
16 de octubre de 1968. El Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México vivía otra jornada de gloria. Las cámaras de los pocos canales apuntaban al podio de los 200 metros planos, esperando capturar una celebración. Pero registraron un momento que estremecería al mundo: dos atletas afroamericanos, descalzos, con los puños en alto y la cabeza baja mientras sonaba el himno de su país.
Tommie Smith, medalla de oro, y John Carlos, medalla de bronce, no estaban celebrando. Protestaban. Denunciaban el racismo, la pobreza y la violencia que sufría su comunidad en el mismo país que los había enviado a representar su bandera. A su lado, en silencio, el australiano Peter Norman, medalla de plata, llevaba una insignia en apoyo a los derechos humanos. Él también estaba con ellos.
Lo que sucedió en esos segundos fue más que una protesta, un acto de coraje contra el presente y la historia. Ese día, inmortalizado como el día del “Black Power”, el podio se volvió un acto político y el deporte dejó de ser solo competencia y se convirtió en conciencia social. El costo que pagaron fue altísimo.

El fuego previo: asesinatos, segregación y un grito que no quería callarse
1968 fue un año que ardió en las calles y en los corazones. En Estados Unidos, la tensión racial llegaba a un punto de quiebre: el 4 de abril, Martin Luther King Jr. era asesinado en Memphis, apenas tres años después del atentado que había acabado con la vida de Malcolm X en Nueva York. La guerra de Vietnam continuaba su marcha sangrienta, sumando miles de muertos y dividiendo a un país que ya no sabía cómo silenciar sus propias heridas. Las protestas contra la guerra y por los derechos civiles sacudían las grandes ciudades con una mezcla de esperanza y desesperación.
Pero el conflicto no terminaba en las fronteras estadounidenses. En Australia, el Estado seguía arrancando a niños aborígenes de sus hogares para “educarlos” en instituciones blancas. Eran parte de la llamada Generación Robada, víctimas de una política de asimilación forzada que buscaba borrar identidades. Y en México, el país anfitrión de los Juegos Olímpicos, el gobierno acababa de ocultar bajo el asfalto la masacre de Tlatelolco: el 2 de octubre, en la Plaza de las Tres Culturas, cientos de estudiantes fueron asesinados por el ejército durante una manifestación pacífica. Nunca hubo cifras oficiales. Solo silencio.
Fue en ese contexto que Tommie Smith y John Carlos entendieron que ya no podían callar. Inspirados por el sociólogo Harry Edwards y el Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos (OPHR), pensaron en la posibilidad de boicotear los Juegos de México 1968, pero finalmente eligieron una forma de protesta silenciosa, visible y profunda. Subieron al podio descalzos, con medias negras como símbolo de la pobreza estructural que golpeaba a la comunidad afroamericana en Estados Unidos.

Smith alzó el puño derecho cubierto por un guante negro; Carlos, el izquierdo. Solo tenían un par, porque Carlos había olvidado los suyos en la villa olímpica. Fue Peter Norman, el atleta australiano que ganó la medalla de plata, quien les sugirió compartirlo para que juntos pudieran hablarle al mundo con ese gesto. Smith llevaba también un pañuelo negro en el cuello, en señal de orgullo racial y compromiso con los derechos civiles. Carlos dejó su campera desabrochada, desafiando el protocolo olímpico que exigía el uniforme impecable, como gesto de solidaridad con los trabajadores manuales y los pobres, aquellos que sostenían la sociedad con esfuerzo invisible y sin el lujo de la perfección.
Sobre su pecho colgaba un collar de cuentas, que él mismo describió como “un tributo a los linchados, asesinados y desaparecidos por la violencia racial”. Cada cuenta representaba una vida borrada, una historia no contada, una muerte sin justicia ni memoria. Era su forma de darles presencia en un escenario donde nunca hubieran sido invitados.
El medallista de plata, Norman, también se sumó al gesto: sobre su uniforme, lucía la insignia del OPHR. Lo había decidido en soledad, convencido de que la lucha por la dignidad no tenía pasaporte. La protesta no era contra el himno ni contra la bandera sino a favor de los oprimidos. Aquellos que, simplemente, no contaban.

Castigo, exclusión y la pesada carga de no haber callado
Mientras ellos expresaban su mensaje en silencio, desde las tribunas bajaba un abucheo ensordecedor. No hubo comprensión, ni aplausos. El gesto fue malinterpretado como una provocación y la reacción del poder no se hizo esperar. Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico Internacional, definió la protesta como “violenta” y una “deliberada infracción del espíritu olímpico”. La ironía era insoportable: el mismo Brundage que, tres décadas antes, había tolerado sin objeciones el saludo nazi en los Juegos de Berlín 1936, se escandalizaba ahora por dos atletas que alzaban el puño en silencio contra la injusticia racial.
Exigió su expulsión inmediata de los Juegos. El Comité Olímpico de Estados Unidos acató la orden, revocó sus acreditaciones y los obligó a abandonar la Villa Olímpica. México, sin embargo, se negó a expulsarlos del país. Sus visas deportivas seguían vigentes, y legalmente seguían siendo invitados oficiales. Pero la presión no se detuvo.
El castigo real comenzó cuando regresaron a casa. Smith y Carlos fueron señalados como traidores. Recibieron amenazas anónimas de muerte y sus familias fueron hostigadas. Fueron discriminados sistemáticamente tanto en lo laboral como en lo cotidiano. Patrocinadores y federaciones les dieron la espalda. Entrenadores, empleadores y dirigentes deportivos los rechazaron. Incluso la revista Time se burló de ellos, reescribiendo el lema olímpico Citius, Altius, Fortius —más rápido, más alto, más fuerte— como “Más furioso, más sucio, más feo”. Comentaristas, políticos y sectores conservadores los acusaron de haber avergonzado a su país y al olimpismo.

Pese a todo, ambos intentaron continuar. Buscaron mantenerse ligados al deporte, probaron suerte en el fútbol americano, entrenaron equipos, trabajaron donde pudieron. Pero el estigma de aquel gesto los persiguió como una sombra imposible de eludir. Smith tuvo dificultades constantes para encontrar un trabajo estable. Carlos, profundamente golpeado por la persecución, vivió una tragedia aún más íntima: en 1977, su esposa Kim se quitó la vida. La cicatriz fue profunda y duradera.
Sin embargo, no estuvieron completamente solos. Su gente, en las comunidades negras, iglesias, escuelas y organizaciones de derechos civiles, sí entendieron lo que habían hecho y lo agradecieron y vieron coraje donde otros veían insolencia; vieron dignidad donde otros solo veían desafío. Aunque no fue un respaldo unánime, porque dentro del mismo movimiento por los derechos civiles también hubo temor a represalias, el tiempo fue haciendo su parte. Lo que en 1968 fue un gesto incómodo, hoy es símbolo de lucha, resistencia y solidaridad frente a cualquier opresión.

Peter Norman, el medalla de plata, también pagó el precio de haber estado del lado correcto de la historia. A pesar de haber clasificado con uno de los mejores tiempos para los Juegos de Múnich 1972, fue excluido del equipo australiano. Nunca más volvió a competir en unos Juegos Olímpicos. Las autoridades deportivas de su país nunca admitieron una sanción formal, pero el silencio institucional habló más fuerte que cualquier documento. Norman fue marginado, ignorado, casi borrado de la memoria olímpica de Australia.
Con los años, enfrentó depresión, problemas de salud, alcoholismo y una gangrena que casi le cuesta la pierna. Murió en 2006, a los 64 años. Tommie Smith y John Carlos asistieron a su funeral y fueron ellos quienes cargaron su féretro.

Grabados en la historia y el legado que hoy el mundo abraza
Debieron pasar varias décadas para que el mundo comenzara a comprender lo que aquel gesto había significado. Smith y Carlos fueron reivindicados como símbolos de coraje, dignidad y justicia. El Congreso de Estados Unidos les rindió homenaje en 2008 y ambos recibieron la Medalla de Honor del Congreso en reconocimiento a su valentía y contribución a los derechos civiles. En 2012, Australia pidió disculpas a Peter Norman. Su historia se incluyó en libros, documentales, museos y escuelas. Pero durante esos más de 40 años mucho tiempo, esos tres hombres fueron maltratados por haber puesto luz a los años de oscuridad.
“Si gano, soy americano, no afroamericano. Pero si hago algo malo, se dice que soy un negro. Somos negros y estamos orgullosos de serlo. La América negra entenderá lo que hicimos esa noche”, dijo Tommie Smith luego de la carrera, cuando aún resonaban los abucheos del estadio.
Aquellos Juegos Olímpicos de México no fueron solo récords y medallas. Significó el escenario donde el “poder negro” se hizo visible, donde un hombre blanco se sumó a una causa ajena por pura humanidad, y donde el espíritu olímpico —que muchos citan, pero pocos comprenden— se expresó sin discursos, sin banderas, sin gritos.

Al cumplirse 50 años de ese gesto, Smith recordó con crudeza el motivo de su protesta: “No podíamos hacer casi nada porque nos veían como personas de segunda categoría. Si veías a un blanco caminando, tenías que cambiar de vereda. No podíamos compartir los servicios públicos. Había baños para los blancos muy limpios, y para los negros, muy sucios. No había igualdad en ningún sentido”.
Con el tiempo, aquella imagen del podio trascendió el atletismo y se volvió emblema mundial. Inspiró documentales, murales, canciones, libros, estatuas y homenajes en todos los continentes. En San José, su antigua universidad les dedicó un monumento donde cualquiera puede ocupar el lugar vacío de Norman y “tomar una posición”. En Melbourne, Peter fue finalmente reconocido con una estatua propia. En Sídney, su gesto aún resiste en un mural patrimonial visible desde el tren. Y en Washington, los tres comparten un lugar en el Museo Nacional de Historia Afroamericana. Porque su mensaje, silencioso y firme, sigue vivo en cada rincón donde alguien decide alzar el puño por una causa.
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