El debate sobre la hormonización infantil: un llamado a la defensa constitucional del interés superior del menor

Mientras algunos especialistas defienden su uso para tratar la disforia de género, otros advierten sobre los riesgos de intervenciones irreversibles en personas sin plena capacidad de consentimiento

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Disforia de género (imagen ilustrativa)
Disforia de género (imagen ilustrativa)

La protección de la infancia no es solo un deber moral, sino un mandato constitucional ineludible en cualquier sociedad que aspire a la justicia y la equidad. En este contexto, el mensaje del presidente Javier Milei en un foro internacional trasciende la esfera de la opinión personal y se erige como una advertencia legítima contra prácticas que podrían comprometer el desarrollo integral de los menores. Su postura se inscribe en una tradición jurídica que coloca el bienestar infantil en el centro de la agenda estatal y social.

Las constituciones modernas y los tratados internacionales, como la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), establecen con claridad que el interés superior del menor debe guiar todas las decisiones que lo afecten. Este principio obliga a los gobiernos a implementar políticas que garanticen un entorno seguro y propicio para su desarrollo físico, emocional y social.

Bajo esta premisa, cualquier política o práctica que pueda poner en peligro el bienestar de los niños debe ser sometida a un riguroso análisis constitucional. El mensaje de Milei, lejos de ser una declaración aislada, representa un llamado de atención sobre la necesidad de que el Estado cumpla con su deber irrenunciable de proteger a la infancia ante riesgos que puedan tener consecuencias irreversibles.

En su intervención internacional, Milei expresó su preocupación sobre ciertas prácticas que podrían atentar contra el interés superior del menor de edad, instando a una vigilancia rigurosa de aquellas medidas que puedan comprometer el normal desarrollo de los niños. Su advertencia resuena con particular fuerza en el debate sobre la hormonización de menores, un tema que ha generado controversia en ámbitos médicos, jurídicos y políticos.

El uso de tratamientos hormonales para alterar características sexuales en etapas en las que la identidad y la sexualidad aún están en formación requiere una evaluación exhaustiva. No se trata de ideología, sino de una cuestión de derechos fundamentales y de seguridad jurídica. Cualquier intervención debe garantizar el consentimiento informado, el respaldo de la comunidad científica y el respeto a la dignidad del menor.

El debate sobre la administración de hormonas a menores se ha polarizado en dos posturas. Por un lado, algunos especialistas defienden la necesidad de estos tratamientos para mitigar la disforia de género y prevenir problemas psicológicos graves, como la depresión o el suicidio. Por otro, un sector creciente de la comunidad médica y jurídica advierte que la inmadurez de los menores puede impedir una comprensión plena de las implicaciones de estos procedimientos irreversibles, lo que justifica la necesidad de adoptar una postura de máxima cautela.

El llamado del Presidente se inscribe en el marco constitucional que ordena la protección de la infancia y exige que toda política que involucre a menores se rija por el principio del interés superior del niño. Al advertir sobre la peligrosidad de ciertas prácticas médicas, Milei no solo expone un problema, sino que interpela a la sociedad y a las autoridades sobre la urgencia de regular con criterio y responsabilidad.

La prudencia no es sinónimo de negación de derechos, sino de garantía de que estos se ejerzan con plena conciencia y seguridad. En un contexto donde las decisiones en materia de salud y desarrollo pueden tener consecuencias irreparables, la cautela es un deber ineludible del Estado.

Con toda seguridad, la legislación argentina ha avanzado en múltiples aspectos relacionados con los derechos individuales, pero ciertas normas que afectan a los menores de edad han generado una gran controversia y preocupación en sectores jurídicos, médicos y sociales. En particular, la Ley de Identidad de Género (Ley 26.743) permite el cambio de sexo de manera discrecional, incluso en menores de edad, sin necesidad de intervención judicial ni de evaluaciones psicológicas profundas, lo que plantea serios interrogantes sobre la verdadera protección del interés superior del niño.

Además, el marco legal vigente permite que los menores de edad accedan a tratamientos hormonales y quirúrgicos con el objetivo de modificar su identidad de género sin una evaluación integral que garantice su plena madurez y comprensión de las implicancias de tales procedimientos. La falta de un control exhaustivo en estas decisiones, que pueden tener consecuencias irreversibles, expone a los niños a riesgos físicos y psicológicos sin que el Estado asegure una adecuada protección.

La protección de la infancia
La protección de la infancia debe estar por encima de toda presión ideológica o política

En efecto es alarmante la posibilidad de ablación de órganos en menores como parte de los procedimientos de cambio de sexo. Si bien la Ley 26.743 establece el derecho a la identidad de género autopercibida, su implementación en menores sin una regulación específica y rigurosa podría derivar en decisiones apresuradas que comprometen la integridad corporal y el desarrollo psicológico de los niños.

Es imperativo que el Congreso argentino revise estas normativas y establezca un marco legal más garantista que priorice la protección del interés superior del niño. Es necesario un enfoque basado en la evidencia científica y en la jurisprudencia internacional que exige prudencia en intervenciones irreversibles sobre menores de edad y que garantice el derecho del niño a contar con una familia estructurada con padre y madre.

En ese sentido, las leyes que permiten el cambio de sexo sin evaluación rigurosa, la ablación de órganos en menores representan una seria amenaza al interés superior del niño. Además, la regulación estatal sobre el género, si este es considerado una construcción cultural, es contradictoria y puede derivar en situaciones que vulneren derechos de terceros. La protección de la infancia debe estar por encima de toda presión ideológica o política, asegurando que las decisiones médicas y legales se realicen con la máxima prudencia y en función del bienestar real de los menores. El Estado argentino tiene la responsabilidad de reformar estas leyes para evitar daños irreparables en la vida de los niños y garantizar su derecho a un desarrollo seguro y saludable.

El caso Bell v Tavistock (2020) planteó un debate crucial sobre la capacidad de los menores para dar un consentimiento informado en tratamientos médicos irreversibles. Sucede que, en efecto, en el derecho inglés, el principio de competencia Gillick permite que un menor de 16 años consienta un tratamiento si demuestra suficiente madurez para comprender sus implicaciones.

Cabe señalar que ese estándar establecido en Gillick v West Norfolk & Wisbech AHA (1985), ha sido la base para diversas decisiones médicas en menores. Pero cabe consignar que en el contexto de la disforia de género y el uso de bloqueadores de la pubertad, su aplicación generó controversia.

La demanda fue presentada por Keira Bell, una joven que inició su transición médica en la adolescencia y luego se arrepintió, junto a “Mrs. A”, madre de una menor de 15 años en lista de espera para tratamiento. Ambas impugnaron la práctica de la Clínica Tavistock, único centro en Inglaterra que ofrece bloqueadores de la pubertad a menores con disforia de género, argumentando que estos pacientes no pueden dar un consentimiento verdaderamente informado debido a la complejidad y las implicaciones del tratamiento.

Sostuvieron que la información proporcionada por Tavistock era insuficiente o engañosa, ya que los efectos a largo plazo de los bloqueadores hormonales no están completamente comprendidos. Destacaron que casi todos los menores que inician este tratamiento continúan con terapias posteriores, como hormonas cruzadas y cirugías, lo que convierte la decisión inicial en un paso determinante hacia una transición médica permanente. Subrayaron que, dada la incertidumbre científica, es difícil que un menor pueda evaluar aspectos como la fertilidad futura, la vida adulta o la posibilidad de desistir.

Por su parte, la Clínica Tavistock defendió su protocolo, asegurando que la prescripción de bloqueadores se realizaba solo tras rigurosas evaluaciones médicas y psicológicas para garantizar que el menor comprendiera el tratamiento, sus riesgos y beneficios. Argumentaron que la competencia Gillick se evaluaba individualmente en cada caso y que el consentimiento informado era un requisito fundamental antes de iniciar cualquier intervención.

El Tribunal Superior de Justicia, integrado por Dame Victoria Sharp, Lord Justice Lewis y la jueza Lieven, resolvió que, si bien no declaraba ilegal la práctica de Tavistock, sí imponía estándares más estrictos para el consentimiento en estos casos. El fallo concluyó que es altamente improbable que un niño de 13 años o menos tenga la capacidad suficiente para consentir un tratamiento de este tipo y que incluso para adolescentes de 14 o 15 años es muy dudoso que puedan comprender y evaluar plenamente sus efectos a largo plazo.

La sentencia estableció que, para que un menor de 16 años pueda consentir válidamente, debe comprender no solo la naturaleza del tratamiento y sus efectos inmediatos, sino también las incertidumbres científicas sobre su eficacia y seguridad, el hecho de que la mayoría de los pacientes que inician bloqueadores continúan con hormonas cruzadas, y las posibles consecuencias irreversibles, como la pérdida de fertilidad o impactos en la salud ósea.

Para los adolescentes de 16 y 17 años, el tribunal reconoció su derecho a consentir, pero sugirió que, dado el carácter experimental del tratamiento, los médicos podrían considerar buscar autorización judicial antes de iniciarlo. Si bien esto no constituía un mandato legal, el fallo introdujo un nuevo nivel de cautela, estableciendo que decisiones médicas de tal trascendencia requieren un grado excepcional de comprensión por parte del menor.

El efecto inmediato de la sentencia fue que los médicos del GIDS y sus clínicas asociadas debían considerar la intervención judicial antes de prescribir bloqueadores de la pubertad, asegurando que un juez confirmara si el tratamiento era verdaderamente lo mejor para el menor. El tribunal subrayó que cuanto más significativa y con mayores consecuencias a futuro sea una decisión médica, mayor debe ser la certeza de que el menor entiende lo que implica.

Este fallo marcó un hito en la regulación de los tratamientos para menores con disforia de género, estableciendo un estándar más alto para el consentimiento y poniendo el foco en la protección del interés superior del niño ante decisiones médicas de largo alcance.

El fallo de Bell v Tavistock tuvo un enorme impacto inmediato tanto en la comunidad médica como en la jurídica, generando cambios temporales en la política de tratamiento de menores con disforia de género, así como un intenso debate sobre los derechos de los menores a consentir.

La prohibición de los bloqueadores
La prohibición de los bloqueadores de la pubertad se justifica en la obligación estatal de cumplir con el mandato de justicia general

La sentencia de Bell no fue el capítulo final. En marzo de 2021, mientras la apelación estaba pendiente, el Tribunal Superior conoció otro caso relacionado ( AB v CD ), esta vez para resolver si los padres pueden consentir por sus hijos menores el uso de bloqueadores de pubertad. En esa decisión separada, emitida el 26 de marzo de 2021, se aclaró que los padres sí pueden otorgar dicho consentimiento en nombre del menor , sin necesidad de acudir a un juez, siempre que el procedimiento esté apoyado por la opinión médica en el mejor interés del niño.

Lamentablemente en septiembre de 2021, el Tribunal de Apelación del Reino Unido revocó el fallo del Tribunal Superior en el caso Bell v Tavistock and Portman NHS Foundation Trust. El Tribunal de Apelación determinó que corresponde a los profesionales médicos, y no a los tribunales, evaluar la competencia de los menores para consentir dicho tratamiento. El tribunal de segunda instancia sostuvo que la High Court se había extralimitado al ofrecer orientación general sobre la aplicación de la prueba Gillick en estos casos. Para así decidir reafirmó que, conforme al precedente de Gillick , “corresponde a los médicos, y no a los jueces, decidir sobre la capacidad de una persona menor de 16 años para consentir un tratamiento médico.

En tales condiciones, la determinación de competencia debe hacerse individualmente por los clínicos tratantes, sin requisitos automáticos de intervención judicial. Los jueces de apelación enfatizaron que el Tribunal Superior, al no encontrar ilegalidad concreta en la práctica de Tavistock, debía simplemente rechazar la demanda en lugar de imponer nueva guía.. En su fallo, señalaron que la orientación dada en 2020 había colocado a pacientes, padres y médicos en una posición muy difícil –obligándolos, en la práctica, a acudir a la justicia para acceder a tratamientos– y que eso no era jurídicamente necesario.

Con la sentencia de apelación, entonces, se restauró la situación legal previa : los menores de 16 años pueden consentir si son competentes Gillick (siendo responsabilidad del médico evaluarlo), los de 16-17 años consienten presumiblemente por sí mismos, y en ningún caso se exige un juez por norma general para este tipo de tratamiento. La única salvación es que, como en cualquier tratamiento, si hay desacuerdo entre médicos, padres o pacientes sobre lo que le conviene al menor, un tribunal podría involucrarse, pero Bell ya no imponía una carga extra.

La prohibición de los bloqueadores de la pubertad se justifica en la obligación estatal de cumplir con el mandato de justicia general, el cual impone a las autoridades la responsabilidad de garantizar el bienestar de la comunidad en su conjunto, con especial énfasis en la protección de los menores de edad. Este deber se encuentra arraigado en los principios constitucionales y en el derecho internacional, que establecen el interés superior del niño como parámetro central en la formulación de políticas públicas.

El Estado no solo tiene la facultad, sino el deber inexcusable de intervenir cuando una práctica médica, aún en el marco de la autonomía individual, puede generar riesgos irreversibles en sujetos que, por su inmadurez biológica y psicológica, no poseen plena capacidad para consentir decisiones de tal magnitud. El fallo **Bell v Tavistock**, aunque posteriormente revocado en apelación, puso de manifiesto la creciente preocupación internacional sobre la insuficiencia del consentimiento informado en menores respecto de tratamientos que impactan de manera irreversible en su desarrollo y salud futura.

Con toda seguridad, la prohibición de los bloqueadores de la pubertad no debe interpretarse como una restricción arbitraria de derechos individuales, sino como una medida de prudencia constitucional, destinada a proteger la integridad física y psicológica de los menores hasta que alcancen la madurez necesaria para tomar decisiones con plena conciencia de sus implicaciones. La justicia general exige que el Estado actúe con previsión y responsabilidad, evitando la promoción de tratamientos cuyas consecuencias a largo plazo aún no están plenamente comprendidas por la comunidad científica y que pueden derivar en daños irreparables.

Además, el principio de **no regresión en derechos fundamentales** obliga al Estado a no retroceder en la tutela de la infancia, asegurando que ninguna política pública exponga a los niños a tratamientos experimentales sin un marco de garantías exhaustivo. En virtud de este principio, y considerando la controversia médica y jurídica en torno a los bloqueadores hormonales, resulta imperativo adoptar el principio de **precaución**, reforzando la prohibición de estos tratamientos en menores de edad hasta que existan pruebas concluyentes sobre su seguridad y efectividad.

Por último, la justicia general demanda que las normas aseguren una convivencia ordenada y justa dentro de la sociedad. En este sentido, la promoción de tratamientos irreversibles en menores sin una evaluación rigurosa pone en jaque la función esencial del derecho: la protección de los más vulnerables. En conclusión, la prohibición de los bloqueadores de la pubertad es una medida coherente con la responsabilidad estatal de garantizar un desarrollo sano y seguro para la infancia, asegurando que toda intervención médica se realice bajo estándares de máxima prudencia y conforme a los principios de justicia constitucional.

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