
La ceremonia había comenzado en medio del bullicio y el humo de Kilburn, el barrio londinense en donde los irlandeses eran mayoría. Aquella tarde de febrero de 1968, ningún espectador esperaba una función de ilusionismo ni la resurrección de un santo. Michael Meaney descendió voluntariamente a un ataúd de madera, dispuesto a permanecer confinado bajo tierra durante 61 días con la esperanza de volver a la superficie convertido en leyenda y millonario.
Kilburn, ese pequeño Dublín extraterritorial, hervía de expectación junto al pub local. Una estructura improvisada de andamios, martillada por obreros sin demasiado oficio en la carpintería, rodeaba el lugar donde reposaría Meaney. La caja había sido decorada con una bandera irlandesa, con una foto de su hija y un crucifijo. Los medios de comunicación británicos, los pubs y las mentes de los parroquianos se llenaban entonces de una sola pregunta: ¿por cuánto tiempo puede un hombre sobrevivir enterrado vivo por propia elección?
La prisa por la fama
Michael Meaney llegó a Londres desde el noroeste de Irlanda, hijo de agricultores, impulsado por la ruda economía doméstica y el mito de que en la capital británica hasta un obrero podía reinventarse. La vida de Meaney estaba marcada, antes del ataúd, por la pobreza del campo y la rutina del trabajo manual. Desempleado por meses, necesitado de ofrecer algo que le diera de comer a su familia, escuchó por casualidad un rumor de moda en esos años.

La época celebraba a los hombres capaces de sobrevivir días enteros bajo tierra, entre rumores de premios económicos colosales y giras internacionales. Meaney vio pasar el tren de la oportunidad cuando, en la barra del pub, un conocido presumió de haber sobrevivido a una “sepultura voluntaria” de 33 días en una apuesta. “Yo podría hacerlo el doble”, comentó Meaney, más como desafío que como promesa.
Las palabras quedaron como una nube densa sobre su vida cotidiana. Alguien las escuchó. El boca a boca actuó como una maquinaria imparable y pronto la prensa local se interesó por “el irlandés que se iba a enterrar más tiempo que nadie”.
La decisión fue tomada con prisa y, quizás, aturdido por los tragos compartidos: “Sólo pensé en el dinero. Cualquier cosa con tal de sacarnos de la miseria”, confesaría después.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —le preguntó su esposa, Ellen, pocos días antes del encierro.
—Si no lo hago yo, nadie va a venir a darnos nada —respondió Meaney, con una mezcla de amargura y orgullo. El gesto, tosco y definitivo, anticipaba la obstinación con la que resistiría en el interior de la caja.

La ingeniería del encierro
El ataúd no era más que una caja reforzada, donde apenas cabía un cuerpo tendido. Dos tubos emergían hacia la superficie: uno para comunicarse con el exterior y recibir la escasa luz de una bombilla y el otro para la ventilación. A través de un pequeño orificio le pasarían la comida: carne enlatada, pan, agua y una vez por semana, el anhelado paquete de cigarrillos. La higiene era una trivialidad ignorada por los organizadores. El hombre usó un balde como inodoro.
La ceremonia de la inhumación fue mitad espectáculo, mitad rito sagrado. Los espectadores observaban con una mezcla de encanto morboso y admiración supersticiosa.
La caja de Meaney descendió sobre un lecho de tierra y cemento. Los trabajadores sellaron la losa con rapidez. Encima, una placa transparente permitiría, en teoría, vigilar su estado. El acto era transmitido en vivo por la radio local y la primera noche, el pub reunió multitudes que brindaban por la valentía—¿o la locura?—del compatriota.
“Nunca olvidaré el momento en que la tapa del ataúd se cerró. Fue entonces cuando sentí que cruzaba un umbral, y no estaba seguro de si querría volver”, relataría Meaney años después, al recordar aquellos primeros minutos de encierro.

Una rutina a ciegas y el rumor de la muerte
La oscuridad no era absoluta, pero la única luz—una bombita débil que colgaba del techo de la caja—dibujaba más sombras que alivio. Meaney calculaba el paso de las horas por la frecuencia con la que recibía las comidas y los ruidos amortiguados del exterior. Pronto, el aislamiento comenzó a erosionar su percepción del tiempo.
El miedo adoptaba diversas apariencias: claustrofobia, pesadillas, sudores fríos. En una madrugada cualquiera, Meaney escuchó un crujido sospechoso en las paredes de la caja, como un presagio de derrumbe. Golpeó el tubo de comunicación en un código improvisado, esperando que alguien lo tranquilizara desde el otro lado.
—¿Estás bien, Mick? —preguntó la voz de su amigo Brendan, distorsionada por la tubería.
—Todavía respiro—contestó Meaney, forzando el humor—, pero dime: ¿pueden subir el volumen de la radio? El silencio aquí me está matando.
El mayor temor—el que rara vez confesaba—era que todos lo olvidaran ahí, sepultado. Durante semanas, la familia de Meaney aparecía para transmitirle mensajes de apoyo a través del tubo, mientras un médico revisaba periódicamente su estado mediante una pequeña lámpara y los reporteros se apretujaban fuera del pub esperando novedades o complicaciones.

La obsesión global de los récords
La moda de las “sepulturas voluntarias” tenía precedentes extravagantes: en Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido, hombres comunes y hasta artistas profesionales se habían ofrecido para vivir durante semanas bajo tierra, atraídos por el dinero prometido por publicistas sin escrúpulos o promotores de bar.
La hazaña de Meaney era, en realidad, una variación desesperada de esta tendencia. Este hombre buscaba el récord más prolongado, con la esperanza de obtener un boleto dorado hacia la fama mediática y, sobre todas las cosas, una cartera más pesada. La caja de madera se convirtió, de pronto, en el escenario principal de una competencia a distancia: mientras Meaney agonizaba de aburrimiento, hambre y ansiedad en Kilburn, un estadounidense, “Country” Bill White, intentaba superar la marca desde el otro lado del Atlántico.
Los diarios titularon la contienda como “La guerra de los ataúdes”. Desde la penumbra de su encierro, Meaney apenas podía leer la prensa que le hacían llegar entre los víveres. Se leía a sí mismo convertido en personaje de novela, y eso, por extraño que parezca, le dio una excusa para resistir lo absurdo de la situación.
“O eres el hombre que vuelve de la tumba o el que nadie recuerda”, le soltó un periodista, a través del tubo, en una de las tantas entrevistas a ciegas. Meaney no contestó esa vez, pero la frase haría sombra en su memoria mucho después.

La traición del olvido
Los 61 días bajo tierra se convirtieron en una especie de liturgia grotesca para la comunidad irlandesa de Londres. La multitud llenaba el pub, apostando por la resistencia de su compatriota. Los niños preguntaban a sus padres si el hombre en la caja todavía respiraba. Media ciudad, por unas semanas, sostendría la respiración con él.
Pero la fama es esquiva y el olvido es veloz.
Cuando la cuenta regresiva terminó y la caja fue exhumada, una marea humana aguardaba el momento en que aquel hombre de rostro pálido y barba desprolija emergiera a la luz. Meaney fue recibido como un campeón: “He vuelto del infierno”, murmuró, apenas reconocible, ante el bullicio y las cámaras.
Las imágenes del momento recorrieron Irlanda y Reino Unido. Un obrero irlandés había conquistado lo imposible y vivido para contarlo, todo por unos billetes y la promesa de un Guinness World Record que nunca llegó. Los organizadores desaparecieron, los promotores de la hazaña se desentendieron y las recompensas financieras prometidas no se materializaron jamás. Ni un solo dólar llegó a los bolsillos de Meaney.
“Me dijeron que mi nombre estaría para siempre en los libros, pero nadie se interesó en registrarlo”, confesaría años después, mientras recordaba la amarga ironía de su hazaña.

La vida después del encierro
Durante algunas semanas, Meaney vivió el espejismo de la celebridad. Fue invitado a programas de radio, lo aplaudieron en bares de Dublín y una agencia incluso le sugirió realizar una gira. Pero el mundo, hambriento de nuevas rarezas, pronto perdió el interés. El récord de “Country” Bill White, quien permaneció 62 días bajo tierra poco después, borró de un plumazo su proeza de la memoria pública.
La vida de Meaney volvió a deslizarse hacia la rutina anónima de la clase obrera. El dinero no apareció, el trabajo escaseaba, y la salud mental—quebrada por semanas de aislamiento absoluto—le pasaría factura en los años siguientes.
De la tumba al documental: el renacer de una leyenda olvidada
Décadas después, y casi por accidente, algunos realizadores y periodistas redescubrieron el caso de Michael Meaney. Un documental reciente rescató su historia, hilando entrevistas con los testigos de la época y reconstruyendo el ambiente de 1968. El regreso de la historia a la agenda pública sorprendió a la familia y trajo un tardío homenaje a la figura del obrero enterrado vivo, pero sin alterar la huella de frustración que dejó en él.
“Hay cosas peores que el encierro: la promesa rota de un mundo que se olvida de ti apenas sales a la luz”, dijo Meaney, en una de las pocas entrevistas concedidas ya entrada su vejez.
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