Existe un signo universal que refleja, sin ninguna duda, el crecimiento económico, la calidad de vida y el desarrollo de un país: es poseer una sólida y próspera clase media.
Durante décadas, Argentina se destacó a nivel mundial -y muy especialmente en Latinoamérica- por tener un mayoritario segmento de profesionales, comerciantes, empresarios pymes, emprendedores y obreros bien pagos, que conformaban el núcleo más importante de nuestra estructura social. Un tridente que pivoteó entre economía, educación y la cultura del trabajo que dio base a la célebre “movilidad social ascendente”.
No obstante, desde mediados del siglo pasado, tras una sucesión cíclica de interrupciones políticas, paradigmas económicos erráticos, regulaciones asfixiantes y niveles de corrupción crecientes, la ecuación cambió definitivamente.
Salvo brevísimos periodos de recuperación, la tendencia siguió una sólida y consistente sangría desde la clase media hacia la clase baja, mermando y achicando el sector tan dinámico de la economía.
Tal es el nivel de degradación socio-económica, que en diciembre de 2023 Argentina ocupó el anteúltimo lugar en el ranking latinoamericano de salarios mínimos mensuales expresados en dólares, antes de Venezuela. Si hablamos de salario promedio, a octubre de 2023, antes de las elecciones generales, era de 330 dólares; mientras que en las PASO de 2019 fue de 1.200 dólares, una caída de más del 70% en tan solo cuatro años que generó 4 millones de nuevos pobres.
Convulsiones políticas mediante, cada vez se hizo más difícil generar trabajo e inversiones, cortando esa tendencia positiva que nos mantuvo como líderes indiscutidos en la región, con índices sociales comparables o mejores que en algunos países del primer mundo.
Nuestra matriz socio-económica se fue subdesarrollando, aplanando la pirámide social, haciéndola cada vez más chata y horizontal. De seguir este rumbo, esa pirámide pronto quedará configurada por una pequeña cima de privilegiados (por herencia, favorecidos por regulaciones o cercanía con el poder); una mínima franja de clase media superviviente (que más que movilizarse hacia arriba se diluye a la baja); y una enorme base de clase baja, estancada e inmovilizada en niveles de vida bajísimos, incluso para estándares argentinos.
Una muestra de la magnitud del achatamiento completo de la pirámide social es que quien hoy gana poco más de 1.000 dólares, está en el 10% de la población con mayores ingresos; mientras que un asalariado promedio con ingresos de 400 dólares (considerado clase media baja) en realidad tiene una pobreza digna.
Así, se creó una clase media blue si lo medimos a nivel internacional, que dice ser de ingresos medios cuando es considerada clase baja en muchos lugares del mundo. Tengamos en cuenta que nuestra clase trabajadora formal percibe salarios por debajo de la línea de pobreza, un hecho inédito y escalofriante.
La salida más evidente a este complejo problema, no es mágica ni automática. Requiere de una planificación integral, de largo plazo y transparente. La improvisación también es causal de la crítica situación actual.
Las bases para un país normal, sin tener una mirada integral, no son bases. De mínima, economía, empleo, educación, salud y seguridad, deben ser ejes prioritarios para la reconstrucción que nuestra Argentina necesita.
Educación de calidad, recomponer la seguridad interna y externa, combatir el narcotráfico, hacer más eficiente e integrar el sistema de salud, una reforma tributaria que baje o elimine impuestos a las personas, al trabajo, a la inversión y al consumo, desregular todo lo que sea posible y ser implacables contra la emisión-inflación, son parte del camino a seguir para que vuelva la armonía a una composición social actualmente caótica.
Las sociedades no se suicidan, y algo de eso fue el grito de hartazgo y cambio que se plasmó en las urnas el pasado 19 de noviembre.
Bajar el gasto público, sincerar números, tener responsabilidad fiscal y que el Estado deje de ser un peso para mutar en facilitador, son cambios culturales a los que les llegó su tiempo. Un mensaje electoral contundente que numéricamente puede ser la sumatoria de la clase media actual más los votos de los que fueron clase media en el pasado.
Dejando los cálculos de lado, hay que coincidir en que no sirve un salto al vacío o repetir recetas fallidas. Volver a tener una Argentina socialmente pujante sólo se logra con un cambio rotundo, coherente y sin miedo para reinstalar el paradigma de los valores y principios que una vez tuvimos y que nos hizo grandes.