La noche antes del desastre, Tami Oldham Ashcraft se aferró al mástil mientras el cielo se plagaba de nubarrones negros. La chica miró al cielo y no entendía lo que pasaba. Su odisea recién empezaba. La joven pasaría 41 días sola, a la deriva, sin motor, sin velas y con la memoria y la cordura en la cuerda floja en pleno océano Pacífico.
Fue en septiembre de 1983 cuando Tami Oldham y su prometido, Richard Sharp, zarparon de Tahití rumbo a San Diego. Dos figuras diminutas sobre un velero de doce metros, el Hazaña, cargado con víveres y mapas para la travesía. Tami tenía 23 años y Richard 34. Eran, a su modo íntimo, inseparables: él, un británico experimentado y magnético. Ella, una estadounidense de espíritu libre fascinada por la vida náutica. Su historia transcurría entre la sal de los labios y la piel tostada por el sol. En aquel entonces, el horizonte solo prometía aventuras.
“Si tomamos la ruta norte, bordeamos las tormentas tropicales”, le había dicho Richard, desplegando la carta con gesto seguro. “Suena como si estuvieras apostando”, respondió Tami, en broma. “Es el mar. Todo aquí es una apuesta”, cerró el hombre.

El monstruo invisible: el huracán Raymond
El 12 de octubre de 1983, el huracán Raymond apareció como un animal colosal desatado en el Hemisferio Norte, con vientos de más de 225 kilómetros por hora, capaz de desgarrar mástiles de veleros como si fueran escarbadientes. Mientras otros navegantes buscaban refugio, Richard y Tami decidieron seguir.
La noche cayó densa, angustiante. El barómetro avisó demasiado tarde. Raymond no ofrecía pactos. La tormenta se abalanzó sobre el Hazaña.
“¡Agárrate!“, gritó Richard. ”No te sueltes”, afirmó Tami, aferrada a los restos del timón.
Un golpe seco, como el puño de un titán, hizo que Tami saliera disparada contra una pared de fibra de vidrio. El caos duró segundos, después solo hubo negro. Cuando abrió los ojos, el sol ya había convertido la catástrofe en silencio. Richard había desaparecido.

La soledad brutal: sobrevivir a la deriva
Nadie está preparado para despertar sobre un océano desierto ni para la certeza helada de la pérdida. Tami descubrió la cubierta del Hazaña destrozada: mástil roto, motor inutilizable, radio arrancada de cuajo. Intentó llamar a Richard durante horas, gritando su nombre sobre las olas, hasta quedar afónica.
Los primeros días los recuerda nublados. Un reloj de pulsera colgado de una litera marcaba las horas mientras el agua potable escaseaba y los víveres comenzaban a pudrirse bajo el calor tropical. Sabía que la esperanza de rescate era mínima. El Hazaña había quedado a la deriva a más de mil millas náuticas de tierra firme.
En ese trance donde la voluntad oscila entre la rendición y la rabia, Tami optó por vivir. Se obligó a seguir el compás de una rutina elemental: revisar las provisiones, intentar reparar la radio, improvisar una vela con una vara de repuesto y una sábana empapada de sal.
Durante las noches el mar reflejaba estrellas, que bajo otras circunstancias serían bellas, pero allí eran solo recordatorio de la pequeñez humana. Y en el centro de esa pequeñez, la voz de Richard volvía, nítida: “Haz lo correcto. No te rindas nunca”.

A veces, el Hazaña parecía responder. El timón improvisado la llevaba hacia el norte, pero nunca lo bastante rápido. El agua dulce filtrada de la lluvia le permitió aguantar semanas. Sobrevivió a base de manteca de maní y galletas húmedas.
El fin de la esperanza (y el aprendizaje)
A los veinte días, ya tan delgada que las costillas le asomaban bajo la camiseta, Tami dejó de buscar barcos en el horizonte.
El 22 de noviembre de 1983 —cuarenta y un días después del naufragio—, divisó a lo lejos las luces de Hilo, en Hawái. El Hazaña, una balsa fantasma a esas alturas, escoró a estribor una última vez antes de encallar suavemente en la costa. Contra toda probabilidad, había navegado sola y sin ayuda.
Cuando la salvaron, Tami Oldham era la sombra de la joven que había zarpado de Tahití. Pesaba menos de 45 kilos y su cabello estaba todo enmarañado. Su piel era un mapa de quemaduras y cicatrices. El dolor por la muerte de Richard nunca la abandonó, pero la vida le entregó otra forma extraña de victoria. Sobrevivió al océano y también a la soledad más radical.

“Nunca le dije adiós. Todavía lo escucho por las noches —confiesa Tami en entrevistas recientes—. El amor me sostuvo más que la comida.”
La travesía que se volvió leyenda
La gesta de Tami Oldham quedó en la penumbra durante años, aunque navegantes y cronistas de supervivencia la consideran una de las epopeyas náuticas más impresionantes.
En 1998, Tami publicó el libro “Red Sky in Mourning”, donde narra su odisea con una sinceridad brutal, sin concesiones. Un texto, a veces casi crudo, sobre las fuerzas que detonan y sostienen el deseo de seguir con vida. El libro se volvió referencia de lectura obligada entre los marinos y exploradores. La paradoja del título —un juego entre “mourning” (duelo) y “morning” (mañana)— alude a la doble naturaleza de su viaje: la del naufragio, pero también la del renacimiento.
El relato se convirtió en película en 2018. El largometraje A la deriva (“Adrift”, en inglés), dirigido por Baltasar Kormákur y protagonizado por Shailene Woodley y Sam Claflin, puso en imágenes la intensidad de aquel periplo increíble. Pero, como toda adaptación narrativa, la película eligió un camino distinto: recopiló los hechos verdaderos, pero le otorgó un final y una estructura más amable, una ilusión de justicia poética que la vida, implacable, negó.
En la cinta, el amor y la tragedia bailan juntos: —Estamos vivos mientras seguimos juntos —afirma el personaje de Richard, encarnando la promesa que Tami llevó en secreto durante cuarenta y un días. La diferencia sustancial es que la película revela en un giro final la muerte de Richard como una revelación tardía, un recurso dramático que para Tami ocurría desde el primer amanecer tras la tormenta.

“Es raro verte interpretada por otros, escucharte decir palabras que nunca dijiste en una situación que nadie puede entender salvo tú misma —comentó Tami sobre la filmación—. Pero agradezco que la gente comprenda la dimensión real de lo que fue aquello.”
Entre la verdad y el mito: el precio de sobrevivir
Tami nunca se consideró una heroína. Su duelo con el océano fue, ante todo, una lucha consigo misma: “Hay horas en que habría preferido dejarme caer al agua. Pero hay algo en el fondo de todos nosotros. Una voz, una rabia, un instinto que te impide rendirte”, afirma.
El Hazaña, aquel velero convertido en féretro flotante, fue hallado por rescatistas locales en la costa hawaiana maltrecho e irreconocible. Para Tami, seguir viva resultó tanto bendición como carga. Durante meses no pudo volver a mirar el mar sin estremecerse, y solo años después logró volver a navegar. Muchos supervivientes definen ese tránsito como una “culpa del sobreviviente”. La sensación de que, por alguna razón inexplicable, uno ha usurpado el destino ajeno.
Tami lo expresó con palabras que aún estremecen: “Sobreviví porque él me lo pidió. Me aferré a la promesa de regresar a casa para contar la historia.”

La heroína improbable del Pacífico
Hoy, Tami Oldham Ashcraft vive lejos de los reflectores: madre, guía náutica ocasional, autora de historias que han marcado el pulso de cientos de lectores. Sigue navegando —a veces en solitario— y en sus charlas, rememora aquella travesía sin rencor, con la voz templada de quien ha enfrentado la peor versión de la naturaleza y aún encuentra en ella espacio para la belleza.
“El mar es un espejo justo —dice—. Te devuelve lo que llevas dentro.”
Durante años, la sombra de Raymond la persiguió. Soñaba con la bodega inundada, con la vela rota por el viento. Los médicos diagnosticaron estrés postraumático, pero ningún libro ni tratamiento le devolvió nunca la sonrisa anterior al desastre.
En algunos pueblos costeros de Hawái, la historia de Tami circula como leyenda. Los pescadores adultos todavía susurran sobre la joven que apareció sola, como una aparición, saliendo del agua con la mirada perdida. Una sobreviviente que intentaba regresar a casa.
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