El neologismo woke deriva de wake, que en inglés significa “despertar”. Nos llega del mundo anglo, y solo recientemente empezamos a discutir su significado y su alcance en el mundo hispanohablante. Desde que Javier Milei diera su reciente discurso en el Foro de Davos, el debate se ha agudizado. ¿Pero qué significa, en concreto, tan novedoso vocablo?
El militante “woke” es aquel que ha “despertado” a la realidad de los sistemas de opresión que existen en el seno de la sociedad civil. La cultura “woke”, por su lado, refiere a toda producción cultural diseñada para promover dicho “despertar”.
Según los principios ideológicos woke, los sistemas de opresión operan escondidos en todos los espacios de la vida, tanto privada como pública, y se estructuran en torno a variables identitarias y relaciones sociales de lo más diversas. Sexo, género, etnia, raza, estatus migratorio, peso corporal, atractivo físico, ingreso económico, capacidad física y mental, e incluso la mismísima especie constituirían categorías identitarias en torno a las cuales se ocultan sistemas opresivos contra los que habría que combatir.
En efecto, en torno a cada categoría existiría una parte que oprime y otra que es oprimida. En términos de sexo, por ejemplo, el hombre oprime y la mujer es oprimida; el sistema de opresión se llama “patriarcado”. En cuanto al género, heterosexuales oprimen a homosexuales en un sistema llamado “heteronormatividad”, mientras que los transgénero son oprimidos por los “cisgénero” valiéndose de un sistema de opresión denominado “cisnormatividad”. Por lo demás, los blancos oprimen a los negros bajo el dominio del “racismo”; los indígenas son oprimidos por los que tienen ascendencia europea a través del “neocolonialismo”; los inmigrantes ilegales son oprimidos por los ciudadanos nacionales en lo que llaman “xenofobia”; los gordos son oprimidos por los flacos y a eso lo llaman “gordofobia”; los ricos oprimen a los pobres gracias al sistema “neoliberal”; los bellos oprimen a los feos apalancándose en los estándares de “belleza hegemónica”, y hasta el ser humano, como especie, oprime a la “madre naturaleza” por medio del sistema “especista”.
En una palabra, el wokismo es la metaideología que desquicia hasta límites insospechados la dialéctica opresor/oprimido. Allí donde las viejas ideologías descubrían un único sistema opresivo fundamental que no se conectaba sustancialmente a otros (al marxismo no le interesaba la raza sino la clase; al nazismo no le interesaba la clase sino la raza; al viejo feminismo no le interesaba ni la clase ni la raza sino el sexo como realidad biológica), el desenfreno ideológico del wokismo se basa en interconectar (“interseccionar”) todos los sistemas opresivos que pueda llegar a determinar.
El wokismo no es una gran ideología, sino un conjunto de ideologías que apelan a la revuelta de las minorías. Parafraseando a Lyotard, podríamos decir que es un conjunto de “pequeños relatos”. En efecto, el wokismo es un fenómeno esencialmente posmoderno; una metaideología empeñada en detectar la opresión en las minucias de la vida, hostil a cualquier tipo de jerarquía, obsesionada con los efectos que producen las más sutiles diferencias inherentes a la realidad social. Con otro lenguaje, podríamos decir que se trata de una ideología abocada al campo de la microfísica del poder (Foucault), o bien a la dimensión molecular de la política (Deleuze y Guattari). Su fijación principal estriba en lo cotidiano; cada abuso o destrato, real o imaginario (vg. la llamadas “microagresiones”), que sea capaz de hallar en la realidad social no lo inclinará realmente a censurar el hecho concreto en cuestión ni a sus responsables particulares, sino que se esforzará sobre todo por derivar de él una prueba más sobre la existencia de “sistemas opresivos” a combatir, diseminados por doquier.
Por mencionar un ejemplo, recuérdese la violación en manada ocurrida en el barrio de Palermo en el año 2022. Las autoridades del “Ministerio de la Mujer, los Géneros y las Diversidades” se limitaron a decir que los violadores “no son monstruos, sino varones socializados en esta sociedad”. Es decir, todos los varones, de alguna manera, podríamos haber violado a esa mujer de habérsenos presentado la ocasión. Un disparate que mientras culpabiliza a los hombres inocentes, resta responsabilidad a los culpables (que, dicho sea de paso, eran kirchneristas y militantes feministas), y no sirvió para proteger a la mujer en ningún caso.
El wokismo es el estado puro de la ideología (Minogue) que se ha desencadenado y que ha descendido en consecuencia a los dominios de una vida cotidiana que quería preservarse de las contradicciones inherentes a lo político. Por lo mismo, el wokismo adviene también como una ideología totalitaria, en el sentido de que no deja ningún espacio de la vida sin apropiar políticamente. El eclipse de los ámbitos privados e íntimos de los individuos y las familias, tan propio de las ideologías totalitarias del siglo XX (Arendt, Aron, Linz), se produce de una manera mucho más radical con el wokismo, porque la multiplicación y la diseminación de la dialéctica opresor/oprimido no desacelera jamás. Tampoco deja diferencia sin detectar como la base de una nueva opresión a la vista. Literalmente cualquier característica, tanto cultural como biológica, tanto real como autopercibida, puede servir para producir una nueva serie de categorías políticas montadas sobre la dialéctica opresor/oprimido. Todo pensamiento y toda acción, sea en el espacio público, sea en el privado, puede estar reflejando un tipo particular de opresión.
Ahora bien, si podemos hablar de wokismo como una ideología, en el marco de la cual identificamos una gran cantidad de pequeños relatos ideológicos que se van integrando sucesivamente en ella, eso es porque de alguna manera logra anudarlos todos en un mismo “nosotros” del que surge una misma unidad de acción política. Dicho técnicamente, logra establecer relaciones “de equivalencia” (Laclau) entre todos los oprimidos de todos los sistemas opresivos: esa es la aspiración que define políticamente al wokismo. Todos los oprimidos tendrían, por tanto, algo en común: ser la “parte débil” de una relación interpretada como relación de poder. La operación discursiva que anuda a todos los “débiles” del mundo se llama “interseccionalidad”, que revelaría el hecho de que la opresión sería siempre un espectro continuo.
El wokismo constituye la venganza de los débiles y de los marginados contra sus presuntos opresores. ¿Pero, cómo se lleva adelante dicha venganza? Aquí es donde entran los políticos de izquierdas en escena. El Estado debe concebirse como garante de la “emancipación” de las minorías oprimidas, y para poner en marcha semejante proceso resulta necesario llevar a la izquierda cultural al poder. La venganza del wokismo es paradójica: consiste en que los oprimidos sean capaces de oprimir a sus opresores; pero, como son incapaces de hacerlo por sí mismos, necesitan del concurso del Estado para lograrlo.
En los últimos días, algunos periodistas sostuvieron que el wokismo en realidad “no es de izquierdas”, e incluso leí que el wokismo “es un fenómeno liberal”. Al contrario, el wokismo tiene raíces posmarxistas, que pueden identificarse con claridad en obras como Hegemonía y estrategia socialista de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en algunos textos de miembros de la Escuela de Frankfurt (especialmente, en Ensayo sobre la liberación y La tolerancia represiva de Herbert Marcuse), y en autores de la French Theory como Michel Foucault, Gilles Deleuze o Félix Guattari. De ahí que intelectuales reivindicados como propios por la militancia woke, como Judith Butler, por ejemplo, recurran una y otra vez al marco ideológico que ese tipo de pensadores ofrecieron en su momento. Políticamente, el común denominador de todos, tanto ayer como hoy, es el de adscribir a las distintas variantes de las izquierdas.
Así las cosas, el principal efecto político del wokismo consiste en expandir la máquina estatal. Dado que el Estado gobernado por izquierdistas es el garante de la “liberación”, cuenta con los títulos de legitimidad necesarios para ampliar sin cesar su tamaño. Proteger la vida, la libertad y la propiedad no alcanza para que las “minorías oprimidas” sean capaces de colocarse por encima de sus presuntos opresores. Para lograr esto último, lo que se necesitan son políticas de discriminación positiva, “medidas afirmativas”, “cupos” y “cuotas” especiales, sistemas públicos de adoctrinamiento, policías del pensamiento, ingenierías del lenguaje y un sinfín de “derechos positivos” que implican quitarles a unos y darles a otros. Es decir, implican lo que la izquierda mejor sabría hacer, de no ser porque, en la realidad, ha terminado en todos los casos protagonizando los más escandalosos casos de corrupción.
Pero los servicios que el wokismo brinda a la casta política no terminan ahí. Además de proveer un inestimable marco ideológico para la expansión del Estado, oscurece la verdadera relación política en una sociedad, a saber: la del ciudadano y el gobernante. La diferencia entre uno y otro es muy simple: uno detenta los aparatos coercitivos del Estado, y el otro no. Esta es la relación política fundamental, aquella que siempre deberíamos vigilar de cerca para prevenir la hipertrofia del poder.
El wokismo, en cambio, hace descender lo político a las relaciones de la sociedad civil, y deposita en la sociedad política las esperanza de la “liberación”. De repente, la política se desplaza del Estado a la familia, la escuela, las iglesias, las empresas, los deportes, las universidades… la contradicción política se da en todos los ámbitos y entre todos los tipos de relaciones sociales (esposo/esposa, novio/novia, padres/hijos, maestros/alumnos, sacerdotes/fieles, jefe/empleados, etc.) porque en todas ellas siempre se podrán encontrar presentes las categorías identitarias de los oprimidos luchando contra los opresores.
Curiosa inversión: las relaciones de la sociedad civil devienen relaciones políticas de opresión, mientras que las relaciones de los ciudadanos con los políticos interesados en agigantar el tamaño del Estado se convierten en relaciones liberadoras. Este es el gran atractivo que la casta política encuentra en el wokismo, y por el que Javier Milei tuvo un gran acierto al haberlo elegido como blanco de sus ataques en el Foro de Davos.
*El Autor es presidente de la Fundación Faro