En rigor, el arte de la política tiene vigencia en la medida en que surjan individuos preocupados por el destino colectivo y con deseos de transformarlo. En nuestro presente, no parece haber quién se ocupe de semejante pasión.
Entonces, encontramos, por un lado, a aquellos que reivindican el pasado kirchnerista, tardía deformación del peronismo que se abraza a símbolos discutibles como si fueran verdades absolutas. Me refiero a la asignación del número 30.000 para los desaparecidos -con los registrados, ya teníamos una masacre imperdonable-, a la defensa del lenguaje inclusivo cuya imposición desde niveles gubernamentales era innecesaria e irritativa y a la cuestión de la diversidad de género LGBTQ+. ¿Quién puede cuestionar esta libertad y mucho menos dejar de respetarla? Lo que debe ponerse en duda es la necesidad de abordarla y difundir sus principios y características desde el Estado, e incluirla en todos los niveles de la Educación y en todas las reparticiones públicas, como se hizo, convirtiéndola en una bandera de liberación al igual que la despenalización del aborto, tema con el cual yo, personalmente, no acuerdo aunque entiendo a quienes lo defienden con argumentos atendibles y serios.
Y por otro lado, si pensamos en lo que es hoy el oficialismo, las tendencias libertarias y sus rejuntes múltiples provenientes del menemismo, del radicalismo, del PRO, del mismo kirchnerismo, etc., pareciera que lo fundamental, lo central son los negocios, clave en las grandes sociedades mientras que, entre nosotros, no superan el ominoso espacio de los negociados, de esas estafas, hurtos y coimas que los privados suelen ejecutar contra el Estado o en complicidad con él. Digamos, “los pocos” contra “el todos”. El oportunismo no tiene partido, es la ideología con más adeptos en nuestra lamentable decadencia.
En medio de esas dos opciones, ninguna de las cuales abarca a los necesitados, el miedo al pasado se presenta como la expresión más pura de un fracaso que se arrastra desde Martínez de Hoz y que nadie detuvo, es más, ya lo hemos dicho, Menem y la Alianza lo emularon tristemente, con penosos resultados y con los mismos -o tan parecidos que resultan ser los mismos- funcionarios. El temor a la vuelta del ayer es -digámoslo con todas las letras- el miedo al retorno del kirchnerismo, cuya última versión dejó enormes y justificadas decepciones más allá de las dificultades que debió enfrentar, como la pandemia y la sequía. Desgraciadamente, ese tiempo supera la dimensión de los riesgos que implica la estructura del futuro, y entonces, como el pasado insistió tanto en la justicia social sin llevarla a cabo, el presente reivindica a la injusticia en tanto que a los damnificados no los afecta porque, en verdad, hace tiempo que dejaron de confiar en las palabras.
Por lo demás, hay un error conceptual en la identificación de Milei con la presidenta de Italia, Georgia Meloni, o con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Ambos defienden una identidad, que tienen de sobra consolidada, mientras el nuestro intenta una concepción colonial que implique la ruptura de toda tradición nacional y se someta a la dependencia absoluta. Todos recordamos las célebres “relaciones carnales” ensalzadas por el ministro menemista, Guido Di Tella. En eso estamos, con intenciones de ir aún más lejos en la entrega del país.
Hay dos juegos de palabras que marcan profundamente nuestro devenir: uno es aquella “zoncera” que definía Arturo Jauretche, expresada por Domingo Faustino Sarmiento -extraordinario escritor- en el título de su ensayo de interpretación Facundo o Civilización y Barbarie en las pampas argentinas. La civilización consistía en imitar lo extranjero, ya fuese lo europeo como lo estadounidense, y la barbarie, en cambio, era ser nosotros. Pocas veces llegamos a ser nosotros, y muchas –la mayoría- lograron imponerse los desesperados por copiar el modelo foráneo, los ciudadanos del mundo, los imitadores, aquellos que nunca echaron raíces.
Y el otro es “Patria o colonia”, siendo patria, eso que Donald Trump y Georgia Meloni reivindican frente al mundo y que Milei niega como si nunca hubiera existido, eligiendo como ejemplo a un multimillonario de ideas excéntricas y profundamente retrógradas. Como si las riquezas fueran más fuertes y dignas de admiración que las culturas. Mucho me temo que en este mundo que se opone a la globalización, a las social democracias y al social cristianismo, a las conquistas laborales, a la inmigración, a los derechos de las minorías, al espíritu crítico de intelectuales y científicos, un mundo en el que el Ministro de Salud de Donald Trump, hijo de Robert Kennedy, se manifiesta claramente anti vacunas, este mundo gobernado por redes sociales de consignas fáciles y ausencia de verdad -verdad que ya no es un valor apreciado- termine siendo así y el poder económico triunfe por sobre la educación y la cultura, todo en nombre de la libertad de Occidente y su civilización.