A las cinco y media de la mañana del 12 de julio de 2023, en una plaza en el centro de Nápoles, un incendio provocado destruye una instalación de la “Venus de los trapos”, de Michelangelo Pistoletto, la obra de arte povera de 1964 que enfrenta una reproducción canónica de la diosa romana del amor, la belleza y la fertilidad y una montaña de textiles desechados. En los medios italianos, la pira quema con el golfo de fondo: parece una fotografía de Burning Man, imposible quitarle los ojos de encima.
Las imágenes comienzan, apenas las veo, a superponerse con las de las colinas de desperdicios de la indumentaria que se vierten, acumulan e incineran de manera ilegal en el desierto de Atacama en Chile. Se habla de al menos 300 hectáreas de prendas provenientes de Asia, Estados Unidos y Europa confeccionadas mayormente con fibras contaminantes y no biodegradables –poliéster, acrílico, PVC– y comercializadas por grandes cadenas de moda. El paralelismo visual y la metáfora son evidentes. De hecho, no es la primera vez que se recurre a Pistoletto o al vertedero que se erigió como un monumento al fast fashion para representar el impacto ambiental y la configuración geopolítica de una industria que es la segunda más contaminante a nivel global.
Se repiten las cifras hasta el cansancio: según datos de las Naciones Unidas, la moda es responsable a nivel global de más del 8% de los gases de efecto invernadero, el 20% de las aguas residuales, el uso de 93 mil millones de metros cúbicos de agua y el desecho o la quema del equivalente a un camión de basura de textiles por segundo. El manejo de los residuos funciona a través de la externalización, haciendo que el costo ecológico se traslade del norte al sur (el Banco Mundial informa que los países con altos ingresos generan más de un tercio de los desechos mundiales). Iquique, la zona franca por la que ingresa lo que luego es desechado en Atacama, es solo un punto más en el mapa de las economías emergentes africanas y sudamericanas que reciben prendas usadas y basura textil de Estados Unidos, Canadá, Australia, Europa y China. Reporta el Parlamento Europeo que, en la media, sus casi 450 millones de habitantes adquieren 26kg y descartan 11kg de textiles per cápita al año.
La transición del consumo individual al consumismo colectivo, que Zygmunt Bauman define en Vida de consumo (2012, Fondo de Cultura Económica) como el viraje a una centralidad social y existencial del consumo y como “un aumento permanente del volumen y la intensidad de los deseos”, tiene sus inicios luego de la Segunda Guerra Mundial con la hipertrofia del capitalismo de consumo de masas. En ese escenario, en el que el acceso a productos antes considerados de lujo como la indumentaria pierde diferenciación de clase, el consumo hedonista, emocional, estético, cobra preeminencia.
Son, sin embargo, las lógicas de la seducción, la renovación constante y la obsolescencia de los bienes –propias y originarias del sistema moda-vestimentario y luego expandidas a todos los ámbitos de consumo– los que habilitan el desarrollo pleno del fenómeno, explican Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico (2015, Anagrama). El reemplazo de los productos, y, por lo tanto, su descarte, son condición sine qua non para la alimentación del deseo de consumir. “Es cierto que en la vida ‘ahorrista’ de los habitantes de la era consumista el motivo del apuro radica en el apremio por adquirir y acumular. Pero la razón más imperiosa, la que convierte ese apremio en una urgencia, es la necesidad de eliminar y reemplazar”, escribe Bauman. Aplica, una vez más, la metáfora del incendio: algunos meses después, en la misma ubicación, se inauguró el resurgir de una Venus hecha, nuevamente, con cemento, metal y prendas descartadas.
Se trata, en palabras de Bauman, de “una era marcada por el crecimiento exponencial de la industria de eliminación de desechos”. Valuada globalmente en 1.3 billones de dólares en 2022 y con una proyección de crecimiento del 4.5% para el 2030 (Statista, 2025), la industria de la gestión de residuos está en el centro de un proceso de innovación empujado por el propio volumen de la producción de basura –siguiendo las tendencias actuales, se espera que para 2050 aumente en un 70% según el Banco Mundial– y las necesidades del planeta.
A los casos de éxito –la política de reciclaje de botellas en Noruega, la estrategia de de San Francisco para reciclar o compostar el 80% de sus residuos, ambas de iniciativa gubernamental y ejecución público-privada– se suman las posibilidades de la tecnología, como la inteligencia artificial para la diferenciación de residuos o la incorporación de IoT para el seguimiento en tiempo real de la acumulación de desechos: todos los ojos están puestos en la basura. Para la Organización de las Naciones Unidas, la reducción de la generación de residuos es central en el objetivo de producción y consumo responsables de su agenda de desarrollo sostenible. Recomiendan a las empresas encontrar soluciones para reducir el impacto ambiental de sus productos, y a los individuos disminuir el uso de plásticos, practicar el reciclaje y ser conscientes en sus compras.
Influencers, periodistas, expertos, organizaciones e incluso algunas marcas de moda divulgan el manual para un consumo consciente de indumentaria: comprar menos –tanto ítems nuevos como vintage–, mejor –prendas de materiales sostenibles de confección responsable– y usar más –mucha ropa de bajo costo y calidad se descarta luego de siete usos, estima McKinsey–. El modelo de negocios de la moda rápida (fast fashion) se basa en comprimir los ciclos de producción, trasladando, en el menor tiempo y precio posibles, tendencias al mercado. Además del costo ambiental de la sobreproducción y del uso de procesos y materiales dañinos, se trata de una industria con altos índices de explotación laboral y trabajo infantil: es un sistema nocivo que, sin embargo, puede vestir a un público amplio, de ingresos y sensibilidades varias. Ser un consumidor ético requiere información, autocontrol, accesibilidad y dinero, además de la decisión activa de renunciar a participar del juego cambiante de la moda, o bien a la posibilidad de expresar y construir, hasta el último detalle, un yo, de autodeterminarse a través del vestido.
La restricción del consumo continuo de indumentaria supone, entonces, no solo abandonar una lógica de compra hedonista sino una ruptura con uno de los mecanismos primarios de autoafirmación del individuo de la sociedad de consumo. En La era del individuo tirano. El fin de un mundo común (2022, Caja Negra), Éric Sadin interpreta el concepto de individualización de la posguerra como “una disposición para manifestar prioritariamente el propio poder de decisión a través del acto de compra”. Mediante el consumo, el individuo se cuenta a sí mismo y, en simultáneo, se aleja de un horizonte común, se despolitiza en pos de dispositivos frívolos de participación. Con la posterior implementación de modelos neoliberales y el auge de internet, incrementándose la autonomía del sujeto a la vez que se profundiza la importancia existencial de la lógica de vidriera de las redes sociales, nace un ethos individualista y desinteresado que encuentra sus herramientas de afirmación en la expresión de la propia voz en el foro digital y el consumo, en lugar de otras lógicas colectivas.
En un contexto de dinámicas individuales, las soluciones propuestas son, también, individuales. Se debe comprar menos, mejor y usar más, enfrentando en solitario el costo económico, psicológico y social de la elección de ser un consumidor consciente, con el reflejo de la sensación de culpa, vergüenza y ansiedad ecológicas en el espejo retrovisor. Mientras tanto, faltan iniciativas para balancear el volumen de la producción-descarte de indumentaria con respuestas reales, transparentes, innovadoras, escalables y accesibles para la eliminación, reparación, reciclaje o modificación de las prendas usadas, y para revertir el impacto humano y ambiental de la industria desde el plano regulatorio y tecnológico.
Seis años atrás tomé la decisión de abandonar la moda rápida y de cumplir, en la medida de lo posible, las reglas del consumo consciente. No es esto, entonces, una reivindicación al derecho a comprar sin parar. El objetivo no es retroceder en el bienestar que brinda poder elegir qué usar, sino llegar a algo mejor. Para ello son centrales el uso de la tecnología para crear y escalar soluciones sostenibles de producción, transporte, reciclaje y reparación; las políticas de articulación público-privada para habilitar nuevos patrones de conducta y hacer una gestión innovadora de los desperdicios textiles; y el acceso a la información para descubrir, comprender y acceder a estas alternativas; entre otros tantos factores macro y de incidencia colectiva que no son responsabilidad del individuo que compra ropa de una casa de moda rápida para mirarse al espejo y sentirse bien.