Un día cualquiera de septiembre de 2001, un par de aviones chocaron contra las Torres Gemelas en Nueva York. Fue una suerte de ataque a Pearl Harbor renovado, adaptado al siglo XXI, con mayor visibilidad y más cámaras, pero con la misma incertidumbre que en 1941. Estados Unidos, con George Bush a la cabeza, demoró apenas tres días en responder y dar inicio a la llamada “guerra contra el terror”.
Un mes más tarde, las fuerzas norteamericanas hacían pie en Afganistán, un país paupérrimo y montañoso de Asia Central que ya había pasado por demasiados golpes de Estado, guerras civiles y conflictos armados interestatales, incluyendo la invasión soviética que se extendió por una década a partir de 1979. Y que, por si fuera poco, desde 1996 era un emirato islámico de carácter totalitario al mando del grupo fundamentalista Talibán.
Washington tomó Kabul en una guerra relámpago, los talibanes fueron expulsados del poder en pocas semanas y se refugiaron en Pakistán. Pocos miraron qué ocurría en la zona a lo largo de dos décadas hasta que un día cualquiera de agosto de 2021 los talibanes regresaron al mando ¿Qué había pasado en el medio?
En Los talibanes (editado por Capital Intelectual), el italiano Antonio Giustozzi busca responder a esa pregunta a través de una detallada investigación. Realiza cientos de entrevistas a miembros del Talibán, a ex miembros y a personas que hubieran tenido contacto con el grupo para entender cómo fue el proceso de resurgimiento, cómo lograron sobrevivir y recuperar el poder 20 años después, cuando parecían definitivamente derrotados.
En el camino, recaba en historias sorprendentemente humanas. Porque sí, claro que se trata de seres humanos, aunque los discursos públicos de las últimas décadas tiendan a la deshumanización. “No negociamos con terroristas”, insistía la Casa Blanca.
Mirar de cerca
Giustozzi no hace una defensa de los talibanes, pero revisa aquella lógica para darle voz, para darle humanidad, a quienes formaron parte del grupo. Indaga en las razones que llevan a que una persona (casi siempre, hombre y joven) tome las armas y se una a lo que buena parte del planeta considera una agrupación terrorista. Pero, por otro lado, le da una entidad política al grupo, presentando sus estrategias pragmáticas, sus ingresos financieros, sus debates internos. En otras palabras, el autor va más allá de señalar a los talibanes al grito de “¡salvajes! ¡Incivilizados!”. Entiende que esa postura simplista no ayuda a abarcar el problema en su complejidad ni explica cómo los talibanes siguen reapareciendo guerra tras guerra, como si fueran indestructibles.
En primer lugar, el autor menciona la cualidad policéntrica de la organización. Funciona como los grandes carteles, como las grandes organizaciones mafiosas: como si fuera una hidra, que regenera dos cabezas cada vez que es decapitada. Pero a eso se le suma que cada componente de la red es particular, único, relativamente autónomo. Cadenas de mando múltiples que no necesariamente compiten entre sí, aunque la descentralización pueda implicar cierta debilidad en la estructura. Giustozzi señala que las cadenas de mando diversas de los múltiples centros de poder hicieron imposible que las fuerzas de la OTAN pudieran sacar ventaja apuntando contra los líderes insurgentes.
No hay que ser “salvaje” para entender que la población local, de abrumadora mayoría musulmana, no apoyaría a soldados armados que entraran a una mezquita con los zapatos puestos para detener a un imán anciano
Por otro lado, los aportes internacionales, predominantemente de Pakistán, pero también de Estados del Golfo Pérsico y de Irán, supusieron que los talibanes necesitaran cada vez menos apoyo concreto entre los afganos. Podían actuar sin exigirle mayores sacrificios económicos a la población local.
Aun así, el grupo dependía de los locales para engrosar sus filas. Y aquí jugó el factor motivacional: ¿cómo convencer a un joven afgano de que unirse al Talibán era útil y redituable, además de la opción moralmente correcta? “Es como llevar un abrigo de fuego. Hay que dejar a la familia y vivir sabiendo que puedes morir en cualquier momento”, cuenta un miembro del grupo.
La principal justificación entre los entrevistados era la “liberación del país”, además de los tratos abusivos que recibían de parte de las nuevas autoridades con aval estadounidense. A la hora de elegir entre los talibanes, con su discurso basado en cierta mítica resistencia, o un gobierno endeble y arbitrario apenas sostenido por una fuerza militar extranjera que, por si fuera poco, violaba sistemáticamente las tradiciones del pueblo pastún, muchos se quedaron con los primeros. El ojo por ojo llevó a que, al menos en Afganistán, todos quedasen ciegos.
No hay que ser “salvaje” para entender que la población local, de abrumadora mayoría musulmana, no apoyaría a soldados armados que entraran a una mezquita con los zapatos puestos para detener a un imán anciano. No hay que ser “incivilizado” para ver que los sucesivos robos y humillaciones por parte de las nuevas autoridades derivarían en un crecimiento de la insurgencia.
“Encontré a mi familia llorando y mi casa saqueada. Me dijeron que no había nadie a quien reclamar, que no obtendría ningún resultado positivo. Ese día decidí hacer la yihad, luchar contra el gobierno y los extranjeros hasta la muerte”, cuenta un talibán de Gazni.
El gobierno al mando de Hamid Karzai era cada vez más impopular y le costaba mantener el control en zonas alejadas, especialmente por la noche. Cuando actuaba, la policía era brutal, mientras que las operaciones militares extranjeras eran vistas como abusivas y arbitrarias. A eso se le suma el factor económico: estadounidenses y británicos destruyeron los campos de opio, el principal ingreso para buena parte de la población.
No resultó difícil reclutar a niños y adolescentes desde los 10 años para convertirse en atacantes suicidas.
Los talibanes se posicionaron como protectores de la población local, como receptores de un sector disconforme que en no pocos casos clamaba abiertamente por venganza. Pero también, como una mera fuente de ingresos en un escenario de desempleo generalizado, especialmente entre los jóvenes.
En ese contexto, no resultó difícil reclutar a niños y adolescentes desde los 10 años para convertirse en atacantes suicidas. Era sencillo adoctrinarlos, entrenarlos, convencerlos de que morirían en favor de una causa mayor, por el bien del pueblo y de la fe, en contra de una fuerza de ocupación extranjera que sólo traía abusos y pobreza.
“Que los estadounidenses y sus aliados sepan que incluso si nos falta equipamiento nuestra fe es impertérrita y que con la ayuda de Alá, el todopoderoso, creamos un arma a la que no podrán hacer frente, es decir, las operaciones con mártires. Sabemos que vamos hacia la muerte inexorable. Que sea nuestra muerte gloriosa, que los mate junto con nosotros”. Esa fue la lógica que imperó.
Pero formar parte del Talibán, aun sin morir implicaba riesgos enormes contra el miembro y contra su familia y su pueblo. Cada ofensiva contra unidades estadounidenses era respondida con ataques aéreos que implicaban una gran cantidad de bajas. Pronto hubo desmoralización y cansancio entre los partidarios, pero también un menor apoyo local producto de los abusos contra población civil, los impuestos coercitivos o las propias disputas internas a medida que el grupo iba ganando poder y territorio.
“La gente ya no ve a los talibanes como antes. Han perdido la confianza de la gente. No son verdaderos talibanes: hay ladrones entre ellos, no saben sobre la yihad, no conocen las leyes talibanas, sólo tomaron las armas para pelear contra el gobierno”, decía un anciano de Nad-e- Ali en 2012. “Nadie confiará jamás a jóvenes sin educación el control del país”, aportaba otro en Nahri Saraj.
Esa falta de educación también aplicaba al ámbito militar. Cometían errores básicos y tenían que recurrir al combate asimétrico, a aparatos explosivos improvisados, a más ataques suicidas. No era eficiente, pero sí era una estrategia definitivamente barata. Un líder talibán contó en 2015 que “si no hubiéramos recibido ayuda y entrenamiento de los extranjeros, no podríamos entrenar a nuestros propios hombres. Pakistán e Irán nos apoyaron mucho”.
La innovación tecnológica, el crecimiento original del apoyo civil, los aportes extranjeros en cuanto a armamento, logística y personal, la estructura organizacional policéntrica, el fácil acceso a armas en el mercado negro, los ingresos mediante el tráfico de drogas y las propias dificultades del terreno afgano (con las cuales ya habían lidiado británicos, soviéticos y estadounidenses antes) explican parcialmente la reaparición del Talibán. Pero no basta.
Un anciano de Laugar decía en 2015 que si los estadounidenses se retirasen de Afganistán y si subsistiera la misma corrupción, entonces el gobierno de Kabul sería atacado y colapsaría pronto. Cuando la Casa Blanca comenzó con el retiro de tropas en 2021, dos décadas después de los ataques a las Torres Gemelas, una organización talibana que se había vuelto más fuerte, más violenta y que ya no dependía del apoyo local, no tardó demasiado en recuperar el poder. Los “incivilizados” habían vencido a la civilización.
La investigación de Giustozzi ayuda a entender este proceso de reorganización a lo largo de 20 años, pero también cómo el menosprecio por un pueblo y el apoyo a un gobierno impopular y endeble resultó contraproducente. Quizás escuchar a los “salvajes”, sin avalarlos, sin justificarlos, sin dejar de condenarlos, sirva para analizar el fracaso y para, en un futuro, no cometer los mismos errores.
Quién es Antonio Giustozzi:
♦ Nació en 1966 en Rávena, Italia.
♦ Es Doctor en Relaciones Internacionales, licenciado en Historia Contemporánea, investigador del Royal United Services Institute británico y profesor visitante de la King’s College de Londres.
♦ Entre otros libros, ha publicado Guerra, política y sociedad en Afganistán, 1978-1992 (2000), Imperios de barro: guerras y señores de la guerra de Afganistán (2009) y El Estado Islámico en Khorasan (2018).
“Los talibanes” (fragmento)
El emirato talibán, establecido en 1996, fue derrocado en 2001 con relativa facilidad por la coalición de fuerzas liderada por los estadounidenses y varios grupos afganos anti-talibanes. A fines de 2001, casi nadie esperaba volver a oír hablar de ellos salvo en los anales de la historia. A pesar de que en 2003 hubo señales de un regreso bajo la forma de un levantamiento contra el gobierno afgano posterior a 2001 y sus patrocinadores internacionales, pocos lo tomaron en serio. Era difícil imaginar que los talibanes serían capaces de organizar un desafío resiliente para enfrentar el acuerdo a gran escala entre las fuerzas estadounidenses y sus aliados.
“No es fácil unirse a los talibanes. Es como llevar un abrigo de fuego. Hay que dejar a la familia y vivir sabiendo que puedes morir en cualquier momento, que puedes ser capturado por los estadounidenses y encerrado en una jaula para perros en Bagram y Guantánamo. Si te hieren, no puedes pretender recibir atención médica en forma inmediata. No tienes dinero. A pesar de todo, cuando les cuento a los nuevos reclutas a qué se van a enfrentar, eligen libremente ponerse este abrigo de fuego. Esto acreciente mi confianza en que nunca perderemos esta guerra”.
Entre 2009 y 2013, los talibanes le hicieron frente a una fuerza mucho mayor: en cierto momento, el aporte estadounidense a la coalición fue de más de 100.000 hombres. En 2014, gracias a los fondos estadounidenses, las fuerzas de seguridad afganas llegaron a contar con más de 300.000. Los aliados aportaron decenas de miles de tropas adicionales. Los enemigos de los talibanes, en especial los estadounidenses, tenían amplia superioridad en materia de tecnología y poder de fuego. Los talibanes dependían en gran medida de tecnología militar de la década de los cincuenta y casi no poseían defensas antiaéreas. A menudo, entre 2002 y 2014, los grupos de combate talibanes sufrieron bajas de entre el 10 y el 20% anuales, en promedio. Para 2014, pocos de los que se habían sumado a la insurgencia en los primeros años vivían para contarlo. Casi todos los que todavía peleaban, en especial en las unidadades móviles de elite, debieron haber visto volar por los aires a muchos de sus hermanos en armas. Más allá de lo que uno piense acerca de los talibanes y su causa, su resiliencia no debería ponerse en duda.
Cuando la mayor parte de las fuerzas de combate se retiraron en 2014, los talibanes no podían asegurar haber ganado la guerra, sin embargo, el que no la hubieran perdido constituía un gran logro. Desde 2019, la guerra continúa, pero la supervivencia y el crecimiento de los talibanes de 2002 a 2013 (luego de que pudieran aprovechar la reducción del número de tropas de la coalición) es un asunto que merece explicación y este libro busca ofrecerla.
Los talibanes aseguran que su superioridad moral al servicio de la causa del Islam les permitió superar todos estos desafíos. Aunque, sin duda, una moral alta haya sido un factor, este libro también analiza otras explicaciones. Aquí se aborda el modo en que los talibanes se organizan militarmente y la evolución de esa organización. Se analiza cómo y a quién reclutaron. Se estudian sus tácticas, incluidas la innovación y adaptación que tuvieron lugar y cómo fueron dirigidos por sus líderes.