
La breve historia argentina marca desde mitad del siglo XX un sinfín de tragos amargos en materia económica. Múltiples cambios de moneda, dos hiperinflaciones, confiscaciones de depósitos, inflación descontrolada solo pausada por algún aislado paréntesis de normalidad, índices de pobreza crecientes, un conurbano que nació como promesa y es hoy una de las zonas más pobres y violentas del país y una dirigencia política que no ha estado a la altura de un país equivocado y en la más absoluta decadencia.
Durante todo este tiempo de declive crónico de la Argentina hemos logrado normalizar situaciones que resultan absolutamente anormales para aquellos países que pertenecen al mundo civilizado. La inflación nos acompaña desde hace más de dos décadas y si bien buena parte del planeta ya ha comprendido hace mucho que la inflación sostenida en el tiempo atenta contra el crecimiento y golpea a los que menos tienen, nadie ha encarado el problema inflacionario de manera razonable. La emisión monetaria sin control y el descalabro fiscal constante lejos estuvieron de ser problemas abordados por los gobiernos de turno sino más bien lograron convertirse en vastas herramientas populistas que solo profundizaron el subdesarrollo y el clientelismo político. En los últimos 60 años hemos hecho una veintena de acuerdos con el FMI (los que se han incumplido prácticamente todos), hemos multiplicado por 10 los índices de pobreza, hemos empezado a hablar de indigencia (hoy en torno al 9% de la población), hemos también acumulado 170 billones por ciento de inflación (170.000.000.000.000%) y hemos también destruido el ahorro y la inversión.
En el inconsciente colectivo tal vez el concepto de “bomba” tenga definiciones más contundentes o episodios claramente identificables: el “Rodrigazo”, las hiperinflaciones de 1989 y 1990 (por encima del 3.000% anual de inflación), el plan Bonex 89 que confiscó los depósitos del sistema financiero o un 2001 que terminó con la Convertibilidad e hizo perder miles de millones de dólares a ahorristas incautos que no creyeron ningún momento que después de algunos pocos meses de haberse aprobado una ley llamada “de intangibilidad de los depósitos” la política iba nuevamente a estafarlos.
Esta semana el mercado tomó la fotografía de las consecuencias de una mala praxis económica que no tenía otro destino que fuera el del más absoluto fracaso. Solo en un día la moneda dio un nuevo salto devaluatorio en orden al 25 por ciento. En apenas 24 horas quienes tenían pesos en sus bolsillos perdieron un cuarto de su poder de compra. Las empresas que cotizan en bolsa cayeron en promedio un 10% y las primeras horas de la semana se vieron signadas por el desconcierto de los comerciantes, la remarcación de precios y la escasez de muchos productos para quienes iban en búsqueda de sus bienes habituales: el descontrol parecía incontrolable. Además esto traerá aparejado el aumento de la pobreza y la indigencia posiblemente sentenciando al país a subir un escalón más en un camino firme hacia un país donde la mitad de su población sea pobre y carente de futuro. Creer que esa “bomba” aún no ha explotado es simplemente un recurso inconsciente proveniente de recuerdos de aquellos tiempos críticos del pasado que no nos dejan ver con claridad lo que hoy está ocurriendo en la Argentina.
Aceptar nuestros fracasos y entender nuestros errores es la única manera de lograr dar vuelta la página económica, social y cultural. Entender lo que resulta irrepetible será en tal caso lo único que evite que en algún tiempo volvamos a implosionar. Por ahora, parece estar todo por hacer y dependerá de los próximos meses si empezamos a dejar atrás esa “bomba” o si una vez más y sin darnos cuenta comenzamos a formar una nueva bomba que en algún inoportuno momento nos haga volver a peligrar.
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