El principio de revelación en el Derecho

La razón y los avances científicos sustentan valores esenciales como justicia e igualdad. Estas verdades orientan normativas jurídicas hacia el respeto y el bienestar colectivo

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Quien revela la verdad con
Quien revela la verdad con el tiempo: es un sabio justo

El tratado Pirkei Avot (Ética de los Padres) es una de las secciones más filosóficas del Talmud, dedicada a la sabiduría ética y moral. En el capítulo 5, Mishná 7, se establecen distinciones entre diferentes tipos de personas en función de cómo se relacionan con el aprendizaje y el conocimiento. El texto explica que existen siete tipos de personas hay en relación con el aprendizaje:

1- Rápido para aprender y rápido para olvidar: su ganancia es nula.

2- Lento para aprender y lento para olvidar: su pérdida es nula.

3- Rápido para aprender y lento para olvidar: es sabio.

4- Lento para aprender y rápido para olvidar: es una desgracia.

5- Quien dice algo que no ha oído nunca antes: es un mentiroso.

6- Quien es capaz de escuchar y repetir con precisión: es sabio.

7- Quien revela la verdad con el tiempo: es un sabio justo.

La verdad que se revela con el tiempo

La última categoría, “quien revela la verdad con el tiempo”, es clave en nuestra discusión. ¿Qué significa esta afirmación? Ante todo, implica que la enseñanza implícita es que la verdad no siempre se reconoce de inmediato. La persona que no se apresura a emitir juicios, sino que investiga, analiza y deja que los eventos y la reflexión sigan su curso, es el verdadero sabio. Con toda seguridad, esta idea se contrapone a aquellos que hablan antes de tiempo o que distorsionan la realidad por apresuramiento.

Sucede que, en efecto, en muchas situaciones, los hechos no son claros desde el inicio. El tiempo, al permitir la observación de las consecuencias y la acumulación de pruebas, revela la verdadera naturaleza de los eventos.

Un ejemplo clásico es la historia de Noé y el diluvio. Durante mucho tiempo, Noé predicó la inminente catástrofe y fue ignorado y ridiculizado. Fue así que solo cuando las aguas comenzaron a cubrir la tierra, la verdad de sus advertencias se reveló con toda su fuerza. Lo mismo, en la historia de José y sus hermanos, los hermanos inicialmente creyeron que eliminar a José era la mejor solución, pero con el tiempo, la verdad de su error quedó expuesta. Cuando José fue vendido como esclavo, parece haber sido traicionado de forma irreversible. No obstante, con el tiempo, su destino lo lleva a convertirse en virrey de Egipto y a salvar a su familia del hambre. Lo que en un primer momento parecía un acto de injusticia, con el paso del tiempo se revela como parte de un plan mayor.

Además de las narraciones bíblicas, la historia está llena de ejemplos de figuras que fueron rechazadas en su tiempo, pero cuya verdad fue reivindicada posteriormente. Galileo Galilei, por ejemplo, fue condenado por la Iglesia por defender el heliocentrismo, una idea que iba en contra de los postulados de su época. Sin embargo, con el avance del conocimiento, su teoría fue aceptada universalmente y transformó la comprensión del universo.

Sobre la prudencia y la verdad.

La Mishná, texto sagrado del judaísmo, explica que un juez justo no toma decisiones apresuradas, sino que deja que el tiempo revele los hechos. Sucede que, en efecto, muchas veces una decisión inicial puede ser errónea, y solo con el desarrollo de los eventos se entiende la verdad subyacente. Es por esa razón que una persona justa, en rigor, espera, observa y juzga en el momento adecuado.

Con toda seguridad, esta enseñanza es extremadamente relevante en nuestra época, donde el acceso a la información instantánea a menudo nos lleva a sacar conclusiones precipitadas. En debates políticos, jurídicos o incluso en la vida cotidiana, muchas veces solo el tiempo permite que la verdad real emerja.

En ese sentido, el Pirkei Avot 5:7 nos recuerda que la verdad no siempre es instantánea, y que el verdadero sabio es aquel que no se precipita, sino que deja que el tiempo haga su trabajo. Esta enseñanza no solo aplica al estudio y la ley, sino a la vida misma: la paciencia y la observación revelan la verdad más que cualquier juicio apresurado.

En esa comprensión del asunto, la afirmación de que la verdad se revela con el tiempo implica que el conocimiento humano es limitado y progresivo. De hecho, no siempre podemos comprender plenamente una situación en el momento en que ocurre, y muchas veces, solo con la distancia temporal podemos ver con claridad lo que antes permanecía en duda o en sombra.

El principio de revelación en el derecho

En el ámbito del derecho, el principio de revelación también juega un papel crucial. Muchas normas jurídicas y doctrinas que fueron cuestionadas en su tiempo se consolidaron con el paso de los años gracias a su solidez racional y ética. Ejemplo de ello es la evolución de los derechos humanos, que en su momento fueron rechazados por distintos regímenes y ahora constituyen la base de la legislación moderna.

La razón humana ha sido considerada desde tiempos inmemoriales como una facultad especial que nos permite conocer y comprender la realidad en profundidad. A través de la razón, no solo adquirimos conocimientos sobre el mundo, sino que también accedemos a ciertas verdades esenciales que orientan nuestras vidas hacia el bien y la dignidad. Estas verdades son objetivas y están enraizadas en la naturaleza de las cosas, por lo que no pueden ser alteradas o negadas sin consecuencias graves para la vida humana y la sociedad en su conjunto.

Un ejemplo claro en el derecho es la abolición de la esclavitud. Durante siglos, la esclavitud fue aceptada como una institución natural. Sin embargo, con el tiempo, la conciencia moral y la razón revelaron que era una práctica inhumana e injusta, llevando a su erradicación en la mayor parte del mundo. La justicia, a menudo, necesita tiempo para manifestarse en plenitud y ser reconocida por la sociedad.

Otro caso paradigmático es el reconocimiento de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Lo que en el pasado era visto como una idea radical, con el tiempo se consolidó como una verdad innegable. La historia demuestra que la razón actúa como un criterio objetivo que permite juzgar la legitimidad de las leyes y protege contra la arbitrariedad del poder.

Sin embargo, no escapa a nuestro entendimiento del asunto que, en la filosofía moderna y contemporánea, el escepticismo ha cuestionado la posibilidad de alcanzar verdades objetivas y absolutas, planteando que cualquier conocimiento es contingente y relativo.

Filósofos como Aristóteles y Tomás de Aquino defendieron que el intelecto humano tiene la capacidad de aprehender ciertos principios fundamentales que no dependen de convenciones sociales o normas cambiantes, sino que están inscritos en la naturaleza misma de las cosas. Estos principios permiten al ser humano distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo y lo que es injusto, y lo que es necesario para vivir dignamente. Por ejemplo, a través de la razón, podemos comprender que toda persona merece ser tratada con respeto y justicia, ya que su dignidad intrínseca es una verdad que se impone por sí misma y que no necesita de una legitimación externa para ser válida. Esta dignidad no es una construcción social arbitraria, sino una característica que la razón descubre, no una invención del legislador o una mera opinión subjetiva.

Precisamente, desde esta perspectiva, el legislador no tiene autoridad para poner en entredicho las verdades que la razón ha revelado como esenciales para la vida humana digna. Toda legislación que contravenga estos principios universales y objetivos es, en última instancia, irracional, pues se aparta de la verdad y, en consecuencia, perjudica a las personas y a la sociedad. Sucede que, en efecto, si la razón revela que la justicia, la libertad y el respeto a la dignidad humana son bienes necesarios, entonces el legislador, al negar o tergiversar estos bienes, estaría actuando de manera arbitraria y en contra de la naturaleza racional de la ley. La razón, en este sentido, actúa como un criterio objetivo que permite juzgar la legitimidad de las leyes y nos protege contra la arbitrariedad del poder.

El escepticismo contemporáneo ha puesto en duda la existencia de verdades objetivas y absolutas, defendiendo que todo conocimiento es relativo y que no existe un criterio racional universal para discernir lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Desde esta perspectiva, las creencias morales y los principios éticos serán constructos culturales, carentes de fundamento en la naturaleza de las cosas, y sujetos al cambio según las circunstancias y preferencias de cada sociedad. Así, al negar la existencia de verdades objetivas, el escepticismo no solo rechaza la posibilidad de acceder a principios universales sobre el bien y el mal, sino que también mina la capacidad de la razón para actuar como un criterio de justicia y dignidad. Ya que, en efecto, si no existe una verdad objetiva sobre lo que es bueno para el ser humano, entonces cualquier sistema de valores o legislación es igualmente válido, lo que implica que no hay forma de justificar moralmente la defensa de los derechos humanos o la condena de prácticas que atentan contra la dignidad de las personas, como la tortura o la explotación.

Al respecto, no es un dato menor que, al sostener que todas las verdades son relativas, el escepticismo se enfrenta a una paradoja interna. Habidas cuentas de que si la afirmación “no existen verdades objetivas” es verdadera de manera absoluta, entonces el escepticismo está defendiendo una verdad objetiva, contradiciéndose a sí mismo.

Una vida digna no puede depender de legislaciones caprichosas o construcciones sociales arbitrarias, sino de una comprensión racional de lo que es verdaderamente bueno y justo. La razón, al descubrir que existen bienes esenciales para la realización del ser humano, permite al ser humano comprender y anunciar aquello que es bueno y necesario para una vida digna. Estas verdades no son contingentes ni relativas, sino universales y objetivas, pues están enraizadas en la naturaleza misma de las cosas y se imponen a la razón con evidencia propia.

En el estudio de la ética y el derecho, la dignidad humana ha sido reconocida como un principio esencial, el cual se considera intrínseco a la naturaleza del ser humano y guía hacia una vida de respeto, justicia y sociabilidad. A esta visión, ampliamente sostenida en el pensamiento jurídico, se suman ahora los hallazgos de las neurociencias, que han comenzado a revelar cómo ciertos principios éticos no solo son buenos en sentido moral, sino que están alineados con la biología del bienestar humano.

En ese sentido, una característica central en las teorías de la dignidad humana es la naturaleza inherentemente social del ser humano. Justamente con el tiempo, la neurociencia vino a confirmar esta premisa fundamental, habida cuenta de que los estudios sobre el cerebro humano indican que las relaciones interpersonales y la vida en comunidad son esenciales para el bienestar integral. La naturaleza social del ser humano, al ser apoyada por la biología, refuerza la necesidad de construir normas jurídicas que promuevan la cohesión social y el respeto mutuo. De este modo, el reconocimiento de la dignidad humana no es únicamente una aspiración normativa abstracta, sino una necesidad respaldada por la ciencia para asegurar el bienestar integral del individuo.

En ese mismo sentido, otro principio fundamental en el ámbito jurídico es el respeto por los bienes del otro, una noción vinculada al reconocimiento de la propiedad privada. Así, neurobiológicamente, la violación de este principio básico, como en los casos de robo o daño a la propiedad ajena, genera respuestas de estrés y ansiedad tanto en los afectados como en los agresores. La amígdala, una región del cerebro asociada con la respuesta al estrés, se activa en situaciones de conflicto y transgresión de normas sociales, lo que contribuye a la percepción de inseguridad y al deterioro de la salud mental.

En cambio, respetar la propiedad y actuar conforme a normas de convivencia fomenta un sentido de paz y confianza, promoviendo estados mentales que favorecen la salud. La razón humana, al revelar la importancia de la propiedad privada y de los derechos de los demás, se alinea con estos principios esenciales para construir un orden social justo y saludable. En ese sentido, el derecho y la neurociencia convergen en la necesidad de proteger la propiedad como un elemento que va más allá de lo económico, tocando aspectos de la dignidad humana y del bienestar neurobiológico.

De la misma manera, la neurociencia ha documentado que las decisiones éticas pueden moldear la estructura cerebral a través de la neuroplasticidad, el proceso por el cual el cerebro se adapta y reconfigura en respuesta a experiencias y aprendizajes. Efectivamente, estudios han mostrado que decisiones altruistas, como la empatía y el respeto, activan las redes de recompensa cerebral y crean circuitos que promueven estabilidad emocional y resiliencia. A la inversa, las decisiones y comportamientos contrarios a los principios de dignidad, tales como la mentira o el abuso de poder, activan los circuitos del estrés y, con el tiempo, pueden contribuir a patrones de ansiedad y malestar.

Todo esto analizado en su conjunto, subraya la responsabilidad del derecho en la promoción de una ética que no solo sea legalmente válida, sino que también fomente el desarrollo humano saludable. La razón, apoyada por los hallazgos de las neurociencias, revela que ciertos comportamientos éticamente consistentes, como el respeto y la empatía, son intrínsecamente beneficiosos para el ser humano. De algún modo esto implica que las leyes y normas deben ser construidas no solo en función de una regulación formal, sino también en consonancia con la salud neurobiológica de la comunidad.

Así, aunque sin serlo necesario, la capacidad reveladora de la razón se ve fortalecida por el aporte de las neurociencias, que han comenzado a proporcionar evidencia de que ciertas normas de convivencia no solo son necesarias para una sociedad justa, sino también esenciales para el bienestar humano. La neurobiología demuestra que los principios éticos fundamentales no son solamente ideales abstractos; son, en efecto, condiciones que sustentan la salud y la dignidad de los individuos. Así, el derecho tiene la responsabilidad de alinear sus normas con los principios de dignidad humana, respetando y promoviendo la naturaleza esencial del ser humano.

Conclusión

En su famosa alegoría de la caverna, Platón describe a prisioneros encadenados que solo pueden ver sombras proyectadas en la pared, creyendo que esas sombras son toda la realidad. Solo uno de los prisioneros escapa y descubre que el mundo es mucho más vasto y complejo de lo que las sombras reflejan. Esta alegoría ilustra cómo el conocimiento limitado puede llevarnos a aceptar percepciones parciales o erróneas como verdades absolutas.

Desde esta perspectiva, el escepticismo es una postura que se asemeja a la de los prisioneros en la caverna, ya que insiste en interpretar la ley conforme a la “sombra” de los valores y conocimientos disponibles en el momento de su sanción, ignorando los avances y nuevos conocimientos que arrojan luz sobre aspectos antes desconocidos.

Al igual que el prisionero que sale de la caverna en la alegoría de Platón, el devenir nos reveló que muchos conceptos sobre el sufrimiento, la conciencia y la dignidad estaban antes en las sombras de nuestro conocimiento limitado. La razón humana, luego apoyada por la neurociencia, tuvo la capacidad de iluminar nuevos aspectos de la dignidad y los derechos que antes no se comprendían plenamente.

A lo largo de la historia, la humanidad ha transitado por caminos oscuros, cegada por convenciones sociales que, aunque profundamente arraigadas, no eran más que sombras proyectadas en las paredes de una caverna de ignorancia y error. Estas convenciones, muchas veces aceptadas sin cuestionamiento, disfrazaban la injusticia de normalidad y la opresión de necesidad. Pero en su esencia más pura, nunca fueron más que espejismos que distorsionaban lo que es verdadero y justo. Así como en el mito de la caverna de Platón, generaciones enteras vivieron atadas a la ilusión, creyendo que esas sombras —esas convenciones que permitieron la esclavitud, la discriminación racial, y tantas otras formas de opresión— eran la realidad, la única verdad posible. La esclavitud, que en algunos momentos de la historia fue aceptada como un hecho inevitable, no era más que una aberración que contradecía los principios fundamentales de dignidad humana y libertad. Los seres humanos, atrapados en la ceguera de su época, no veían que aquello que creían justo no era más que una distorsión de lo que verdaderamente debía ser.

Sin embargo, el espíritu humano, impulsado por su deseo inextinguible de justicia y su capacidad para discernir el bien a través de la racionalidad práctica, siempre ha buscado algo más allá de las sombras. Las convicciones fundamentales, como el respeto a la vida y la igualdad, siempre han estado allí, resplandeciendo como la luz del sol fuera de la caverna, esperando ser vistas por quienes tenían el coraje de mirar más allá de las convenciones de su tiempo.

En efecto, el viaje hacia esa luz, ese reconocimiento de los principios universales de justicia, no es un camino fácil. Sigue siendo un ascenso arduo, lleno de dolor y resistencia. Como el prisionero de Platón que es liberado y sube hacia la luz, los individuos y las sociedades que logran emanciparse de las sombras son recibidos con incredulidad, rechazo, y a veces violencia. No obstante, aquellos que han visto la verdad —que la vida, en todas sus formas, debe ser respetada y que ningún ser humano es inferior por su color de piel— no pueden volver atrás. No pueden volver a las sombras y aceptar el espejismo de la injusticia.

En ese sentido, cabe insistir sobre la idea de que el corazón humano, en su búsqueda de justicia, no necesita un nuevo pacto social para saber que no se puede negar graciosamente la vida a un embrión, sea cual sea su estadio de desarrollo. Tampoco necesita un consenso social para entender que tratar a una persona de manera diferente por el color de su piel es una violación flagrante de su dignidad. Estas verdades son tan claras como la luz del sol fuera de la caverna; no se construyen, simplemente se reconocen. Están allí, en la misma naturaleza del ser humano, esperando ser vistas por quienes tienen el coraje de salir de las sombras.

La historia de la humanidad es, en última instancia, la historia de una lucha por ver la luz más allá de las sombras. Es la historia de un ser humano que, a pesar de las convenciones, se atreve a cuestionar lo que se ha dado por hecho durante siglos, y a decir: “Esto no es justo”. Es la historia de un espíritu que se resiste a conformarse con las sombras y que siempre, siempre, busca la verdad. Porque, al final, la justicia no es una convención; es la luz que guía, es la verdad que se impone sobre la oscuridad, y es la razón que nos recuerda que, independientemente de los acuerdos temporales de una sociedad, lo que es justo por sí mismo no puede ser ignorado. Y aunque las sombras puedan persistir por un tiempo, la verdad siempre espera, más allá, resplandeciente, para aquellos que tienen el coraje de salir a buscarla.

Todo lo anterior tiene estricta relación con la teoría del derecho natural, en cuanto sostiene que existen ciertos principios morales universales y objetivos, derivados de la naturaleza humana y reconocibles mediante la razón. Lógicamente estas premisas se contraponen a las teorías del contractualismo o relativismo moral, que ven la moralidad y el derecho como productos de acuerdos sociales o convenciones, y en sentido opuesto enfatiza que hay límites innegociables a los que la sociedad debe adherirse para respetar la dignidad humana.

Desde una perspectiva de derecho natural, el contractualismo y el relativismo moral son insuficientes porque relativizan la moralidad, reduciéndola a una construcción social que puede variar según el contexto cultural o histórico. Lamentablemente estas miradas no reconocen un marco moral fundamental que obligue a todas las personas, lo que puede derivar en la justificación de prácticas injustas siempre y cuando sean consensuadas en una sociedad o grupo determinado. Es que, en efecto, el relativismo moral implica que no existen normas objetivas y universales de moralidad; en su lugar, cada sociedad define sus propias reglas morales. Sin duda alguna, la situación planteada abre la puerta a la subjetividad y la arbitrariedad, permitiendo que la moral dependa únicamente del acuerdo entre individuos, sin considerar que existen principios básicos e inmutables, como la dignidad humana, que deberían estar por encima de cualquier pacto social. Va de suyo que, en un sistema basado en el relativismo o el contractualismo, principios fundamentales como el respeto a la vida o la igualdad de trato pueden negociarse o reinterpretarse según las circunstancias, lo que es contrario a la idea de derechos inherentes y no negociables.

El objetivismo moral, al sostener que existen principios absolutos que deben guiar la vida humana, ve en la determinatio y el control de razonabilidad sustancial dos herramientas esenciales para que el derecho no se convierta en una mera colección de convenciones arbitrarias. La determinatio concreta los principios éticos en normas específicas, y el control de razonabilidad sustancial asegura que esas normas estén en armonía con los principios fundamentales de justicia, dignidad y respeto por la vida. Así, la ley se convierte no solo en una guía práctica para la convivencia social, sino también en una expresión fiel de los valores éticos universales que todo sistema jurídico debería reflejar.

La razonabilidad sustantiva de las leyes se relaciona aquí con la idea de que el derecho no debe ser simplemente un conjunto de normas aplicadas de forma mecánica, sino que estas normas deben ser evaluadas en función de principios éticos que trascienden el mero positivismo. Por ello se cuestiona el positivismo estricto, que ve las normas como órdenes legales independientes de consideraciones morales, y promueve una visión donde la moralidad objetiva proporciona una base de legitimidad para el derecho.

Desde esta perspectiva, el control de razonabilidad actúa como un filtro que asegura que las leyes y decisiones judiciales no contradigan principios fundamentales como la justicia, la dignidad humana y la equidad. Si bien el legislador tiene un papel central en la creación de normas, el juez tiene el deber de interpretar y, en algunos casos, limitar esas normas cuando se desvían de los valores fundamentales que justifican la existencia misma del derecho. Esto se alinea con el pensamiento de autores como Bidart Campos, quien sostiene que una ley irrazonable puede ser inconstitucional porque contradice el fin de la Constitución: “afianzar la justicia”.

En particular, el control de razonabilidad que ejerce la Corte Suprema sobre las leyes y sentencias no implica un “gobierno de los jueces”, sino una supervisión que tiene como fin asegurar que el legislador y los jueces actúen conforme al orden constitucional. La Corte Suprema, en su rol de guardiana de la Constitución, revisa que las leyes sean razonables y que no se alejen de los principios de justicia y proporcionalidad. Sin embargo, esta función de control no significa que la Corte deba imponer su propia visión o preferencias políticas, ya que eso iría en contra del equilibrio de poderes y podría derivar en un abuso judicial. Es por ello que este rol de la Corte encuentra su límite en la no interferencia en las decisiones de conveniencia y oportunidad política del legislador, habidas cuentas de que el control de razonabilidad no debe extenderse a decisiones de mera oportunidad política, ya que esto podría significar una injerencia indebida en las funciones legislativas.