
En la segunda audiencia del juicio oral que se le sigue a una congregación evangélica acusada de conformar una extensa y duradera red de trata de personas con fines de explotación laboral, 27 de los 28 imputados por su participación en el “Templo Filadelfia” se negaron este viernes a declarar ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°2 de San Martín, a cargo del proceso. La imputada restante, delineando una excepción a la estrategia defensiva del resto, adelantó que hará uso de la palabra en la próxima jornada, fijada para el viernes 8 de noviembre.
Uno por uno, los integrantes del culto religioso activo durante 45 años, en cuyo seno se habrían cometido abusos sexuales, violencia psicológica, maltrato y vejaciones físicas, reducción a la servidumbre y hasta sustracciones de la identidad, fueron interrogados por el presidente del debate, Fernando Marcelo Machado Pelloni, para saber si tenían la intención de declarar por primera vez en esta instancia. Todos los acusados, salvo una, por Zoom desde distintas prisiones federales o de cara al tribunal, manifestaron que “no era el momento” para hacerlo.
La mayor expectativa estaba puesta sobre Eva Petrona Pereyra, una jubilada de 80 años acusada de ser la líder principal de la asociación ilícita junto a su hermana Divina Luz Pereyra -fallecida en 1998- y su sobrina Adriana Carranza -fallecida en 2019-. La mujer prefirió guardar silencio desde el Complejo Federal N°4.

Según los distintos requerimientos de elevación a juicio, a la “Tía Eva” se le endilga haber estado al frente de la sede central del Templo Filadelfia, en la calle Centenera 3715, San Justo, partido de La Matanza. Desde allí habría comenzado, a finales de 1973, a captar y acoger personas en condiciones de vulnerabilidad con la excusa de “servir a Dios” o “trabajar para el Señor”. Al ser convencidos, los feligreses eran obligados a entregar “sus bienes más preciados” -desde hijos a viviendas- a la congregación y a trabajar como vendedores ambulantes de productos panificados, cuyas ganancias entregaban después en su totalidad a Pereyra, quien se jactaba de tener poderes divinos.
Decenas de fieles cayeron en esa dinámica aceitada, estructurada con roles bien definidos de captación, traslado y acogimiento de las víctimas en habitaciones precarias. Adultos y menores que conformaban familias enteras pasaron a vivir y estar a la orden de las autoridades de la secta con el fin de “mejorar sus vidas” y congraciarse con Dios. Había pastores que adoctrinaban; personas que convencían, llevaban las cuentas y hasta castigaban. El castigo, de hecho, que se ejercía como método ante supuestas indisciplinas o desacatos, contemplaba el “aislamiento social”, ritos y humillaciones públicas, golpes e insultos. Todo dentro de la comunidad, ya que estaba mal visto o prohibido contactarse con alguien de afuera. Para hacerlo era obligatorio contar con la autorización de la “Tía Eva”, quien también forzaba uniones matrimoniales entre fieles y exigía que los menores abandonasen sus estudios.
Ese sistema de fe y represión, según las hipótesis del fiscal federal de instrucción de Morón, Sebastián Basso, de la defensora pública de víctimas, Inés Jaureguiberry, y de la querellante, Mariana Barbitta, consolidó un modus operandi que se expandió con anexos y centros de albergue en diferentes puntos del país, como Mendoza, Salta, Neuquén, Tucumán y Entre Ríos. También se comprobaron sedes de la secta en Paraguay y Brasil. Julieta Coria, una joven que cayó víctima del engranaje, fue la primera en denunciarlo, después de haber estado en manos de la red de trata junto a su madre y todos sus hermanos.

A lo largo de todos esos años, como “nada es de nadie y todo es de todos” -tal era el axioma que se predicaba-, los fieles fueron entregando a la comunidad sus pertenencias, que a la postre quedarían bajo la titularidad de los líderes del Templo, cuyo registro oficial como culto se concretó en 1981. Para la acusación pública, sostenida ahora por el fiscal de juicio Alberto Gentili, la organización identificaba a sus víctimas en virtud de su vulnerabilidad, ya sea por la “minoridad” como por las “condiciones socioeconómicas desfavorables, escaso o nulo nivel de escolaridad, familias desmembradas o problemas de salud”.
Además de Eva Pereyra, se encuentran en el banquillo de los acusados -con distintos grados de intervención- Olga Mabel Carranza (59); Miguel Evangelista Mora Bogado (78); Griselda Noemí Lemos (72); Juan Pablo Mora Bogado (48); Guillermo David Alza (56); Norma Beatriz Gutiérrez (56); María Luisa Alza (62); Mónica Susana Gutiérrez (63); Rigoberto Ismael Mora Bogado (70); Carlos Raúl Barrionuevo (67); Ruth Elizabeth Mora Bogado (52); Carina Lidia Torres (51); Silvia Adriana Torres (45); Martín Carlos Cáceres (53); Ramón Omar Carranza (55); Osvaldo Horacio Gutiérrez (54); Claudia Elizabeth Acosta (49); Carlos Matías Barrionuevo (42); Claudio Rubén Álvarez (59); Katherine Esther Alegre Herrera (42); Norma Haydee Valdez (66); Daniel Ignacio Aguirre (55); Fabio Bernabé Aguirre (51); Víctor Abraham Ayunta (44); Pablo Elías Carranza (42) y Damaris Fernanda Sabich (49).
Todos ellos ejercieron su derecho a permanecer en silencio sin presunción de culpabilidad. Liliana Beatriz Barrionuevo (58), en tanto, hizo saber su intención de declarar durante la jornada programada para la semana que viene. Los jueces Machado Pelloni, Walter Antonio Venditti y María Claudia Morgese Martín recibirán su testimonio en una audiencia que se realizará de modo presencial y virtual.
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