Uno o muchos planes educativos: ¿por qué siempre fracasan?

Necesitamos un sistema educativo en el que las familias tengan el control, la calidad se mida con transparencia y las escuelas compitan por ofrecer la mejor formación

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Escuela primaria (NA)
Escuela primaria (NA)

Hace pocos días, Martín Krause publicó en este mismo espacio una interesante nota titulada: “Uno o muchos sistemas educativos: ¿cuál será el próximo? La misma es especialmente oportuna ante otro de los interminables cambios de planes educativos a los que nos tienen acostumbrados aquellos que coyunturalmente tienen la responsabilidad de la conducción del área, en las distintas jurisdicciones.

En este caso, tanto la provincia como la ciudad de Buenos Aires han puesto en marcha sus respectivos planes, ambos reconociendo que los anteriores no han dado buenos resultados y destacando los puntos débiles de la educación de sus distritos.

Como señala Krause: “Para la realización de estos planes se han realizado innumerables reuniones entre funcionarios, maestros, profesores, especialistas porque la existencia de un plan requiere del consenso si no completo al menos importante entre los que luego habrán de llevarlo adelante. Y una vez aprobado, otra tanta cantidad de reuniones para capacitarlos. Dentro de tres, cuatro u ocho años veremos el proceso repetirse con nuevos congresos, nuevas jornadas y nuevos planes que plantearán nuevas metodologías o nuevos contenidos teniendo en cuenta las preferencias ideológicas de futuros gobiernos o los inevitables cambios en las tecnologías”. Es claro que tiene razón: es un círculo vicioso.

Volver a empezar, una y otra vez. En el terreno de la educación, este fenómeno es especialmente evidente y, de sobremanera, costoso. Veamos si no lo que sucede cada vez que asume un nuevo gobierno. Lo primero que escuchamos es un diagnóstico sombrío: el estado del sistema educativo es desastroso, lo cual por cierto no dista de representar nuestra realidad; todo lo que se hizo antes está mal, y la tarea del nuevo gobierno será reformarlo. Esta narrativa de empezar desde cero se ha vuelto un ciclo interminable. Las nuevas autoridades critican las gestiones previas y proponen grandes reformas que sistemáticamente fracasan en lograr cambios sostenibles. Y mientras tanto, los estudiantes son las víctimas de un sistema que parece estar siempre en fase de reconstrucción. Lo irónico del caso es que ello no sólo ocurre entre gobiernos de partidos políticos opuestos, sino incluso entre administraciones del mismo signo político, como lo demuestra la actual reforma educativa del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Volviendo a la nota de Martín Krause, el autor señala con absoluta razón que “pretender que una persona o un grupo de expertos sepa cuál es la mejor forma de educar a nuestros niños y jóvenes es arrogante y, en definitiva, al buscar imponerla a los demás, autoritario. Como hay distintas preferencias, capacidades, habilidades, tanto en los maestros como en los niños y jóvenes, hay una innumerable cantidad de alternativas para cada caso. Es imposible saberlo desde arriba”. Por lo cual propone “un orden abierto en la educación, el cual generaría innumerables opciones: algunas se adaptarían mejor a ciertas preferencias (Montessori o Waldorf por ejemplo) otras ensayarían nuevas metodologías y contenidos y podríamos de esa forma saber cuáles dan mejores resultados. No sería un sistema impuesto a nadie en particular o sería un sistema flexible que ensayaría y adoptaría todo tipo de novedades”.

¿Cómo lograrlo? La solución es clara: otorgar a las instituciones de gestión privada la autonomía para determinar sus propios planes de estudio, sin la constante injerencia de los gobiernos de turno.

En lugar de retrotraer todo a fojas cero cada vez que cambia un gobierno, esta reforma permitiría a las instituciones educativas de gestión privada generar un ciclo continuo de mejora y evolución, basado en la experiencia acumulada y la capacidad de innovación. Serían los propios padres, ya no los expertos coyunturalmente a cargo de delinear las políticas educativas, quienes fiscalizarían a las escuelas a partir de la imprescindible publicidad de toda evaluación que se lleve a cabo.

¿No vale la pena evaluarlo? Yo creo que sí. De lo contrario, seguiremos atrapados en este laberinto de reformas estériles, donde cada nuevo gobierno borra de un plumazo lo anterior, sin generar soluciones reales.

El futuro de nuestros hijos no puede depender de la coyuntura política. Necesitamos un sistema educativo en el que las familias tengan el control, la calidad se mida con transparencia y las escuelas compitan por ofrecer la mejor formación, gracias a la autonomía que les permitiría innovar y responder a las verdaderas necesidades de los estudiantes.

No podemos seguir desperdiciando generaciones enteras en este sistema fallido. La educación debe liberarse de las ataduras políticas y convertirse en un motor de desarrollo basado en la innovación, la autonomía y la exigencia de calidad. Necesitamos romper definitivamente con este círculo vicioso y permitir que las escuelas de gestión privada gocen de la libertad necesaria para liderar el cambio. Solo así dejaremos de arrastrar la piedra de Sísifo y comenzaremos, de una vez por todas, a construir un futuro mejor para nuestros jóvenes.