[Artículo publicado originalmente en francés en la revista Herodote] La madre de Jesús fue reconocida como “Madre de Dios” (Theotokos) por los obispos conciliares en 431, nada menos que cuatro siglos después del nacimiento de Cristo.
Esa decisión conciliar fue la respuesta a una devoción popular que no dejó de crecer a lo largo del primer milenio. Todo conducía a ella: la perfección de la Virgen María “concebida sin pecado”, la exaltación de su maternidad, su participación en la redención de la humanidad, la humilde figura de José, su esposo, el infinito respeto de Cristo por su madre...
Sin embargo, nada se daba por descontado desde el principio, a pesar del lugar que ocuparon las mujeres tanto con Cristo como en el surgimiento del cristianismo: pensemos en Helena de Constantinopla, madre del emperador Constantino, en Mónica, madre de Agustín, y en todas las santas y mártires de los primeros siglos.
Nacida en el Oriente romano, una sociedad muy patriarcal, la nueva religión fue abanderada por San Pablo, soltero, rabino y ciudadano romano. Presentado como el “segundo fundador del cristianismo”, ¡ni una sola vez mencionó a María en sus numerosos escritos! Tras él, los hombres se reservaron con toda naturalidad el acceso al sacerdocio.
Todo (o casi todo) iba a cambiar con la expansión del cristianismo en Egipto, que había conservado relaciones relativamente igualitarias entre los sexos desde la época faraónica, como señala el antropólogo Emmanuel Todd. El culto a la Virgen María surgió en las comunidades cristianas de Alejandría hacia el año 325, antes de florecer en el Occidente romano, que también se caracterizaba por una relativa igualdad en las parejas...
Hacia un culto de las mujeres
En el siglo XII, entre los Pirineos y el Rin, surgió en los círculos populares un culto a la mujer. No a cualquier mujer, sino a la madre de Cristo. Se la invocaba en cada ocasión y la mitad de las iglesias rurales estaban dedicadas a ella.
Santificada por San Bernardo de Claraval, esta devoción popular lleva a escultores y pintores a exaltar la belleza del cuerpo femenino en la figura de María.
La Virgen con el Niño se convirtió en tema central de la iconografía medieval. No pasó mucho tiempo antes de que se la representara en la famosa pose gótica, con una ligera inclinación de cadera, sosteniendo a su Hijo.
La Natividad también se convirtió en un tema iconográfico importante, compitiendo con Cristo en la Cruz. En las ciudades incipientes, los gremios están representados en los pesebres, donde dormía un niño, ante el que se inclinaban los pastores de los alrededores, pero también campesinos, artesanos, mercaderes y, mejor aún, los reyes magos de diversos colores venidos de los confines de la tierra.
Basta pensar en la importancia de estas representaciones en una sociedad que sigue siendo víctima de una violencia primitiva, masculina y guerrera. Llevan a duros guerreros a rezar delante del catre o a doblar la rodilla ante una frágil mujer que sostiene en brazos a su hijo.
Ninguna otra civilización o religión, pasada o presente, ha honrado y santificado a una mujer de esta manera (con la posible excepción de la antigua Mesopotamia y el Antiguo Imperio Egipcio en el 3er milenio a.C.).
Siglos XI-XIII: las mujeres se emancipan bajo la mirada de la Virgen
Al mismo tiempo que se desarrollaban la devoción mariana y el culto a la Virgen, la Iglesia se preocupaba por proteger en la medida de lo posible a las mujeres de la brutalidad masculina.
A partir del siglo XI, la primera exigencia fue que los matrimonios se celebraran entre adultos que dieran su consentimiento y fueran presenciados. También prohibió los matrimonios entre primos para proteger a las niñas de los matrimonios concertados o forzados. Estas disposiciones, hay que subrayarlo, siguen siendo el sello distintivo de la civilización occidental.
La Iglesia también condena las relaciones sexuales no consentidas, incluso dentro del matrimonio (violación marital). Impone el matrimonio indisoluble (¡incluso en caso de adulterio femenino!). Se trata de proteger a las mujeres del repudio, que, en ausencia de un Estado de bienestar, las reduciría a la pobreza o a la prostitución.
Además, las jóvenes que se negaban a casarse podían ingresar en un convento. En una época en que la fe y la devoción a Dios eran unánimemente compartidas, la vida de monja no era una perspectiva más desagradable que una vida de miseria con un marido desagradable... o una vida de soledad a merced de los escraches y otras formas de violencia. También en este caso, la opción ofrecida a las mujeres de rechazar el matrimonio y la maternidad conservando la estima del grupo social no existe en ninguna otra civilización.
Así pues, contrariamente al tópico contemporáneo que reduce la historia de Occidente a un largo período de dominación del hombre sobre la mujer, el cristianismo medieval propició avances en la condición de la mujer sin parangón en otras culturas. A través de la legislación matrimonial, el culto mariano y el amor cortés, enseñó a los hombres a respetar a las mujeres (nota).
En la sociedad civil, las mujeres también disfrutaron del acceso a casi todas las profesiones (excepto el sacerdocio). Podían ejercer la medicina, dirigir un taller o una escuela, o incluso comandar tropas de soldados como la condesa Matilde (siglo XI), Leonor (siglo XII) o Juana de Arco (siglo XIV).
¿Las mujeres galorromanas fueron liberadas por los bárbaros?
La antropología podría explicar este primer movimiento de emancipación femenina. El Occidente romano, es decir, la zona galo-romana y las Islas Británicas, se caracterizaba a principios de la era cristiana por sociedades “nucleares” (familias reducidas a una pareja e hijos), con una relación relativamente igualitaria entre los cónyuges. La patrilinealidad (primacía de los hijos varones) desapareció a finales del Imperio Romano, al tiempo que se generalizaba el matrimonio por contrato. Además, las invasiones germánicas del siglo V introdujeron la prohibición del matrimonio entre primos. A ello se añadió una aportación específicamente cristiana: la indisolubilidad del matrimonio y la condena del repudio por el propio Jesús. El resultado es una visión más liberal de las relaciones entre hombres y mujeres que la fundamentalmente patriarcal que prevalecía en el mundo mediterráneo y oriental. Este puede considerarse el origen tanto del culto mariano como de la primera emancipación de la mujer en el Occidente medieval.
Esta explicación parece confirmarse a contrario por el hecho de que el mundo católico ibérico (España, Portugal, América Latina) se atuvo a las reglas matrimoniales establecidas por los concilios occidentales. Pero debido a su tropismo mediterráneo, reforzado por la invasión árabe del siglo VIII, permaneció apegado hasta las últimas décadas a una visión muy patriarcal de la mujer (mayor sumisión al marido y mayor tolerancia del adulterio masculino, etc.).
Decadencia del culto mariano; regresión de la condición de la mujer
El culto mariano decayó a finales del siglo XV, cuando el humanismo y la Reforma protestante supusieron una vuelta a los preceptos de la Antigüedad grecorromana y de la Biblia hebrea, mucho más severos con las mujeres. En los castillos y palacios del Renacimiento y la Edad Moderna, tanto en Chambord como en Versalles, las representaciones de la Virgen María fueron sustituidas por ninfas y diosas inspiradas en la Antigüedad.
Al mismo tiempo -y esto fue pura coincidencia-, los luteranos cerraban los conventos y no dejaban a las mujeres más opción que el matrimonio y la maternidad; en las universidades, los clérigos laicos (hoy diríamos “intelectuales”) devolvían a las mujeres a sus fogones y las expulsaban de los gremios.
Si las mujeres se mostraban demasiado independientes de espíritu o de moral, se las acusaba de las peores fechorías. En Europa Central, fue la “gran caza de brujas” (1560-1630). La Francia católica, sin embargo, se libró de estos ultrajes...
El rey Luis XIII, desesperado por un heredero tras 22 años de matrimonio con Ana de Austria, apeló a la Virgen María. Y entonces, en una noche lluviosa del 5 de diciembre de 1637, pareció producirse el milagro: la Reina estaba encinta.
El 10 de febrero de 1638, Luis XIII cumplió el voto que había hecho en la Navidad de 1635 de consagrar Francia a la Virgen María. Firmó un edicto y lo hizo registrar por el Parlamento como ley fundamental del reino. El rey instituyó también una procesión cada año, el 15 de agosto, para la fiesta de la Asunción, en todas las iglesias del reino...
Cabe señalar que las mujeres francesas aún conservan vestigios de la libertad que habían adquirido en la época de las catedrales. En los salones del Siglo de las Luces, las mujeres cultas de la alta sociedad actuaban como musas de las grandes mentes de la época.
Cuando llegó la Revolución, las mujeres se implicaron activamente. El 5 y 6 de octubre de 1789, fueron a Versalles a buscar al Rey... No es casualidad que el cariñoso nombre de pila Marianne, derivado de Marie, fuera atribuido por nuestras feroces revolucionarias a la benévola República.
Pero todo cambió en el otoño de 1793. Charlotte Corday, Mme Roland, OIympe de Gouges y Marie-Antoinette fueron enviadas a la guillotina... Las mujeres fueron expulsadas de las tribunas y devueltas a sus cocinas. Fue el comienzo de un declive fenomenal de la condición de la mujer. En Francia, como en el resto de Europa, los burgueses con sus trajes oscuros rehacían el mundo, mientras sus esposas e hijas se movían con sus vestidos de miriñaque.
Mediados del s.XIX: renacimiento de la devoción mariana
La Virgen María, olvidada durante mucho tiempo, vuelve poco a poco al centro de la escena a mediados del siglo XIX. La medalla de la rue du Bac, el dogma de la Inmaculada Concepción y la peregrinación a Lourdes dan testimonio de ello.
En 1830, Catherine Labouré, monja de la Congregation Hijas de la Caridad de Saint-Vincent de Paul, afirmó haber tenido tres apariciones de la Virgen María en la capilla de la congregación de la rue du Bac, en pleno centro de París. Se dice que María le pidió que acuñara una medalla a su semejanza. Inmediatamente muy popular e invocada durante la epidemia de cólera de 1832, esta medalla de Notre-Dame des Grâces fue pronto calificada de “medalla milagrosa”.
En respuesta al renacimiento de la devoción popular y para poner fin a varios siglos de debate teológico, el Papa Pío IX hizo de la creencia en la Inmaculada Concepción un dogma oficial de la Iglesia Católica el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus.
En 1858, las dieciocho apariciones de la Virgen María en Lourdes le dieron una publicidad excepcional. A Bernadette Soubirous, en la gruta de Massabielle, la Virgen se le presentó y le dijo, en gascón: “Que soy era inmaculada councepciou” (”Soy la Inmaculada Concepción”).
La pastora de 14 años comunicó estas palabras a su párroco, sin saber que el Papa Pío IX había proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción cuatro años antes. Las apariciones en la gruta milagrosa estimularon la devoción a María... e hicieron de Lourdes una de las peregrinaciones más famosas del mundo.
El domingo 13 de mayo de 1917, durante la Primera Guerra Mundial, tres niños de Fátima, un pequeño pueblo portugués al norte de Lisboa, también fueron testigos de una aparición luminosa mientras cuidaban de sus ovejas. Francisco, Lucía y Jacinta no dudaron de que se trataba de la Santísima Virgen, la madre de Jesucristo. Ella les invitó a encontrarse con ella seis veces, todos los días 13 de cada mes, hasta octubre del mismo año.
En julio de 1917, les confió tres secretos que sólo debían ser revelados al Papa. En sentido estricto, se trataba de “visiones”, las dos primeras reveladas en 1941 por Lucía, que se convirtió en “Sor Lucía”: una visión del infierno y la esperanza de que Rusia se consagrara a la Virgen María. La tercera, sobre un atentado contra la vida del Papa, fue revelada en 2000 por Juan Pablo II.
En Francia, el apego popular a la Virgen María no cesa. A finales del siglo XIX, se medía por la frecuencia del nombre de pila Marie, llevado por una de cada cinco niñas, como señala Jérôme Fourquet (L’Archipel français).
Si nos atenemos a la idea de que el culto mariano en el siglo XII acompañó un primer movimiento de emancipación de la mujer, podemos ver en su resurgimiento en el siglo XIX los inicios de las corrientes feministas que florecerían en Francia y Occidente a mediados del siglo siguiente.
Desde Ambrosio de Milán hasta el joven Carlo Acutis, pronto canonizado, pasando por Santo Domingo y el Padre Pío, el culto mariano ha sido de una fecundidad inmensa para la Iglesia y el mundo. Y sigue siendo la figura de María la que lleva a protestantes, judíos y musulmanes a convertirse al catolicismo. Lo mismo puede decirse de Véronique Lévy, hermana de BHL, y del actor Gad Elmaleh, que evoca su conversión con una ternura conmovedora en la película Reste un peu (2022).
Sea cual sea la descristianización que siguió al Concilio Vaticano II, la devoción mariana sigue viva, ¡incluso entre ateos declarados! Los marselleses no nos llevarán la contraria, tan apegados están a su “Buena Madre” (la iglesia Notre-Dame de la Garde) con todas las fibras de su alma. Esperemos que la protección de esta “Buena Madre” nos preserve de las amenazas que pesan sobre los derechos de las mujeres en Occidente y en el resto del mundo.
Bibliografía
Nuestro resumen de la Virgen en la fe católica debe mucho al artículo que nuestra colaboradora Claudia Peiró extrajo del libro Investigación sobre María (ed. Aguilar, 2015), de Corrado Augias y Marco Vannini. También quisiera agradecer a Julien Colliat y Ambroise Tournyol du Clos sus valiosas contribuciones.
Los desarrollos sobre el lugar de la Virgen María en nuestra cultura y civilización se basan en gran medida en nuestros libros Notre Héritage, Ce que la France a apporté au monde (L’Artilleur/Herodote.net, 2022) y Les Femmes à travers l’Histoire (Herodote.net, 2021). Los recomendamos encarecidamente a todos los que quieran aprender divirtiéndose.