
Su historia es breve porque su vida fue breve. Y está muy bien que haya sido así, breve. Cuando el 13 de diciembre de 1945, hace ochenta años, Irene Grese subió al cadalso donde iba a morir ahorcada por criminal de guerra, no pudo evitar demostrar quién era, no podía siquiera intentarlo. En un último intento por regir hasta su propia muerte, gritó en alemán una orden a su verdugo, “¡Schnell! ¡Rápido!”. El verdugo, que era Albert Pierrepoint, un experto británico en quitarle la vida a los condenados por la justicia, le hizo caso.
La leyenda dice que en esos segundos fatídicos que preceden al colgamiento de un ser humano, Pierrepoint intentó colocar una capucha negra sobre la cabeza de la condenada y que Grese se negó con violencia, que Pierrepoint la abofeteó un par de veces hasta que consiguió aplacar su rebeldía; tal vez entre sollozos, Grese dijo aquello de “Schnell” y todo terminó segundos después. La leyenda es la leyenda y los hechos son los hechos: lo cierto es que Pierrepoint anotó en su cuaderno, un extraño libro contable de una sola columna donde dejaba registrados los resultados de su trabajo macabro, el nombre y la edad de la ejecutada: “Irma Grese, 22”.
¿Cómo puede alguien de veintidós años convertirse en un criminal de guerra y de las características de Grese, de una extrema crueldad, de un brutal sadismo, de una gozada indiferencia hacia el dolor humano que ella misma provocaba?

Había nacido en Wrechen, cerca del Báltico, el 7 de octubre de 1923, un mes antes del intento de golpe de estado que dio Adolfo Hitler y que se conoce como el Putsch de la cervecería. Tuvo una infancia desdichada. Su madre se suicidó cuando ella era una chica de doce años porque descubrió que su esposo le era infiel. El padre de Grese era un fervoroso antinazi, un campesino inflexible y silencioso que hizo nada por aliviar el sufrimiento de su hija. La hermana de Grese, Helene, relató en el breve juicio que precedió a su ahorcamiento, que Irma era una chica sumisa, obediente, sin valor incluso para enfrentar los abusos que sufría por parte de sus compañeras de colegio.
Los supuestos atenuantes tienden a justificar, un imposible, el particular carácter de Grese que con el tiempo sería una de las mujeres más crueles de los campos de concentración nazis por los que pasó, incluida aquella fábrica de la muerte que fue Auschwitz. En aquel hogar deshecho, Grese pasó casi de largo por la adolescencia. Dejó el colegio a los catorce años, se empleó en una granja en Lychen, a cien kilómetros al norte de Berlín y empezó a soñar con ser enfermera. Intentó ingresar al hospital de Hohenlychen, que se había construido en 1902 para albergar a chicos tuberculosos: estuvo en pie hasta el final de la guerra y hoy es una ruina. Allí la rechazaron por su falta de estudios.
Sin familia, sin identidad, sin futuro, miró al nazismo con ojos de esperanza y el nazismo, que se alimentaba de esas almas, le abrió los brazos y la integró a la Bund Deutscher Mädel, la “Liga de Muchachas Alemanas”. A los diecisiete años se convirtió en una aspirante a integrar el servicio femenino de las SS. Grese tenía diecisiete años en 1940, cuando la Segunda Guerra incendiaba Europa y las tropas nazis conquistaban Polonia, Holanda, Francia, Bélgica y coqueteaban con invadir Inglaterra. Cuando Grese llegó a su casa con su uniforme negro y las SS incrustada en el cuello de su chaqueta, el padre la echó de casa. Dice la leyenda, no está comprobado, que ella lo denunció como elemento antipatriótico y el tipo fue a parar a la cárcel. En 1942, Grese logró entrar como voluntaria en el campo de concentración femenino de Revensbruck, que albergaba más de veinte mil prisioneras. Allí desató su espanto personal.

Es muy difícil intentar justificar el mal. Y, además, es inútil. Miles de historias trágicas de infancia no forjaron criminales de guerra, ni de ningún otro tipo. Los atenuantes frente al mal resultan a menudo piadosos, pero ridículos. La filósofa Hanna Arendt intentó una explicación positivista sobre el mal, influenciada por su mentor, el filósofo alemán Martín Heidegger, miembro y seguidor del Partido Nazi. La teoría de Arendt describe cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos, ejecutado de manera burocrática por funcionarios que no son capaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus actos. En otras palabras, acaso torpes y desastradas, Arendt concebía la posibilidad de que cualquier ser humano, en circunstancias especialísimas, podía convertirse en una especie de autómata capaz de cometer los crímenes más horrendos.
Tras la teoría, la suya, Arendt viajó a Israel a ver cómo enjuiciaban a Adolf Eichmann, uno de los responsables del Holocausto, que había sido capturado por un comando israelí en Buenos Aires en mayo de 1960. De allí su obra, Eichmann en Jerusalén – Un estudio sobre la banalidad del mal. La teoría de Arendt estuvo siempre, y lo está aún hoy, sujeta a debate. En cambio el ejemplo que eligió para exponerla fue fruto de un gran error. Arendt creyó, o acaso quiso creer, que Eichmann era el cordero que se presentó ante sus jueces israelíes como un simple engranaje, un inofensivo tornillo de una gigantesca maquinaria a la que era imposible siquiera desentrañar. Sin embargo, la historiadora alemana Bettina Stangneth, en su obra Eichmann before Jerusalem (Eichmann antes de Jerusalén), expone al criminal de guerra como un nazi fanático desde joven, un declarado antisemita seguidor de la doctrina hitleriana y miembro de número de la Conferencia de Wannsee, donde los nazis decidieron, en enero de 1942, eliminar a todos los judíos de Europa: once millones de personas.
Eichmann, al contrario de lo que imaginó Arendt que pretendió “estudiar su conciencia”, no fue un alma arrastrada por las circunstancias, un simple burócrata que podía ordenar un balance bancario o diseñar el sistema de transporte hacia la muerte de millones de deportados. Eichmann creyó y ayudó a forjar un poder legitimado por un sistema de valores que le diera a sus crímenes, y a los del nazismo, la apariencia de lo correcto, de lo que debía ser hecho. Y forjó así una autoridad que emanaba de él mismo, de su propia inquebrantable convicción.

La teoría que enfrenta a la de Arendt, tal vez ni siquiera se opone, es más literaria pero tal vez no menos realista. La plasmó el gran escritor estadounidense John Steinbeck, Nobel de Literatura en 1962 y autor de novelas extraordinarias como Viñas de ira y Al Este del Paraíso. Steinbeck sostenía un supuesto no menos inquietante que el de Arendt. Decía que algunos seres humanos nacen con malformaciones físicas, graves o leves, con ciertas mutilaciones que son visibles al resto del mundo y que, para bien o para mal, condicionan su vida y la de quienes lo rodean. Pero que, en cambio, otros seres humanos nacen con malformaciones psíquicas que son invisibles al resto del mundo a las que llama mutilaciones del alma, que también condicionan su vida y la de los demás en general para mal y no para bien. Esa es, de alguna forma, parte de la base argumental que retrata a uno de los hermanos de Al Este del Paraíso.
A cuál de las dos hipótesis obedece la personalidad de Grese es algo difícil de dilucidar. “En julio de 1942 intenté nuevamente ser enfermera, pero la oficina de Trabajo (de las SS) me envió a Ravensbruck”, diría Grese ante sus jueces. Lo que iba a ser un trabajo de asistente sanitaria se convirtió en el inicio de una carrera criminal en la que Grese sobresalió por su capacidad para provocar sufrimiento a otros seres humanos. Hija de la teoría de Arendt o de la de Steinbeck, para entonces Grese había ascendido al rango de Oberaufseherin, la segunda mujer con mayor autoridad en el campo detrás de María Mandl o Mandel, que era once años mayor que ella y que también fue colgada por criminal de guerra en enero de 1948.
En Ravensbruck, Grese ejerció su dominio sobre casi veinte mil mujeres; los testimonios recogidos en el juicio afirman que disfrutaba con el dolor ajeno, que golpeaba a sus víctimas en los pechos con un látigo y que lanzaba contra ellas a unos perros hambrientos que desgarraban sus carnes. Una sobreviviente declaró que Grese, “golpeó en la cara con sus puños a una mujer débil y enferma y, cuando cayó al suelo, se sentó sobre ella: su cara se volvió azul y murió asfixiada”.

En marzo de 1943, a sus diecinueve años y cinco meses, fue trasladada a Auschwitz y asignada al departamento de Control de Alimentos del subcampo de Birkenau, pero de inmediato pasó de nuevo al control de las prisioneras y de la selección de las condenadas a las cámaras de gas. Por esa tarea recibía un sueldo de cincuenta y cuatro marcos al mes, veintiocho euros de hoy. Fue colaboradora directa de Josef Mengele, el médico acusado de los más terribles experimentos sobre seres vivos, obsesionado por la genética de los gemelos y por modificar el color de ojos de sus víctimas, en búsqueda de un “azul ario” que consagrara la pureza que buscaba el delirio de Hitler y sus secuaces.
En el banco de los acusados, Grese negó haber tenido noticias de las ejecuciones en las cámaras de gas, salvo las que le deban otras prisioneras: “Ellas tenían que formar en filas de cinco: era mi deber que lo hicieran así. Después venía el doctor Mengele y hacía la selección”. Era puro cinismo. Los testimonios de los supervivientes la condenaban; la conocían como “El ángel de Auschwitz”, “La bella bestia” o “La perra de Belsen” porque, entre enero y marzo de 1945, con la guerra ya perdida por Alemania y con los soviéticos que acechaban Berlín, Grese fue enviada al campo de Bergen Belsen, cerca de Hannover, Alemania, donde siguió con su accionar criminal.
Era una muchacha bella, porque todo el mundo es bello a los veinte años, que se paseaba con un uniforme impecable; era de estatura mediana, llevaba el pelo prolijo y rubio recortado al milímetro, botas altas, su látigo y su pistola. Detallar sus crímenes es un homenaje al morbo que estas líneas aspiran eludir. Tal vez basten un par de ejemplos. Un sobreviviente narró que Grese llegó a vaciar los ojos de dos muchachas a las que sorprendió cuando hablaban con un conocido a través de una alambrada; eran habituales sus abusos sexuales a menores, a los que enviaba luego a las cámaras de gas; un sobreviviente polaco, Daniel Szafran, relató haberla visto asesinar a dos chicas que intentaban escapar de ser elegidas para las cámaras de gas: “Las chicas se lanzaron por una ventana y cayeron al suelo. Grese se acercó a ellas y les disparó dos veces”.

Ya cerca el final de la guerra, en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1945, el comandante alemán de Bergen Belsen, Josef Kramer, negoció con la avanzada británica la rendición y entrega del campo. Mientras duró la negociación, los SS dispararon contra los prisioneros que intentaban huir. A primeras horas del 15, lo aliados entraron en Bergen Belsen y se toparon con ochenta alemanes, el resto había huido el día anterior, en formación militar, sus uniformes pulcros y en orden; detrás de ellos, un infierno de muertos y agonizantes sobre el que reinaban el tifus, la lepra, la disentería, el hambre y la locura. Los británicos cavaron una enorme fosa para enterrar los cadáveres que se amontonaban en los altos barracones de madera
El 17 de abril por la mañana, Grese fue fotografiada junto a Kramer en las instalaciones hediondas de Belsen; no vestía su uniforme de las SS, ni sus botas altas, ni su látigo, ni su pistola. Había intentado pasar inadvertida, pero los sobrevivientes la identificaron de inmediato. La foto fue conocida por su epígrafe: “Las fieras de Belsen”. Cuando registraron su casa, encontraron más espanto, si eso era posible: varias pantallas de lámparas elaboradas con piel humana. Kramer, a quien los británicos dieron una feroz paliza al capturarlo, fue a juicio junto con Grese y otros cuarenta oficiales de las SS. Ambos fueron condenados a muerte, entre otros sentenciados y subieron al cadalso el mismo día, con minutos de diferencia.
El 13 de diciembre de hace ochenta años, Irma Grese, la mujer más joven en ser ejecutada en el siglo XX, la que había sido verdugo de miles de personas, se enfrentó a su propio verdugo, el británico Pierrepoint, a quien le ordenó que se apurara. El experto Pierrepoint cometió un error de principiante: colocó mal el nudo de la horca en el cuello de Grese, de modo que cuando la trampa del cadalso se abrió, la soga no partió el cuello de la condenada sino que la asfixió en lo que tal vez haya sido una agonía larga y dolorosa.
El cuerpo de Irma Grese fue incinerado. Sus cenizas fueron arrojadas a una alcantarilla.
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