refleja la fracasada invasión mercenaria a Cuba, patrocinada y sostenida por Estados Unidos. Esa es otra historia. Pero en el ángulo inferior derecho, entre comillas, el diario citaba el anuncio feliz de un funcionario anónimo: “No más cortes de luz”.

Parece mentira. Pero es verdad. Sesenta y cuatro años y todo sigue igual. El gigantesco corte de energía que afectó ayer al centro de la Capital y, desde el día anterior, al resto de la ciudad y a gran parte del conurbano, eso implica millones de personas sin luz, es un tétrico calco del pasado: lo padecieron nuestros abuelos, nuestros padres, nuestros hermanos y lo padecen hoy nuestros hijos y nietos. Más de cinco generaciones. La ecuación es siempre la misma: ola de calor, cortes de luz. Ayer al mediodía, cuando el gran apagón producto del estallido de un cable de alta tensión, la sensación térmica era de cuarenta y cuatro grados. Buenas tardes.

Todo es igual, pero cambian las excusas. La Secretaría de Energía, siempre el anonimato, explicó que había habido una falla en dos líneas de alta tensión de 220 KV de Costanera Hudson…”. Flaco, el drama ya lo conozco: dame la solución. Y agregó la burocracia: “Se está investigando para proceder al marco regulatorio en lo que a multas y sanciones se refiere…”. Flaco, dejate de pavadas y devolveme la luz. Si me vas a tomar por tonto, que no sea a oscuras.

Ayer el mundo que conocimos era un caos: se silenciaron los semáforos, los subtes, nacieron embotellamientos que impedían el paso de ambulancias y autobombas, hubo demoras en los trenes del Sur, el Obelisco era un nido de hormigas pateado por un gigante, no había policías suficientes para controlar el tránsito porque no había un poli para cada esquina: se desplegaron trescientos agentes, que son muchos, pero no alcanzaban. Y el calor apretaba.

En las casas y departamentos, la emergencia era menos caótica pero proyección más peligrosa. Casas sin luz implica que no hay Internet, ni televisión, ni tablets, ni iPads, ni laptops, ni mails, ni redes sociales, ni smartphones, ni WhatsApp: el medioevo. Los sistemas de alarma hogareños dejaron de funcionar. La gente corrió a comprar botellones de agua mineral porque, un corte prolongado de luz agota el tanque de agua de los edificios; los expertos llenaron las bañeras para disponer de agua a echar en los inodoros cuando fuese necesario, como en el lejano oeste, sin comanches, por ahora; los precavidos corrieron a agotar el stock de velas del chino de la esquina: volvimos a las cavernas.

No hay nada más doloroso que caer en el pasado desde lo alto del progreso. Incluso cuando el progreso no sea tan alto. Los sentimentales de siempre, esa calidad humana en peligro de extinción, pensaron en los quirófanos, en las unidades de terapia intensiva, en los ancianos que viven en pisos altos, en los bebés en sus incubadoras. Bah, los románticos de siempre: con esa gente no hacemos nada, ¿verdad?

Hace sesenta y cuatro años, cuando el progreso no había llegado, los cortes de luz provocaban la misma desazón, la misma incertidumbre, la misma angustia. Somos incorregibles. Porque a los cortes de luz, en los años 60 se agregaba cierto desabastecimiento de kerosén, en los barrios donde todavía no había llegado el gas natural. Te vendían diez litros por familia en el almacén de don Antonio. Si eras cliente fiel, el viejo te vendía un poco más de combustible a la hora de la siesta por la puerta particular de la despensa: éramos unos niños que contrabandeaban derivados del petróleo.

Los cortes siguieron en los años en los que el progreso técnico, industrial y social mejoró la vida nuestra de cada día. Con la luz no había caso: dos por tres se cortaba y te dejaba sin radio, lo que para los que no tenían tele era una tragedia doble. Ni hablar de los cortes de luz durante el tercer gobierno peronista de los años 70 porque, entonces, había escasez de alimentos. Y de jabón. Y de fruta, según donde vivieras: en La Plata no hubo fruta en la primavera del 75. Y arreglate como puedas. Y también faltaba papel higiénico. Eso llevó a que Susana Rinaldi, que deslumbraba con un show personal en el viejo y querido Embassy de la calle Suipacha, encarnar a una diva laxa y extenuada que reflexionaba: “¿Vio, señora? No hay papel higiénico… No se consigue. Y bueh… Total, para lo que una come…”.

El Obelisco. Ayer hubo enorme
El Obelisco. Ayer hubo enorme nudo de autos producto del corte de energía. Además la ciudad era un horno (JUAN MABROMATA / AFP)

Los que fuimos pioneros, en cualquier profesión, y trabajamos sin tablets, ni laptops. Ni redes sociales, ni teléfonos inteligentes, quedamos sepultados en el aluvión de los cortes de energía que sellaron el destino del gobierno de Raúl Alfonsín en enero de 1989. Pleno verano, por cierto. El Estado dio asueto a su personal, igual que hizo hoy el gobierno con parte del personal del Congreso. Y programó cortes de luz por sector y de cuatro horas diarias. La pregunta del millón era: “A vos, ¿Cuándo te toca?”. La peor hora era la noche, o la madrugada, según el gusto del consumidor. Los noctámbulos dejaban su casa a oscuras y pasaban las cuatro horas yirando por la ciudad, al amparo de un buen libro en un buen café, con un buen trago tal vez, en los bares de los barrios iluminados. Regresaban al amanecer, los cortes siempre duraban más de las cuatro horas prometidas, a evaluar daños: cómo olía la heladera, por ejemplo. Fue la época en la que nacieron los equipos electrógenos adosados a los hospitales, cuando los más pequeños, de uso particular, todavía eran un sueño. Nos hicimos gasoleros.

El menemismo, sobre todo después del drama económico conocido como “efecto tequila”, también padecimos cortes de luz. Pero ya estábamos cancheros. Además, el menemismo endiosaba la fruslería y fuimos más propensos a reírnos de la tragedia. El boom de la época era el “freezer”. En plena época de cortes un amigo me confió: “Me cortaron la luz el viernes, así que vacié el freezer y llevé todo al a casa de mi mamá, que tenía luz. Cuando se la cortaron a ella, fui a buscar todo porque yo ya tenía luz… Así fue mi fin de semana: saqué a pasear a la carne congelada”.

Para hacerla corta, por las dudas se corte la luz, en 2013 el kirchnerismo padeció su propia crisis de energía, con los termómetros por arriba de los cuarenta grados. Con esa fantástica habilidad de convertir al desastre en virtud, el entonces jefe de Gabinete, Jorge Capitanich dijo muy suelto de cuerpo y sin ruborizarse que los cortes eran “fruto del acceso masivo de la gente a los aires acondicionados”. Era un disparate, pero reflejaba el pensamiento del gobierno de entonces: el progreso daña, el confort destruye, el desarrollo deteriora y quebranta. El progreso está allí, al alcance de la mano. Pero es peligroso. Caramba con nuestros estadistas.

Para enfrentar el desastre, el gobierno recurrió al manual de siempre: asueto y excusas. Si la crisis se prolonga, el manual prevé las mismas viejas medidas.

Habrá que llenar las bañeras, almacenar bidones de agua, racionarla, eliminar el molesto baño diario y cruzar los dedos. Somos campeones en el difícil arte de caminar por la cuerda floja. Pero ya cansa un poco.