Infancia rota, tatuajes y venganza: la travesía de ‘Hello Kitty’ en Santa Martha

El caso de María Elena pone en evidencia la falta de protección y las consecuencias de la exclusión social en la vida de las mujeres privadas de libertad

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El primer homicidio de María
El primer homicidio de María Elena ocurrió bajo los efectos de las drogas y marcó el inicio de su vida en prisión. (captura YT @Penitenicia)

Los muros del penal de Santa Martha resguardan historias que desafían cualquier expectativa. Entre ellos, María Elena, conocida como “Hello Kitty”, relata una vida marcada por la violencia y el abandono, circunstancias que la condujeron a cometer delitos graves y a una profunda reflexión sobre su salud mental y su pasado.

Su testimonio revelado a través del podcast Penitencia, está cargado de crudeza, expone las grietas de un sistema incapaz de proteger a quienes más lo necesitan y revela cómo la línea entre víctima y victimaria puede desdibujarse en contextos de exclusión.

“Hello Kitty” no es casualidad, María Elena lo adoptó desde pequeña, identificándose con la popular figura de la gatita, y lo convirtió en un emblema personal.

Sus tatuajes, lejos de ser simples adornos, representan episodios de su vida y, en particular, los moños de Hello Kitty simbolizan a sus víctimas.

(Captura YT Penitencia)
(Captura YT Penitencia)

Abuso familiar, el abandono y la falta de apoyo

“Siempre he sido fan de ella y me lo fui ganando con el transcurso de los años”, explica. El sobrenombre se consolidó en las calles de la colonia Guerrero, donde la discriminación y la supervivencia diaria la acompañaron desde su adolescencia.

Incluso dentro de la prisión, el apodo la precede: “Aquí, si no conoces a Hello Kitty, no conoces Santa Martha”, afirma, aludiendo a la notoriedad que ha alcanzado entre internas y personal del penal.

La infancia de María Elena estuvo marcada por la violencia familiar y el abandono. A los diez años, huyó de su casa tras sufrir abusos por parte de su hermano mayor, una situación que su madre se negó a reconocer.

“Me salí a la edad de los diez años de mi casa porque yo vivía de violencia”, recuerda. La calle se convirtió en su refugio y escuela, donde aprendió a sobrevivir y a trabajar en la artesanía, pero también donde experimentó peligros y carencias.

La ausencia de apoyo familiar fue una constante: “Siempre veía gente extraña a mi alrededor, porque mejor tenía abrazos de otra gente que de mi propia familia”. La relación con su madre se mantuvo distante y conflictiva, y la figura materna solo buscaba a María Elena cuando necesitaba ayuda en el hogar.

Durante la adolescencia, la vida de María Elena se vio atravesada por las adicciones, la prostitución y la maternidad precoz.

Fue internada en un centro de rehabilitación a los once años, donde, lejos de encontrar ayuda, aprendió a consumir drogas y conoció a su primera pareja, un hombre de treinta y un años cuando ella tenía apenas once.

A los trece, se convirtió en madre, pero la relación estuvo marcada por la violencia y el abandono. La muerte de su primer hijo, consecuencia de los golpes recibidos durante el embarazo, quedó impune.

“Nunca se hizo justicia por mi bebé”, lamenta. Los abusos continuaron: tras buscar refugio en casa de un conocido, fue violada y golpeada, y al intentar denunciar, su madre no le creyó.

Obligada a vivir con su agresor bajo el mismo techo, María Elena enfrentó una doble violencia, tanto de su madre como de su violador.

La maternidad no trajo estabilidad. Su hija mayor, a quien describe como su “compañera”, se mantuvo a su lado, pero la relación con sus otros hijos fue intermitente, marcada por la ausencia y la necesidad de sobrevivir.

También se hizo cargo de una hija adoptiva, hija de una mujer en situación de calle y drogadicción, a quien cuidó desde los cinco hasta los doce años, cuando la familia biológica la reclamó.

La vida en la calle y la prostitución se convirtieron en su entorno habitual, y la discriminación y la violencia eran parte del día a día.

El primer contacto de María Elena con la cárcel ocurrió a los diecisiete años, tras su primer homicidio. Según su relato, el crimen se produjo bajo los efectos de las drogas y sin plena conciencia de sus actos.

“Manipularon mi mente. No vi en qué momento le quité el pasador a la pistola y le disparé”, relata sobre aquel episodio.

Para entonces, ya era madre de varios hijos y había enviudado tres veces. La reincidencia en delitos y la vida en prisión se convirtieron en una constante, alimentadas por la adicción y la falta de alternativas.

Los tatuajes de María Elena,
Los tatuajes de María Elena, inspirados en Hello Kitty, representan episodios de su vida y a sus víctimas. (Captura YT @Penitencia)

Redención y crítica al sistema, el mensaje final de ‘Hello Kitty’

El relato de María Elena está atravesado por episodios de abuso sexual y tortura. En una ocasión, fue secuestrada y violada por un grupo de hombres, experiencia que dejó cicatrices físicas y emocionales.

Al intentar denunciar, la respuesta de las autoridades fue el desprecio: “No te puedo prestar auxilio porque eres una prostituta, eres cuestión calle y eres una drogadicta. Y no vales”. La impunidad y la falta de protección institucional reforzaron su sensación de abandono y desamparo.

La venganza se convirtió en un motor para María Elena, tiempo después reconoció a sus agresores por los tatuajes y, según su testimonio, cometió tres homicidios en represalia. “Por los tatuajes los reconocí”, afirma.

Toda la violencia sufrida y la ausencia de justicia la llevaron a tomar la justicia por su propia mano. “Sé que soy culpable de muchas cosas y que debo de pagar”, reconoce, aunque cuestiona la proporcionalidad de su condena frente a la de sus victimarios.

Inicialmente sentenciada a 135 años de prisión por tres homicidios, feminicidio, tentativa, abuso de confianza y lesiones, logró una reducción de la pena y espera salir en dos años.

Admitió que el consumo de drogas le permitía soportar el dolor y la violencia, y que la sobriedad la enfrenta a una realidad que prefiere evitar.

“No me gusta [la sobriedad] porque soy más consciente, porque sé lo que está bien y lo que está mal”, explica. La vida en prisión le ha permitido cierta introspección y aprendizaje, aunque reconoce que el proceso de cambio es complejo y no exento de recaídas.

El vínculo con sus hijos, tanto biológicos como adoptivos, es una fuente de arrepentimiento y deseo de redención. María Elena lamenta no haber sido una buena madre ni una buena hija, y expresa su esperanza de poder reencontrarse con ellos y ser perdonada.

“Me arrepiento de la mamá que fui. Que no fui una buena madre, no fui una buena hija, un buen ser humano”, confiesa. La ausencia en momentos importantes de la vida de sus hijos es una herida que reconoce como irreparable.

A pesar de la dureza de su historia, Hello Kitty afirma haber cambiado su manera de ver la vida y la justicia. El tiempo en prisión le ha permitido trabajar en su tolerancia y en la forma de relacionarse con los demás, alejándose de la violencia como respuesta automática.

“Ya veo la situación diferente”, asegura, convencida de que puede enfrentar los desafíos sin recurrir a la agresión.

Al concluir su testimonio, María Elena deja una reflexión dirigida a quienes puedan verse reflejados en su historia: el encierro no es ni bueno ni malo en sí mismo, sino que son las personas y sus acciones las que marcan la diferencia.

Su vida, marcada por la violencia y la exclusión, es también un llamado a mirar más allá de los muros y a cuestionar las estructuras que perpetúan el sufrimiento y la marginación.