
En estos días vemos con renovado asombro, pero sin sorpresa, el último aporte al diccionario político argentino en boca de militantes, jueces y funcionarios, que dejaron atrás el eufemismo de la “democratización de la Justicia” y, ya sin vueltas, solicitan la renuncia de los ministros de la Corte Suprema para reemplazarlos con “jueces populares”, los que estarían legitimados -según ellos- para administrar justicia, y así podríamos los argentinos disfrutar de una verdadera “justicia nacional y popular”.
En la obvia traducción de ese particular diccionario, donde dice “jueces populares” debemos leer “jueces militantes”, que aseguren una Justicia sumisa y dependiente del poder político. Los argumentos de quienes marchan se centran en “expresar el repudio popular y peticionar colectivamente a las autoridades la urgente democratización de la justicia con perspectiva de género, el fin del lawfare, y la reformulación de la instancia más alta del Poder Judicial”.
En la escalada de declaraciones y comunicados uno observa como, sin sonrojarse, los peticionantes sostienen que la Corte Suprema es parte de un entramado de poder constituido por una alianza entre el órgano jurisdiccional, sectores políticos y medios de comunicación “hegemónicos”. Este “relato” oculta, detrás la decisión de eliminar o condicionar el funcionamiento de uno de los poderes fundamentales del Estado de derecho -aquel que garantiza el equilibrio de poderes y custodia, nada más y nada menos-, que un ataque a nuestras libertades.
El gran Simón Bolívar -que como suele suceder con nuestros próceres, muchas veces es citado pero poco imitado- dijo alguna vez que “la Justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostiene la igualdad y la libertad”, y por eso esta marcha no solamente es un ataque a la justicia sino directamente un desconocimiento a la propia Constitución Nacional.
Nuestra Constitución es sabia y contempla mecanismos específicos para resolver las críticas, disidencias e interpretaciones a través de proyectos de ley, el juicio político, etc., pero siempre mediante la utilización de los organismos institucionales de la democracia. Y nadie puede poner en duda que la democracia es el sistema de convivencia que los argentinos hemos elegimos para vivir, y que ella debe ser interpretada también como un sistema vivo, dinámico, al que las circunstancias y los tiempos perfeccionan, a medida que los ciudadanos y gobiernos modifican sus demandas, necesidades y expectativas.
El Poder Judicial de la Nación es un órgano creado por nuestra Carta Fundamental que funciona como el contrapeso a los eventuales atropellos de los otros poderes del Estado, cumpliendo así una función esencial de equilibrio entre poderes. Tal vez sea difícil de entender para algunos o constituya un freno a sus ambiciones, pero en un país que se construye desde las diferencias y los consensos es necesario que funcione el juego de compensaciones entre poderes a fin de poner límites a las arbitrariedades de los restantes. Por todo esto nunca en una república el atropello a un poder del Estado puede ser la regla; por el contrario, éste debe ser denunciado y repudiado, porque es directamente un ataque a la democracia y, como bien decía el escritor francés Albert Camus, “si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”.
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