Regulación y subsidiariedad

Detrás de cada regulación hay intereses que la sostienen. Comprender su impacto es clave para decidir si realmente protege el bien común o simplemente perpetúa privilegios

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El presidente Javier Milei junto
El presidente Javier Milei junto al ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger

La expresión “regulación” puede ser interpretada en diversos sentidos. A los efectos de estas reflexiones tomaremos sólo dos: en sentido amplio y en sentido estricto. En el primero, la regulación indica la acción de regular o establecer reglas o normas de distinta naturaleza: morales, religiosas, jurídicas, políticas, de educación o urbanidad, etc., las que pueden ser meramente indicativas o dispositivas o bien imperativas. En un sentido estricto, la regulación supone el establecimiento de reglas siempre imperativas (de obligado cumplimiento, coactivas) que limitan la autonomía de la voluntad en el ejercicio de la actividad regulada, especialmente de las relaciones jurídicas que son soporte de tales actividades. Notemos que cuando, por ejemplo, celebramos un contrato de alquiler de una vivienda (como propietario o como inquilino) estamos regulando nuestra actividad en lo que el contrato prevé: destino del inmueble, precio del alquiler, condiciones y límites del uso, plazo, etc.

Esta es hoy una regulación libre, particular, pactada por las partes en cada contrato, según sus respectivas conveniencias y las opciones que brinda el mercado, mientras que hasta diciembre de 2023 se trataba de una regulación mayormente imperativa. Con la liberación del mercado inmobiliario el precio de los alquileres disminuyó, simplemente porque aumentó la competencia, que la anterior regulación imperativa restringía.

Como vemos, la regulación supone una limitación a la libertad y, en muchos casos, a la propiedad: el propietario del inmueble no podrá negarle el acceso al inquilino, o variar, a su gusto, las condiciones de uso. Pero en una sociedad libre el principio general es el de la regulación autónoma o voluntaria. El contrato (estamos contratando permanentemente: cuando compramos un producto en el supermercado estamos contratando, aunque en el ejemplo con poca –podemos pagar efectivo a con tarjeta, un solo pago o varios, en algunos casos acceder a una bonificación- o nula libertad para consensuar su contenido) es una regla o regulación que aceptamos libremente y que nos obligará conforme con sus términos, o conforme con las variaciones que podamos pactar con la otra parte, tal como lo disponen los arts. 957 y 958 del Código Civil (CCCN).

Es cierto que una sociedad libre también precisa de regulaciones imperativas, no pactadas por las partes sino impuestas por la ley. Claro que con limitaciones: la regulación imperativa tiene que ser expresa (no puede surgir por inferencia, ni siquiera judicial) y de interpretación restrictiva, es decir, en caso de duda se deberá estar en favor de la libertad de contratación. Así lo establece el art. 958 del CCCN, reformado por el DNU 70/2023: la regla es la libertad, la excepción es la regulación imperativa (a partir de aquí, “regulación”, salvo aclaración).

La regulación tiene efectos subjetivos y objetivos. Los primeros: nos acostumbramos a que otros (los que viven del “Estado profundo”) piensen y decidan por nosotros, pavimentando el camino, a veces lento, pero siempre seguro, a la servidumbre, como lo advierte el famoso libro de Friedrich Hayek; también nos sometemos a la limitación de nuestra libertad más allá de nuestra conveniencia (no olvidemos que el entramado de las conveniencias individuales produce el Bien Común: la “mano invisible” de Adam Smith, que no es otra cosa que la “justicia general” de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino). Desde el punto de vista objetivo, la regulación agrega costos a la actividad productiva y genera costos públicos (generalmente la regulación “precisa” de una agencia reguladora, con sus empleados, gastos generales y “ventanillas” de todo tipo y legalidad) que se trasladan a la economía general.

Naturalmente, no toda regulación es mala. Hay regulaciones necesarias, a veces imprescindibles. El límite entre la regulación necesaria, racional, y la regulación perjudicial, irracional, está dado por el principio de subsidiariedad. Este principio supone la existencia de “escalones” entre el individuo y la máxima autoridad socio-política (el gobierno local, el Estado, las organizaciones supraestatales) y establece que las organizaciones mayores sólo deben hacer aquello que las menores (incluso el individuo) no pueden o no deben hacer. La subsidiariedad define el límite entre las competencias del Estado y la Sociedad, en beneficio de esta última y, siempre, del individuo. En definitiva, es el límite de lo que podemos denominar “sentido común social” cuya violación produce retroceso, pobreza y, como consecuencia necesaria, populismo y dictadura.

Pero tengamos siempre presente que la regulación no nace y subsiste por sí misma. Detrás de ella se encuentran quienes son sus beneficiarios -empresas ineficientes, burocracias, corrupción: los dueños de la regulación, la “casta”- y están dispuestos a todo lo posible para mantener el status quo.

El actual Gobierno federal, especialmente a través del Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, se encuentra llevando a cabo una profunda política de regreso al sentido común social en materia de regulación, con la eliminación de casi dos centenares de regulaciones y sus agencias de aplicación, en beneficio de una economía más libre y por tanto más eficiente y eficaz. Se trata de un proceso que lleva tiempo, requiriendo de constancia y esfuerzos, ya que la regulación es una hiedra venenosa que se adhiere a la realidad social constriñéndola, debilitándola, aunque sin matarla del todo. De lo contrario, ¿de qué vivirían los “dueños de la regulación”?

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