
Han transcurrido cuatro décadas desde que Ciudad de México vivió una de sus jornadas más traumáticas con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Entre los miles de nombres que dejaron cuerpo y vida entre los escombros aquella mañana se encuentra el de Rodrigo González, mejor conocido como Rockdrigo, cantautor que fue voz y símbolo de las calles, de los marginados, del México real y sin adornos.
La historia de Rockdrigo es la de un artista singular que llegó desde Tampico con guitarra a cuestas, dispuesto a desmontar las falsas solemnidades del rock nacional. En sus letras desfilaban madrugadores, empleadas, obreros y desempleados; la Ciudad de México era el gran escenario —y también el gran monstruo— al que le cantaba sin timidez ni pretensión.

Con la armónica colgando al cuello y una guitarra muchas veces remendada, Rockdrigo fue arquitecto y manifiesto del movimiento rupestre, aquel estrato del rock mexicano que prefirió la crudeza, la ironía y la empatía antes que el glamour aspiracional. Hurbanistorias, la única grabación que lanzó en vida (1984), fue producto del ‘hazlo tú mismo’: un casete casero que distribuía en mercados y bares, hoy pieza de culto.
Así también era su vida: directa, bohemia, marginal y siempre en movimiento. “Su juventud eran tres cosas: los libros, la guitarra y la moto”, lo recuerda su familia. Culto y hambriento de lecturas, estudió psicología, devoró novela y poesía, se trajo de la Huasteca los sones para improvisar, reescribió el blues a lo mexicano y no temía mezclar lo escatológico con la crítica social. Donde otros cantaban revoluciones, él componía sobre el metro, la soledad y el smog.
El sueño termina un 19 de septiembre

La madrugada del 19 de septiembre de 1985 lo sorprendió en el edificio de la calle Bruselas, colonia Juárez. Su vida se apagó cuando la estructura colapsó bajo la fuerza del terremoto. Tenía apenas 34 años y a sus espaldas dejaba familia y un promisorio catálogo de canciones.
En los años posteriores, amigos y compañeros de escena se encargaron de rescatar su obra dispersa en decenas de cintas. Surgieron álbumes póstumos como No estoy loco, publicados con el apoyo de cercanos y de quienes lo acompañaron en el germen del rock rupestre.

El legado de Rockdrigo es visible en la estatua de la estación Balderas del Metro capitalino, en los homenajes espontáneos el 19 de septiembre y en su influencia en una generación que encontró en sus versos una reivindicación de lo propio. Personaje mítico, siempre fue definido tanto por su talento como por sus claroscuros: reservado para unos, luminoso y sarcástico para otros. Si bien no era muy famoso durante su época, sí que se volvió reconocido tras su muerte.
La tragedia de ese sismo trascendió lo personal. Para muchos, la muerte de Rockdrigo fue el final de una época en la música y el inicio de su mitología popular. “En México hay tres mitos: todo el mundo fue a Avándaro, fundó el tianguis del Chopo y conoció a Rockdrigo”, bromearon sus amigos para El País. El mito creció con los años y hoy, su figura sigue viva entre estudiantes, músicos callejeros y nostálgicos de un México que a menudo parece no reconocerse en sus propios gestos urbanos.
La canción más triste que dejó

El impacto no termina ahí. Cada septiembre, Amandititita, su hija, revive en carne propia esa historia. Cantante y escritora, ha narrado cómo la ausencia de su padre modeló su manera de habitar la ciudad y de enfrentar el duelo:
“Por más que lo hable y escriba nadie entenderá cómo me siento cada septiembre, parece que involuciono, siempre enferma y triste, siempre disimulando. Porque solo yo soy tu hija, la canción más triste que dejaste en este mundo”.
A 40 años del sismo, Rockdrigo es memoria viva. Sus canciones resisten el polvo y el tiempo, su poesía camina entre el concreto, y el eco de su voz encarna el dolor y la esperanza de una ciudad que jamás lo olvida.