
En 1618, Europa se sumergió en uno de los conflictos más destructivos de su historia: la Guerra de los Treinta Años. Esta contienda, extendida por tres décadas, arrasó ciudades, diezmó poblaciones y modificó el equilibrio de poder continental.
Originada por divisiones religiosas y políticas de larga data, el conflicto involucró a casi todas las principales potencias europeas y provocó aproximadamente ocho millones de muertes, según World History Encyclopedia. Lo que comenzó como una revuelta en Bohemia se transformó en una lucha continental que marcó el final de la Reforma protestante y sentó las bases del sistema internacional moderno.
Orígenes y estallido del conflicto
El conflicto tuvo su raíz en una compleja red de tensiones acumuladas a lo largo de siglos. Diferencias religiosas surgidas a partir de la Reforma protestante de 1517 y la posterior Contrarreforma católica se sumaron a rivalidades políticas y comerciales. La política de “cuius regio, eius religio” (NdeR: “la religión del gobernante es la religión del país”), establecida por la Paz de Augsburgo en 1555, permitía a los gobernantes determinar la religión de sus territorios. Sin embargo, esta solución resultó inestable cuando la fe del monarca difería de la mayoría de sus súbditos.
La tensión se agravó en 1617, cuando Fernando II, ferviente católico, asumió el trono de Bohemia, generando rechazo entre súbditos protestantes. El detonante fue la Segunda Defenestración de Praga en mayo de 1618, cuando nobles protestantes arrojaron por una ventana a tres representantes imperiales, acto que dio inicio a la revuelta de Bohemia y, formalmente, a la guerra.

Principales fases del conflicto
La guerra se desarrolló en cuatro fases principales, según World History Encyclopedia, cada una con la intervención de distintas potencias y alianzas en constante cambio.
En la Revuelta de Bohemia (1618-1620), los protestantes, liderados por el conde Thurn y apoyados por Federico V del Palatinado, enfrentaron a las fuerzas imperiales de Fernando II. La derrota protestante en la Batalla de la Montaña Blanca en 1620 marcó el fin de la revuelta y el inicio de la represión católica en la región.
La segunda fase comenzó en 1625, cuando Christian IV de Dinamarca intervino por motivos religiosos y comerciales. Sin embargo, las tropas danesas y sus aliados no lograron vencer al ejército imperial conducido por Albrecht von Wallenstein. Tras varias derrotas, Dinamarca se retiró en 1629.
La tercera etapa inició en 1630 con la entrada de Gustavo II Adolfo de Suecia, quien, gracias a innovaciones militares como la artillería móvil y la formación de un ejército versátil, obtuvo victorias cruciales frente a los imperiales. El apoyo financiero y logístico del cardenal Richelieu de Francia, pese a su condición católica, resultó fundamental para Suecia. Tras la muerte de Gustavo II Adolfo en 1632, sus generales, entre ellos Bernard de Sajonia-Weimar y Axel Oxenstierna, continuaron la lucha, aunque una derrota en Nordlingen en 1634 debilitó la posición protestante.

En la última fase, desde 1635, Francia intervino directamente, declaró la guerra a España y se alió con Suecia para frenar el poder de los Habsburgo. Esta fue la etapa más sangrienta, con enfrentamientos que devastaron extensas regiones del Sacro Imperio Romano Germánico hasta 1648, cuando la agotadora guerra desembocó en las negociaciones de la Paz de Westfalia.
Protagonistas, alianzas y devastación
A lo largo del conflicto, protagonistas y alianzas variaron conforme a intereses religiosos, políticos y económicos. Fernando II, emperador del Sacro Imperio y rey de Bohemia, lideró la causa católica con el apoyo de Maximiliano I de Baviera y el liderazgo militar de Wallenstein.
Por el lado protestante, destacaron Federico V, Christian IV, Gustavo II Adolfo, Bernard de Sajonia-Weimar, Oxenstierna y Lennart Torstensson. El cardenal Richelieu, aunque católico, optó por respaldar a los protestantes para debilitar a los Habsburgo y fortalecer a Francia, demostrando que los intereses políticos superaron con frecuencia las lealtades religiosas.
El impacto humano y social fue devastador. Según la World History Encyclopedia, la mayor parte de los combates ocurrió en los territorios del Sacro Imperio, especialmente la actual Alemania, donde muchas ciudades y aldeas quedaron destruidas. En Magdeburgo, por ejemplo, murieron 20.000 de sus 25.000 habitantes y casi todos los edificios sucumbieron a la destrucción.

La ruina de las cosechas provocó hambrunas, mientras enfermedades como la peste se propagaron entre la población empobrecida y desplazada. Civiles y soldados sufrieron saqueos y violencia, sin distinción de credo. El recuerdo de estas atrocidades alimentó resentimientos nacionales durante generaciones y fue utilizado en la propaganda de futuras guerras.
Consecuencias y legado histórico
El desenlace político y religioso llegó con la Paz de Westfalia en 1648, acuerdo que, tal como considera la World History Encyclopedia, reafirmó la soberanía de los Estados y el principio de no injerencia interna. Además, reconoció oficialmente el calvinismo junto al luteranismo y el catolicismo, ampliando la libertad religiosa en Europa.
El tratado consagró la independencia de los Países Bajos y Suiza, precipitó el declive del Imperio español y consolidó la hegemonía francesa. Aunque la paz no eliminó todas las tensiones religiosas, estableció las bases del sistema internacional moderno y del concepto de Estado-nación.
El legado de la Guerra de los Treinta Años, según la World History Encyclopedia, trascendió su época. El conflicto clausuró oficialmente la Reforma protestante y dio inicio a una nueva organización política europea. Las reformas militares de Gustavo II Adolfo marcaron la evolución de la guerra moderna, mientras el trauma colectivo de la devastación se plasmó en la literatura, el arte y los discursos políticos de los siglos posteriores.
A pesar de los acuerdos alcanzados, la guerra no resolvió de manera definitiva las disputas religiosas. El agotamiento puso fin a los combates, pero las diferencias entre católicos y protestantes persistieron y continuaron ocasionando conflictos civiles en Europa, una herencia que, según la World History Encyclopedia, aún se percibe en la historia contemporánea.
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