
Fue considerada en un momento la mujer más bella del mundo, una diosa de porcelana y al mismo tiempo, había dado muestras con sus inventos de que era una mente brillante de la tecnología. Aunque ese reconocimiento tardaría en llegar.
En los últimos años de su vida, Hedy Lamarr protagonizó un escándalo alrededor de su propia autobiografía, Ecstasy and Me, que había encargado a un escritor. En lugar de centrarse en los aspectos más singulares de su trayectoria —como su faceta de inventora de una tecnología clave del siglo XX—, el libro se sumergía en detalles sensacionalistas de su intimidad. Abundaban las referencias a su vida amorosa y episodios personales, mientras su legado científico quedaba completamente relegado.
Indignada, Lamarr demandó a los editores del libro, al que calificó de “ficticio, falso, vulgar, escandaloso, difamatorio y obsceno”, según consignó The Guardian. Sin embargo, la Justicia falló en su contra y la autobiografía continuó circulando, alimentando la imagen pública de una diva libertina. En sus páginas se relataba, por ejemplo, cómo ella y su tercer marido, John Loder, intentaban superar el supuesto récord de un conocido que había hecho el amor 19 veces durante un fin de semana. También se afirmaba que uno de sus amantes había mandado fabricar una muñeca sexual idéntica a ella, realizada por un equipo de escultores y maquilladores.
Y otro dato de su primera incursión como actriz en Austria, su país de origen. Cuando era adolescente y conocida con el nombre de Hedwig Kiesler participó de un drama romántico checo-austriaco, titulado “Ecstasy” (Éxtasis), en 1933, donde se convirtió en la primera y osada actriz de la historia en fingir un orgasmo en una película.

Una niña con una inteligencia poco común
Muy distinto había sido el inicio de su vida. Nacida como Hedwig Kiesler el 9 de noviembre de 1914 en Viena, pocos meses después del estallido de la Primera Guerra Mundial, fue hija única de un empresario suizo y de una madre con inquietudes intelectuales. Recibió una educación esmerada: institutrices particulares le enseñaron alemán, francés e italiano, mientras que su padre le transmitió los fundamentos de la ingeniería. Desde niña demostró una asombrosa facilidad para aprender y una inteligencia poco común.
Aunque mostraba un interés paralelo por las ciencias y las artes, la vocación artística terminó imponiéndose. Influenciada por el vibrante ambiente cultural de la Viena de entreguerras, solicitó su ingreso en la prestigiosa escuela de actuación de Max Reinhardt. Sus primeros pasos profesionales se orientaron hacia el teatro y el cine, y no hacia la ciencia ni la tecnología.

Su irrupción en la pantalla fue tan precoz como escandalosa. Tras un breve paso como asistente de guion, protagonizó Éxtasis (1933), el drama romántico checo-austríaco dirigido por Gustav Machatý que la haría famosa. Allí interpretaba a Eva, una joven insatisfecha con su matrimonio que descubre el deseo junto a un hombre desconocido. Tras darse un baño, se encuentra con un robusto ingeniero, de nombre Adán, y experimenta todos los placeres que su marido, impotente, no puede ofrecerle. La cámara se aproxima y Eva jadea. Inclina la cabeza hacia atrás y se toma del pelo. Era muy claro lo que se estaba viendo por primera vez en la pantalla y el escándalo acompañaría las escenas. La película fue denunciada por el Papa Pío XI, y la joven actriz fue etiquetada de The Ecstasy Girl (“La chica del éxtasis”).

El giro más dramático de su vida llegó poco después, con su matrimonio —concertado por sus padres— con Fritz Mandl, un magnate de la industria armamentística austríaca con estrechos vínculos con el fascismo europeo. Mandl, obsesionado con ella, intentó retirar todas las copias de Éxtasis y controló cada aspecto de su vida. La rodeó de lujos, pero también de vigilancia. Lamarr vivía prácticamente encarcelada y era prácticamente un elemento de decoración en reuniones frecuentadas por fascistas, como el dictador italiano Benito Mussolini, sin poder intervenir en las conversaciones.

Agobiada por ese encierro, ideó una fuga espectacular: según la versión más difundida, drogó a su doncella, se vistió con su uniforme y escapó hacia París, burlando a los guardias de su marido. Finalmente llegó a Londres, donde conoció al productor Louis B. Mayer, quien la contrató para los estudios MGM con una condición: debía cambiar su nombre por Hedy Lamarr, en homenaje a la actriz fallecida Barbara La Marr. Así enterró su pasado europeo y nació una nueva estrella de Hollywood.
La industria la recibió con fascinación, pero también con superficialidad. Su debut en Algiers (1938) deslumbró a la crítica, más interesada en su “belleza de diosa de porcelana” y su acento centroeuropeo que en su talento interpretativo. Actuó bajo la dirección de King Vidor y Cecil B. DeMille, y participó en éxitos como Sansón y Dalila. Incluso rechazó papeles que serían emblemáticos, como el de Casablanca. Aun así, Hollywood la encasilló en personajes que explotaban su belleza antes que su inteligencia. Las revistas de espectáculos seguían de cerca sus sucesivos matrimonios, que fueron seis y todos terminados en divorcio. Hedy era vista como un mito, no como una persona.

Pero detrás del mito, en la intimidad de su casa, trabajaba una inventora. Durante la Segunda Guerra Mundial, Lamarr sorprendió al entorno hollywoodense al dedicarse secretamente a desarrollar innovaciones tecnológicas. Su experiencia junto a Mandl, sumada a sus conocimientos de ingeniería, le permitió concebir junto al compositor George Antheil un sistema pionero de “salto de frecuencia” destinado a evitar la interferencia de los torpedos guiados por radio.
El mecanismo —basado en 88 frecuencias que recordaban las teclas de un piano— pretendía asegurar las comunicaciones militares. Sin embargo, la Armada estadounidense desestimó su propuesta por considerarla demasiado compleja para su tiempo. Décadas más tarde, su idea serviría de base para el desarrollo del GPS, el Wi-Fi y la telefonía móvil, revelando la magnitud de un aporte que había sido injustamente ignorado. Solo hacia el final de su vida, en 1996 y 1997, recibiría los premios de la Electronic Frontier Foundation y el Pioneer Award. Ella los aceptó con una mezcla de ironía y resignación: “Ya era hora”, dijo.

Tras el abrupto final de su carrera cinematográfica y el escaso reconocimiento intelectual obtenido en vida, Lamarr se retiró a una existencia cada vez más solitaria en su mansión de Miami. Las noticias sobre ella giraban en torno a episodios bochornosos: detenciones por pequeños robos, cirugías estéticas y especulaciones sobre su salud mental. Alejada de los focos, arrastró el estigma de una sociedad que la veneraba por su belleza pero ignoraba su mente brillante.
Murió en el año 2000, a los 85 años, en Florida. Sus cenizas fueron esparcidas en los bosques austríacos y en un memorial en Viena, tal como lo había pedido. Hoy, Austria celebra el Día del Inventor en su honor y su figura inspira proyectos que reivindican su lugar como pionera en la intersección entre arte y tecnología.
Como resumió la prensa estadounidense al despedirla, “Lamarr pasó sus últimos años apartada, hostigada por la paradoja de haber fracasado en el intento de controlar la narrativa sobre sí misma”.
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