
La publicación de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos marca un giro profundo en su política exterior: un regreso explícito al hemisferio occidental como área de “prioridad estratégica”. Esta orientación no es nueva; remite directamente a la Doctrina Monroe (1823), que definía a América como “zona de influencia exclusiva” de EEUU. Durante la Guerra Fría, este principio justificó más de 40 intervenciones directas e indirectas en América Latina, desde Guatemala en 1954 hasta Chile en 1973, todo bajo el argumento de la seguridad. Lo inquietante es que, dos siglos después, esa lógica reaparece bajo un nuevo envoltorio geopolítico.
El documento presentado por la administración estadounidense señala que Europa atraviesa un “declive civilizatorio”, responsabilizándola por políticas liberales, multiculturalismo y regulaciones comunitarias. Este lenguaje —inusitado en documentos oficiales— no solo refleja un distanciamiento con la UE, sino un desplazamiento del interés estratégico: menos Europa, menos Oriente Medio, menos presencia militar en Asia; más enfoque en el continente americano, en control migratorio y en seguridad fronteriza. La frase “la era de las migraciones masivas debe terminar” sintetiza esta visión, que mezcla seguridad hemisférica con política doméstica.
La estrategia recoge datos duros que justifican su narrativa: cerca de 2.5 millones de detenciones en la frontera sur en 2023, el número más alto en la historia reciente; y un aumento de más del 400% en solicitudes de asilo en la última década. También menciona que América Latina concentra casi el 30% de los homicidios del mundo, pese a representar apenas el 8% de la población global.
Un concepto clave para entender este giro estratégico es el de securitización, desarrollado por la Escuela de Copenhague. La securitización ocurre cuando un Estado declara que un fenómeno —como la migración, el narcotráfico o incluso la influencia extranjera— constituye una “amenaza existencial” que justifica medidas extraordinarias fuera de la política normal. En otras palabras, convierte un problema social o económico en un asunto de seguridad nacional. La nueva estrategia estadounidense hace precisamente eso: transforma la migración y la disputa geoeconómica con China en amenazas que requieren intervención, control territorial y reconfiguración del orden hemisférico.

Cuando EEUU afirma que “la era de las migraciones masivas debe terminar” no está describiendo una dinámica, sino construyendo una narrativa que permite desplegar políticas más duras hacia América Latina. Para México, esta securitización significa que fenómenos multidimensionales como la movilidad humana o la violencia criminal pueden ser tratados desde una lógica militarizada, donde la prioridad ya no es la protección de las personas sino la estabilidad del Estado vecino. Esto aumenta la asimetría estructural en la relación bilateral y condiciona cualquier negociación futura. El mencionado documento estadounidense transforma estas cifras en un argumento de securitización total, sin considerar los factores estructurales que explican dichos flujos: desigualdad, violencia criminal, cambio climático, caída de sistemas agrícolas, economías precarias y redes transnacionales del crimen organizado.
Al mismo tiempo, EE. UU. reformula su competencia global. Ya no se trata de ser el “policía del mundo”, sino de competir geoeconómicamente con China evitando sobreextenderse militarmente. Para ello necesita reforzar su retaguardia: América Latina.
Desde esta perspectiva, el continente deja de ser un socio para convertirse en un buffer zone, una zona tampón que evite vulnerabilidades. Esta visión instrumental, aunque eficaz desde su óptica, reintroduce una relación jerárquica que América Latina ha intentado superar desde los años noventa.
¿Y América Latina? ¿Y México? El impacto se trata de una estrategia que reordena el hemisferio…Este cambio estratégico tiene consecuencias profundas para América Latina —especialmente para México— porque redefine las prioridades de seguridad y política exterior de la superpotencia vecina. Un enfoque militarizado en migración puede derivar en nuevas presiones regionales: acuerdos fronterizos más estrictos, exigencias de “contención” migratoria en países de tránsito (como México, Guatemala y Panamá) y posibles operaciones conjuntas contra el crimen organizado en espacio aéreo o marítimo. La historia demuestra que estas políticas suelen expandirse: el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida empezaron como programas de cooperación y terminaron transformándose en arquitecturas de seguridad permanentes.
El riesgo central es que la región pierda autonomía estratégica. Si EEUU prioriza su influencia hemisférica, bloqueará —directa o indirectamente— el avance de China, Rusia e incluso de proyectos latinoamericanos propios como CELAC. Ya existen precedentes: en 2022, Washington presionó para impedir inversiones chinas en puertos estratégicos de México y en sistemas de telecomunicaciones. Con esta nueva estrategia, esa presión podría formalizarse bajo el discurso de “seguridad hemisférica”.
Para México, las implicaciones son aún más delicadas. Como país fronterizo y principal socio comercial de EE. UU., queda situado en el corazón de esta estrategia. El país podría enfrentar tres presiones:
1. Migración: mayor exigencia para detener flujos antes de llegar a EE. UU.; más operativos en el sur; contención como moneda de negociación.
2. Seguridad y crimen organizado: posibilidad de nuevas estructuras de cooperación militar o de inteligencia, quizás más intrusivas; mayor vigilancia de puertos y corredores.
3. Comercio y geoeconomía: presiones para alejarse de proveedores chinos y asegurar “nearshoring” bajo condiciones estadounidenses.
A largo plazo, esta estrategia puede reforzar ideas de dependencia y tutelaje sobre América Latina si no se equilibran con agendas propias de integración, autonomía y diversificación.
La región enfrenta entonces un dilema: aceptar la centralidad de EEUU como garante de seguridad o construir un modelo propio que le permita negociar desde una posición menos vulnerable. En cualquier caso, el nuevo enfoque estadounidense no es neutro: reorganiza el tablero hemisférico y coloca a México en una posición geopolítica decisiva.
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