
En febrero de 1693, la autora más emblemática de la literatura novohispana tomó una decisión que marcaría el rumbo de sus últimos años: abandonó sus estudios y su actividad literaria para entregarse por completo a la vida religiosa.
Según detalla el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), esta resolución coincidió con el vigésimo quinto aniversario de su ingreso al convento de San Jerónimo, lo que sugiere que no fue un impulso repentino, sino un acto cuidadosamente meditado.
Este retiro marcó el inicio de una etapa de penitencia y reclusión, motivada por su deseo de alcanzar una “buena muerte” y asegurar su salvación eterna.
Un contexto complicado y conflictivo

Sor Juana vivió en un contexto complejo que influyó directamente en su decisión. Según el Instituto de Investigaciones Históricas, la década de 1690 estuvo marcada por una serie de crisis en la Nueva España.
En la Ciudad de México, las inundaciones provocaron escasez de alimentos y hambrunas, lo que derivó en un motín el 8 de julio de 1692. Durante esta revuelta, los inconformes atacaron el palacio virreinal, el ayuntamiento y los comercios de la plaza mayor, expresando su descontento con el gobierno.
Estos eventos eran interpretados como castigos divinos, lo que llevó a las monjas jerónimas a intensificar sus oraciones y mortificaciones para interceder por la sociedad.
Además, el entorno personal de Sor Juana se tornó desfavorable. Los grupos progresistas que la habían apoyado en el pasado ya no ocupaban posiciones de poder en los ámbitos eclesiásticos y gubernamentales.
La publicación de su Carta atenagórica había generado críticas de los sectores más conservadores, quienes cuestionaban su participación en debates teológicos. Aunado a esto, Francisco Javier Palavicino Villarosa, un presbítero que había elogiado públicamente a Sor Juana en un sermón y fue denunciado ante la Inquisición en 1691.
Los calificadores del tribunal consideraron que Palavicino había cometido errores teológicos y abusado de las escrituras sagradas para alabar a una mujer. Aunque no hay evidencia de que Sor Juana estuviera al tanto de esta denuncia, es probable que percibiera el clima hostil que la rodeaba.
La penitencia de la décima musa

Antes de su retiro, Sor Juana tomó medidas para garantizar su sustento y el de su sobrina, quien también era monja en San Jerónimo. Según el Instituto de Investigaciones Históricas, invirtió sus ahorros en censos consignativos y préstamos a una casa comercial, asegurando una renta anual que le permitiera vivir sin preocupaciones económicas. También adquirió una celda propia en el convento, lo que le proporcionó un espacio adecuado para su reclusión.
En febrero de 1693, Sor Juana inició su vida de penitencia bajo la guía de su antiguo confesor, Antonio Núñez de Miranda. Según el relato de Juan Antonio de Oviedo, Núñez aceptó volver a ser su guía espiritual tras la intervención de un rector jesuita. Este confesor, conocido por su rigor ascético, ayudó a Sor Juana a reorientar su vida hacia la perfección religiosa.
Sor Juana se deshizo de su biblioteca, sus instrumentos musicales y matemáticos, y otros objetos de valor. Los libros que no donó al convento fueron vendidos, y el dinero obtenido se destinó a obras de caridad. Esta renuncia, que según Diego Calleja fue la más dolorosa para ella, simbolizó su compromiso de abandonar las distracciones mundanas para dedicarse plenamente a Dios.
Además, Sor Juana adoptó prácticas de mortificación corporal, como el uso de cilicios y disciplinas, siguiendo las recomendaciones de su confesor. Según el Instituto de Investigaciones Históricas, estas prácticas eran comunes entre las monjas de la época, quienes buscaban imitar los sufrimientos de Cristo como una forma de agradar a Dios.
El 8 de febrero de 1694, un año después de iniciar su retiro, Sor Juana ratificó sus votos religiosos y añadió un quinto voto: la defensa de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Este voto reflejaba su compromiso con una de las creencias más debatidas en la Iglesia de su tiempo. En un documento firmado con su sangre, Sor Juana expresó su disposición a defender esta doctrina “hasta derramar la sangre”.
El final de su vida y su legado espiritual
En abril de 1695, una epidemia afectó al convento de San Jerónimo. Sor Juana, a pesar de las advertencias, atendió a las monjas enfermas y contrajo la enfermedad. Falleció el 17 de abril de ese año, tras recibir los sacramentos con devoción.
En el libro de profesiones del convento, Sor Juana acompañó la ratificación de sus votos con un mensaje que se recuerda hasta la fecha:
“Aquí arriba se anotará el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su purísima Madre, a mis queridas hermanas religiosas —las que hoy están y las que vendrán— que me encomienden a Dios, pues he sido y soy la peor que ha existido. A todas pido perdón, por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo, Sor Juana Inés de la Cruz.”
El Instituto de Investigaciones Históricas señala que, tras su muerte, Sor Juana fue presentada como un modelo de perfección religiosa. Documentos como su “Protesta de fe” fueron utilizados por el arzobispo Aguiar y Seijas para promover la vida ascética entre las monjas del arzobispado.
Aunque sus contemporáneos consideraron que su retiro fue un acto voluntario, algunos estudiosos modernos han cuestionado esta versión. Según el Instituto de Investigaciones Históricas, la idea de que Sor Juana fue obligada a renunciar a su vida intelectual carece de pruebas documentales. Sin embargo, el debate sobre las circunstancias de su retiro sigue vigente.