
Si un jurista extranjero estudiara nuestra Constitución con el objetivo de mudarse a vivir a nuestro país padecería una desagradable sorpresa al arribar a nuestras costas. De modo inmediato percibiría que sus meses de estudio no sirvieron de mucho. Advertiría que en el mundo jurídico argentino existen “verdades constitucionales” que, insólitamente, contradicen las normas escritas y, peor aún, crean obligaciones infranqueables que, pese a tal carácter, no surgen de artículo alguno del texto constitucional, ni se desprenden de las convenciones de tal jerarquía.
Si este jurista fuera, además, un positivista ingresaría en un estado de profunda desazón. En efecto, no soportaría el espectáculo de contemplar a varios de nuestros constitucionalistas condenando severamente, cual redivivos catones, a todos aquellos que no comparten, al pie de la letra, estas supuestas “verdades constitucionales” carentes de sustento normativo.
Pues bien, el debate jurídico suscitado en torno a la cobertura de las vacantes de la Corte Suprema, que tiene ya varios años, se inscribe dentro del descripto escenario de hemiplejía jurídica: se niega la vigencia de las normas escritas y, a su vez, se imponen a sus actores -caprichosa y arbitrariamente- obligaciones jurídicas inexistentes.
Pese a que existe una norma constitucional especial -el art. 99 inc. 19- que autoriza al Presidente a nombrar jueces en comisión para la Corte Suprema, ese grupo de constitucionalistas afirman, de modo sistemático y unánime, que tal proceder es flagrantemente inconstitucional.
De modo paralelo, siempre para-normativo, frente a la expresa facultad concedida al Presidente de seleccionar, con razonable discreción, a los abogados que considere idóneos para ser jueces de la Corte -art. 99 inc. 4-, estos mismos conspicuos señores afirman que si la Corte se integra solamente con varones o con predominio de magistrados de un origen geográfico determinado, también se estaría violando flagrantemente la Carta Magna ¿Cuáles son las normas constitucionales que obligan positivamente al Presidente a nombrar un cupo mínimo de mujeres o a considerar equilibrios geográficos? Ninguna.
Sin embargo, nada los detiene. Sistemáticamente baten el parche, ad nauseam, con estas afirmaciones aventuradas -que no son las únicas- pretendiendo generar en la población, en materia constitucional y legal general, un falso “sentido común jurídico”.

De modo diametralmente opuesto cabe señalar que nuestras normas constitucionales establecen, de modo expreso, que: a) el Presidente posee la facultad exclusiva, durante el receso del Senado y existiendo vacantes, de nombrar jueces de la Corte Suprema en comisión, con mandato hasta el final del siguiente período legislativo y; b) para el nombramiento de los jueces permanentes del Alto Tribunal, la selección de las personas es discrecional del Presidente, sin otro límite que la idoneidad del elegido (art. 16) y las condiciones del art. 111 de la Carta Magna.
Visto lo anterior, seguramente nuestro pobre jurista extranjero adquirirá una tormentosa conciencia de que existe en Argentina alguna idea de “calidad institucional”. Sin embargo, esta idea, contra toda lógica, consiste, curiosamente, no en acatar las normas escritas, sino en obedecer a directivas que solamente habitan en la cabeza de algunos sesudos juristas a los que no parece interesar los textos constitucionales.
La obligatoriedad de esas directivas para-normativas proviene de que políticos, periodistas y doctrinarios las hacen suyas repitiéndolas religiosamente, como si se tratara de dogmas, estos sí, bajados del cielo. Decimos dogmas porque se presentan como verdades inconcusas; quienes osamos contradecirlas nos exponemos, muchas veces, a ser condenados como ignorantes o herejes.
Pues bien, seguramente nuestro ingenuo jurista extranjero abandone prontamente nuestra patria. A nadie que ha estudiado derecho (y cabe suponer le agradan los juicios racionales) le podría gustar vivir en un mundo jurídico signado por la esquizofrenia, donde las normas no importan y, concomitantemente, hay que someterse a una agenda ideada por constitucionalistas progresistas y activistas.
Se trata de sujetos que creen, a partir de sus ideas sobre la reforma constitucional del año ‘94, que puede disponerse la derogación tácita de normas o enteros institutos constitucionales que aquella reforma dejó intactos, sin siquiera mencionarlos en los debates. Creen también que, montados sobre esa reforma, pueden establecer una nueva Constitución, aduciendo que la interpretan y dejando de lado la práctica anterior cuando esta no conviene.
En el caso de estos subvertidos del ‘94 sus ideas sobre la reforma constitucional resultan congruentes con su furioso progresismo. Se me ocurre que estos juristas tienen guardados en sus escritorios, secretamente, dos cuadritos: uno dice “el derecho constitucional soy yo”; el otro “que la honestidad intelectual nunca sea excusa o motivo para impedir una nueva conquista al programa ideológico”.
El decreto 137/2025
Dicho todo lo anterior cabe referirse, de modo concreto, a la designación de los abogados Ariel Lijo y Manuel García Mansilla como jueces en comisión de la Corte Suprema mediante el decreto del epígrafe.
Ello, en cierto punto, resulta un deber, atento la inusitada irresponsabilidad y ligereza de ciertas opiniones vertidas en la prensa en relación a dicho decreto, incluidas la de una alta jueza provincial y un constitucionalista que hablaron, respectivamente, de una Corte “ilegítima” y de un decreto “nulo de nulidad absoluta”.
Resulta menester señalar pues lo siguiente: a) el decreto 137/2025 es constitucional y válido; basta remitir a sus sólidos fundamentos, coherentes con nuestra historia constitucional, sus antecedentes y la jurisprudencia invariable de la Corte Suprema, para refutar todas las débiles objeciones jurídicas que se levantan en su contra; b) el doctor Manuel Garcia Mansilla y el juez Ariel Lijo fueron designados en comisión hasta el 30.11.25 fecha en que caducan sus mandatos, salvo que se prorroguen las sesiones del Congreso en cuyo caso el plazo máximo se podría extender hasta el 28.02.2026 (cf. Fallos: 206:130); c) un eventual rechazo de sus pliegos por el Senado, actualmente con estado parlamentario, resulta inoponible a su designación en comisión por el Presidente por el plazo antes referido, pues se trata del ejercicio de una facultad constitucional exclusiva del Presidente, que no precisa del acuerdo del Senado (cfr. Fallos: 286:23); d) los nombramientos referidos constituyen, en términos objetivos, una respuesta razonable del Poder Ejecutivo frente al hecho de que el Máximo Tribunal tiene una vacante que arrastra tres años y está desintegrado desde el retiro del Dr. Maqueda, por requerir sus decisiones una mayoría que, actualmente, implicaría una unanimidad cuya factibilidad es, en ciertos casos, difícil y, en otros, imposible. Por demás, nunca puede postularse como “mejor” para el funcionamiento de la Corte soluciones transitorias ideadas por el propio tribunal, respecto a aquellas previstas por la Constitución.
En consecuencia, el decreto 137/25 representa el funcionamiento de los mecanismos de “frenos y contrapesos” del ordenamiento constitucional que, para situaciones como la suscitada por la inacción el Senado y la desintegración funcional en la mayoría del Alto Tribunal, prevén una solución en su art. 99 inc. 19: la autorización al Poder Ejecutivo, durante el receso del Congreso, a la designación de jueces en comisión cuyos mandatos “expirarán al fin de la próxima Legislatura”.
Finalmente, no resulta ocioso recordar aquí que, un constitucionalista intelectualmente honesto, lamentablemente fallecido, el Dr. Gregorio Badeni, expuso brevemente hace unos años los fundamentos constitucionales que hacen, hoy, del decreto 137/25 un instrumento válido.
La Corte Suprema confirma la validez del decreto 137/25. Fin de la larga impostura.
Dictado el decreto 137/25 y atento a que el Dr. García Mansilla cumplía con las formalidades a las que alude su art. 3, el Presidente de la Corte Suprema, Dr. Horacio Rosatti, procedió a tomarle el juramento correspondiente para que asumiera sus funciones. El acta respectiva, del 27.02.25 lleva la firma de los tres jueces de la Corte que, con ello, acataron el decreto presidencial 137/25.
Como dijimos antes, la constitucionalidad del acto presidencial es inobjetable y con su comportamiento la propia Corte Suprema lo confirma. Haberse opuesto al decreto sería, por demás, negar el texto mismo de la Constitución, avanzar sobre facultades exclusivas del Presidente -no menos importantes que las del Senado- y negar jurisprudencia centenaria del propio tribunal relativa al art. 99 inc. 19 de la Carta Magna.
Correcta conducta del Dr. García Mansilla

No puedo evitar una consideración respecto a algunas críticas relativas al acto formal de juramento del Dr. García Mansilla, en la que participaron exclusivamente los jueces de la Corte Suprema y sus funcionarios, sin familiares ni invitados del nuevo juez.
Debo decir que tales críticas están viciadas de mala fe. El Dr. García Mansilla fue nombrado juez de la Corte en comisión, con un mandato que caduca el 30.11.25 o, eventualmente, el 28.02.2026. Su posición es la de quien ejerce un empleo temporal, con fecha de vencimiento. Debe recordarse nuevamente que el cargo de juez de la Corte Suprema, conforme la terminología constitucional, es un empleo en el gobierno federal (art 110), palabra que el texto constitucional repite en el art. 99 incs. 4, 7 y 13.
No podía rodearse al juramento del Dr. Garcia Mansilla, en términos formales ni personales, de un carácter que, por su limitación temporal, carece. Ello hubiera sido contrario a las normas de decoro que debe revestir el ejercicio de una función judicial temporaria. Sin perjuicio de que el Senado de la Nación, que tiene su pliego bajo tratamiento y es un órgano político, podría leerlo como una provocación. La eventual asunción del Juez Ariel Lijo debería replicar el mismo carácter sobrio, cerrado y estricto.
Finalmente, debe señalarse que no existe contradicción entre lo expuesto por el Dr. García Mansilla en su audiencia ante el Senado respecto al contexto que rodeó los nombramientos en comisión del año 2015 y el actual. No solo la ciudadanía tuvo oportunidad de participar y controlar activamente los antecedentes de los candidatos en el marco del decreto 222/03 y del Reglamento del Senado de la Nación (lo que no ocurrió en el 2015) sino que, a diferencia de aquel momento, la Corte todavía tiene una vacante que lleva varios años sin haber sido cubierta. Además, el año de inacción del Senado es la inmensa diferencia entre aquel contexto y el presente: al Senado puede no gustarle los candidatos propuestos por el Poder Ejecutivo pero, si ése es el caso, debe rechazar los pliegos y exigir el envío de otros y no mantenerse inerte, permitiendo que la Corte se vaya desintegrando. Si quienes hablan conocieran la jurisprudencia de la Corte respecto a esta inactividad del Senado en la cobertura de vacantes judiciales -a la que me refiero más abajo- deberían optar por un saludable silencio.
Actitud prudente del Senado. Los antecedentes de los presidentes radicales Hipólito Irigoyen y Raúl Alfonsín y la resolución de la Corte Suprema del 23 de noviembre de 1990
Lo que se acaba de exponer respecto a la inacción del Senado, sumado a la convalidación unánime por la Corte Suprema del decreto 137/25, deberían llevar a la Cámara Alta, en sus diferentes facciones partidarias, a adoptar una actitud prudente en materia de cobertura de cargos judiciales vacantes, situación que constituye un gravísimo problema para toda la sociedad argentina.
Con el debido respeto al alto órgano político, creo que deberían mirar más el comportamiento y, en este caso, el ejemplo del senador Vicente Leónidas Saadi durante el periodo 1983-1989 (durante la crisis de representación del peronismo posterior a 1983) antes de caer en un enfrentamiento con el Poder Ejecutivo que, en esta materia, no solamente no conduce a nada, sino que daña a la población.
La sociedad argentina necesita que los cargos judiciales sean cubiertos pues, como dice la Corte en este precedente del año ’90 “toda demora en la cobertura de vacantes judiciales perjudica al servicio de la justicia”; a lo que agrego que dicho servicio debe ser efectivamente prestado por sus titulares y responsables constitucionales.
El Senado debería mirar también, en esta materia, su propia historia, vinculada a la figura señera del presidente radical Hipólito Irigoyen y a la de los presidentes Alfonsín y Menem que, respecto a la correcta interpretación del artículo 99 inc. 19 de la Constitución, puede rastrearse en la jurisprudencia de la Corte de Fallos: 313:1232. A su lectura remito.
Aparece allí, frente a las voces interesadas de algunos supuestos expertos constitucionalistas (que no suelen pasar de comentaristas compulsivos), la figura egregia del senador riojano Joaquín V. González, sentando el correcto alcance del art. 99 inc. 19 de la Constitución y su empleo por el Presidente Irigoyen. La Corte lo recuerda, en este precedente del año ‘90, como un “episodio memorable” que provocó la emisión del Dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del 24 de agosto de 1917, luego incorporado al Reglamento del Senado.
Dictamen éste que, en la sentencia del Alto Tribunal, donde se adivina la pluma del juez Enrique Petracchi, desarrolla la “tesis que, por su antigüedad y permanencia, tiene (…) elevada significación histórica” por lo que “merece respetuosa consideración”, poseyendo “una fuerza difícilmente superable y una altísima autoridad institucional”. No es otra cosa que la jurisprudencia -coincidente y doblemente centenaria- sobre nombramientos de jueces en comisión de las supremas cortes de Estados Unidos y de la Argentina; la misma jurisprudencia que los jueces Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti, con buen criterio, no se atrevieron a violar el 25 de febrero pasado.
Parecería recomendable que, con base en ello, el Senado se disponga a hacer eficazmente su trabajo respecto a las vacantes judiciales “existentes”, para lograr su cobertura inmediata, con las lógicas y necesarias negociaciones políticas que deba llevar adelante con el Poder Ejecutivo Nacional.
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