En un mundo en crisis, la fe puede ser la solución o la destrucción

No hay lugar en la fe para justificar matanzas ni privaciones de la dignidad. Cualquier interpretación que tienda hacia esas posiciones no solo representa un error sino la antítesis misma del objetivo de la religión

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Miembros de Hamas, durante la
Miembros de Hamas, durante la liberación de rehenes

La existencia humana, marcada por su dinamismo incesante, se encuentra en un estado de perpetua vulnerabilidad. Las sociedades, tanto en su dimensión colectiva como en la esfera individual, están constantemente expuestas al espectro de la guerra, los conflictos, los colapsos económicos y las catástrofes que, lejos de ser meros accidentes del destino, son en gran medida el resultado de sus propias acciones. La humanidad avanza, pero su avance no está exento de peligros: allí donde el progreso florece, también germinan las semillas de su posible destrucción.

En este contexto de inestabilidad y crisis, la religión sigue ocupando un papel central en la construcción de sentido y orientación moral. La fe no ha desaparecido; lejos de ello, la creencia en los textos sagrados y en sus enseñanzas se mantiene vigente y, en algunos casos, incluso se intensifica. Sin embargo hay un problema. El problema está en la forma en que es comprendida y aplicada esa fe. Una fe sin reflexión y sin comprensión, desligada del conocimiento y el estudio, aferrada a ideas ilusorias y concepciones políticas, intereses y rivalidades, se convierte en una devoción errada que, en lugar de beneficiar, perjudica a la sociedad y al creyente.

Los textos bíblicos apuntan a optimizar la sociedad y ese es su gran objetivo. Vienen a regular y guiar al ser humano en todos los ámbitos de la vida, en todas las actividades diarias, sociales, familiares, mundanas y seculares. La religión busca regular el instinto de supervivencia egoísta y guiarnos hacia una sociedad formada por seres compasivos y empáticos que, en la búsqueda de la unión, crean normas de respeto y tolerancia. No hay lugar en la fe ―comprendida correctamentepara justificar matanzas ni privaciones de la dignidad. Cualquier interpretación que tienda hacia esas posiciones no solo es un error sino la antítesis misma del objetivo de la religión.

En un tiempo donde la humanidad enfrenta con crudeza las consecuencias de su propia voracidad —guerras, crímenes, injusticias, corrupción y una alarmante indiferencia ante el sufrimiento ajeno— se vuelve imperativo recordar a quienes sostienen su fe en las Sagradas Escrituras que estas no son meros vestigios del pasado, simples relatos simbólicos ni convocatorias a la realización de conjuros y ritos. Las Sagradas Escrituras son, en esencia, un llamado a la paz, al entendimiento, a la justicia y a la misericordia.

Con demasiada frecuencia, los seres humanos se pierden en especulaciones místicas y abstracciones sobre el más allá, descuidando las urgencias ineludibles del más acá. Seres sensatos se dejan llevar por líderes inescrupulosos, que abusan del desconocimiento de los fieles y los llevan a confiar en una religión que no es tal.

En esta tierra, en el mundo tangible en el que habitamos, donde Dios nos ha colocado, no como meros espectadores, sino como guardianes de la vida y del orden creado, la fe no debe ser un refugio para la evasión, sino un compromiso activo con la realidad, un impulso que nos convoque a construir una existencia más digna, más justa y más compasiva.

El desafío para quienes creen no es simplemente sostener su fe, sino examinarla con rigor intelectual. La pregunta fundamental no es solo en qué creemos, sino cómo nuestra fe puede servir como un instrumento para mejorar el mundo. La auténtica religiosidad no debe ser un refugio en la ignorancia, sino una fuerza que, unida a la razón y a la sabiduría, contribuya al bienestar humano. La verdadera fe no tiene lugar para justificar matanzas: las exhortaciones fundamentales de los textos sagrados nos llaman a una vida noble, de pureza, armonía y paz. Desde el mismo Génesis, se nos recuerda una verdad que precede a cualquier división humana: todos somos hijos de un mismo origen, formados por la misma voluntad creadora. En su esencia más pura, la existencia no fue concebida para la guerra ni para el odio, sino para la fraternidad y la cooperación. ¿Cómo pasamos de la religión del Génesis a otra que exige matanzas de civiles en su nombre?

La fe nos convoca a cuestionarnos nuestras acciones a diario para mejorar nuestro accionar y, de ser necesario, corregir el rumbo. ¿Cuál será nuestro cuestionamiento hoy? ¿Qué responderemos?

Hoy, más que nunca, todos los creyentes, de todas las religiones, de todos los sectores, de todas partes del mundo, que son una fuerza arrolladora, deben cuestionarse: ¿a dónde nos llevaron nuestras acciones en nombre de Dios? Si la respuesta es hacia la misericordia y la generosidad, con vistas a la unión, entonces podremos continuar en ese camino y volveremos a cuestionarnos mañana si seguimos en el sendero correcto para corroborar que no nos hayamos desviado. Si la respuesta es una justificación inescrupulosa de actos de maldad e incluye la deshonra y el sufrimiento de otras personas, deberemos empezar de nuevo y retomar el camino de las leyes fundamentales de la fe, que apunta al amor, la bondad y la misericordia.

Si los creyentes despertaran con esta conciencia de paz y se levantaran con un espíritu renovado de reconciliación hacia la nobleza, se podría transformar nuestra realidad. Quizás es hora de que las personas de fe realicen, juntos, una revolución de paz, una vuelta a la armonía de la creación, donde la vida vuelva a ser el valor supremo y donde nuestras acciones reflejen el espíritu con el que fuimos concebidos, como lo enseñan las Sagradas Escrituras, que si son sagradas en lo que dicen, deberían ser sagradas también en la acciones de los que las siguen.

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