Ucrania: la guerra que ya no conviene a nadie

Los planes de paz actuales hablan de seguridad para Kiev, pero eluden deliberadamente el núcleo del problema

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TALYA ISCAN, Académica de la
TALYA ISCAN, Académica de la Escuela de Gobierno y Economia de la Universidad Panamericana y de la Facultad de Empresariales, experta en política internacional y seguridad

Los recientes anuncios sobre avances en un plan de paz y seguridad para Ucrania han sido celebrados en Europa como señales de madurez diplomática: fuerzas multinacionales, garantías externas y nuevos mecanismos de supervisión. Sin embargo, el entusiasmo contrasta con una realidad incómoda: la mayoría de estas propuestas siguen diseñadas sin Rusia, como si la paz pudiera imponerse ignorando al actor central del conflicto.

Desde Moscú, la guerra en Ucrania no es presentada como una aventura expansionista improvisada, sino como la consecuencia directa de un deterioro prolongado del equilibrio estratégico europeo. Durante más de treinta años, Rusia observó cómo la OTAN avanzaba hacia el este, incorporando países que históricamente habían funcionado como zonas de amortiguamiento. Para el Kremlin, Ucrania representó la última línea roja: un Estado fronterizo, con profundas conexiones históricas, culturales y militares, convertido progresivamente en plataforma de contención occidental.

Los planes de paz actuales hablan de seguridad para Kiev, pero eluden deliberadamente el núcleo del problema: la arquitectura de seguridad europea se ha construido sin integrar los intereses rusos. Congelar el conflicto mediante misiones internacionales no resuelve la causa estructural; simplemente la posterga. Desde esta perspectiva, Rusia no rechaza la paz, rechaza una paz que consolide su exclusión estratégica.

El discurso occidental insiste en que Ucrania tiene derecho soberano a elegir sus alianzas. Rusia responde que, en un sistema internacional realista, las decisiones de seguridad de un Estado tienen efectos directos sobre sus vecinos. Esta tensión entre soberanía formal y equilibrio de poder es vieja, pero hoy se manifiesta de forma brutal en el campo de batalla.

A medida que la guerra se prolonga, emerge un dato que incomoda a todos: el desgaste no es simétrico. Ucrania depende casi por completo del financiamiento, armamento y respaldo político occidental para sostener el conflicto. Rusia, en cambio, ha reconfigurado su economía hacia un esquema de guerra prolongada, ha ampliado alianzas con potencias no occidentales y ha demostrado una capacidad de resistencia a las sanciones mayor a la anticipada.

Este desequilibrio explica por qué Moscú insiste en condiciones que Occidente califica de inaceptables: neutralidad ucraniana, límites a su militarización y reconocimiento de hechos consumados. No se trata solo de exigencias territoriales, sino de impedir que Ucrania se convierta en un eslabón permanente de la OTAN en su frontera occidental.

Aquí aparece una pregunta clave que rara vez se formula con honestidad: ¿qué ganaría realmente Ucrania ingresando a la OTAN o a la Unión Europea en el corto o mediano plazo? La respuesta es incómoda. La promesa de integración ha funcionado más como incentivo político que como horizonte realista. Mientras tanto, ha tenido un costo tangible: convertirse en el epicentro de una guerra de desgaste entre grandes potencias.

 Sputnik/Gavriil Grigorov/Pool via REUTERS
Sputnik/Gavriil Grigorov/Pool via REUTERS ATTENTION EDITORS - THIS IMAGE WAS PROVIDED BY A THIRD PARTY.

Aceptar una Ucrania neutral no implicaría una derrota moral, sino una salida pragmática. La historia europea está llena de Estados cuya neutralidad garantizó estabilidad regional durante décadas. Persistir en metas que Rusia considera existenciales solo prolonga un conflicto que ya ha demostrado no tener solución militar clara.

Más allá de discursos y narrativas, la guerra en Ucrania tiene un balance devastador. Tras más de tres años de conflicto, las estimaciones internacionales hablan de cientos de miles de muertos y heridos combinados entre combatientes y civiles, millones de desplazados internos y refugiados, y una infraestructura económica severamente dañada. Ciudades enteras han quedado destruidas, generaciones marcadas y una región estratégica del mundo atrapada en la incertidumbre.

El impacto no se limita a Ucrania o Rusia. La guerra ha tenido repercusiones globales:

  • crisis energética en Europa,
  • inflación alimentaria en países del Sur Global,
  • reconfiguración de cadenas de suministro,
  • aumento del gasto militar en detrimento de políticas sociales,
  • y una erosión profunda del sistema internacional basado en reglas.

Cada año adicional de guerra multiplica estos costos sin acercar una victoria definitiva para nadie. Ni Ucrania puede recuperar todo por la vía militar, ni Rusia puede imponer una paz duradera sin negociación. El conflicto se ha convertido en un punto muerto estratégico.

Por eso, terminar la guerra no es solo un imperativo moral, sino una necesidad geopolítica. Una Ucrania neutral, con garantías internacionales reales y un marco de seguridad que incluya a Rusia, no es una concesión ideológica: es una condición para estabilizar Europa. Mantener la ficción de una ampliación indefinida de la OTAN y la UE hacia el este solo prolonga la confrontación y eleva el riesgo de una escalada mayor.

Un elemento que ha cobrado relevancia en las últimas semanas es el tono —inusualmente operativo y calculado— de las declaraciones de Vladimir Putin. Lejos de los discursos maximalistas de los primeros años de la guerra, el Kremlin ha insistido en que Rusia está dispuesta a negociar “sin condiciones previas”, siempre y cuando se reconozcan las “realidades sobre el terreno” y se garantice que Ucrania no será utilizada como plataforma militar contra Moscú. Este giro no es menor: refleja el interés ruso en cerrar un frente costoso, estabilizar su entorno inmediato y concentrarse en otros desafíos estratégicos globales.

Putin ha subrayado en varias ocasiones que el objetivo ruso no es la destrucción del Estado ucraniano, sino la redefinición de su estatus estratégico. En su narrativa, una Ucrania neutral, desmilitarizada y con garantías de seguridad multilaterales no solo beneficiaría a Rusia, sino que devolvería previsibilidad a toda Europa oriental. Aunque Occidente suele descartar este discurso como retórico, lo cierto es que coincide con un principio clásico de la seguridad internacional: los conflictos se resuelven cuando las potencias perciben que sus intereses vitales han sido razonablemente protegidos.

En este contexto, también resulta significativo el canal de comunicación que se ha ido abriendo —directa o indirectamente— entre Moscú y Donald Trump. Más allá de afinidades personales, Trump encarna una visión transaccional y orientada a resultados de la política exterior estadounidense. Desde esta lógica, la guerra en Ucrania aparece como un conflicto caro, prolongado y de beneficios decrecientes para Estados Unidos. No es casual que Trump haya reiterado que, de volver al poder, impulsaría una negociación rápida, incluso si ello implica concesiones políticamente incómodas.

Para Moscú, Trump es visto como un interlocutor más previsible y menos doctrinario que el establishment tradicional de seguridad estadounidense. No necesariamente más favorable, pero sí más dispuesto a negociar en términos de costos, beneficios y equilibrios, en lugar de cruzadas normativas. Este entendimiento ha abierto la puerta a señales de distensión: reducción del lenguaje apocalíptico, énfasis en la negociación y una narrativa rusa que insiste en que la paz es posible si Washington abandona la lógica de expansión indefinida.

Estos avances no deben interpretarse como una solución inmediata, pero sí como una ventana política. En los conflictos prolongados, las guerras no terminan cuando una parte “vence”, sino cuando los actores clave coinciden en que continuar es más costoso que pactar. Hoy, tanto Rusia como sectores influyentes de la política estadounidense parecen acercarse a ese umbral.

Integrar las declaraciones de Putin y la posibilidad de una interlocución basada en cálculo estratégico con Trump no implica validar todas las acciones rusas, sino reconocer una realidad fundamental: la paz no surgirá de planes diseñados exclusivamente en Bruselas o Kiev. Requerirá una negociación directa entre quienes realmente pueden detener la guerra. Y hoy, guste o no, Moscú y Washington siguen siendo los actores decisivos.

La paz será incómoda, imperfecta y políticamente costosa. Pero la alternativa es clara: más años de guerra, más muertos, más fractura internacional. Reconocer que Ucrania no puede ser el campo de batalla permanente entre Rusia y Occidente es el primer paso para cerrar una guerra que ya ha durado demasiado y ha costado demasiado a todos.