
Vivió una vida extraordinaria, apasionante, dura y desdichada que quiso desbordar, tal vez para no morir jaqueada por la depresión que fue un rasgo de esa vida, con una actividad social y política inédita, también insólita, para una mujer de su época. Eleanor Roosevelt fue la “primera primera dama” de Estados Unidos: rediseñó el rol de esposa del presidente que hasta su llegada había sido el de mera acompañante del hombre de Estado, para ser ella misma una pieza fundamental en ese país que su esposo, Franklin D. Roosevelt, iba a transformar para siempre.
Durante los doce años de gobierno de Roosevelt, Eleanor fue la piedra fundamental de la Casa Blanca sobre la que el presidente construyó parte de su gestión transformadora. Cuando Roosevelt asumió la presidencia, en 1932, Estados Unidos galgueaba en el fango que había dejado el crash económico de 1929: eran los años que el Nobel de Literatura, John Steinbeck bien reflejó en “Viñas de Ira”. En 1932, el ejército de Estados Unidos ocupaba el décimo séptimo puesto en los ejércitos del mundo; doce años después el país de Roosevelt emergía de la Segunda Guerra como una nueva potencia económica mundial y al tope del liderazgo militar con el manejo exclusivo de la energía nuclear.
En ese lapso, entre muchas otras actividades, Eleanor, en su rol de primera dama, dueña a menudo de una franqueza incómoda para sus interlocutores, fue la primera esposa presidencial en dar periódicas conferencias de prensa: trescientas cuarenta y ocho en doce años; fue la primera en escribir todos los días una columna para los diarios, “My Day – Mi día” y una columna mensual en una revista; la primera en presentar un programa de radio semanal y la primera en hablar en una convención nacional de su partido, el demócrata, aun cuando en muchas ocasiones discrepara con la política de su esposo.

Un ejemplo del carácter luchador de Eleanor Roosevelt, uno de tantos, la pinta a trazos gruesos: muchas de sus conferencias de prensa eran dada sólo para mujeres, en una época en la que el periodismo político estaba reservado a los hombres. De esa forma creyó, y no estuvo lejos de la verdad, que las empresas periodísticas mantendrían a parte de su personal femenino destinado a cubrir las andanzas de la primera dama. En 1943, al regresar de un viaje al frente de guerra americano en el Pacífico, la asociación de reporteros Club Gridiron invitó a su banquete anual sólo a periodistas varones. Eleanor organizó entonces una cena en abierta competencia, destinada sólo a reporteras acreditadas en la Casa Blanca a las que llamó “Viudas de Gridiron”.
No soportaba el rechazo porque lo conocía y muy bien. Había nacido el 11 de octubre de 1884 en Manhattan y en una familia rica y acomodada, de los que llamaban “swells – gente bien”. Su padre, Elliot Bulloch, era hermano de Theodore Roosevelt, que sería presidente de Estados Unidos entre 1901 y 1909. No era una chica bella. Por alguna razón exhibía cierta tendencia a la pesadumbre, al desconsuelo. Su madre la apodó “Granny”, abuelita en su traducción literal, porque era demasiado seria para su niñez. El historiador William Manchester evocó que en la familia decían: “Qué pena que sea una niña tan fea”. Es fácil deducir que aquella chica quería que se la tragara la tierra en cada reunión familiar.
Su madre murió de difteria cuando Eleanor tenía ocho años y, al año siguiente, se suicidó su padre, un alcohólico que se arrojó por una ventana en medio de un “delirium tremens”. Ganada por la depresión, fue criada en casa de su abuela materna. Mary Livingston Ludlow. A los catorce años escribió una especie de credo que era una expresión de deseos: “No importa cuán simple sea una mujer si la verdad y la lealtad se estampan en su rostro, todos se sentirán atraídos por ella.” Lo que cambió su vida fueron los tres años que pasó en la Academia Allenswood, una escuela privada de señoritas en Wimbledon, en las afueras de Londres. Fue su directora, Marie Souvestre, una educadora destacada, quien se interesó en especial por Eleanor, cultivó su pensamiento independiente, le enseñó a hablar francés con fluidez y encendió la mecha de la confianza en sí misma en aquella muchacha a punto de despegar. Eleanor y Souvestre se cartearon hasta 1905, cuando la maestra murió.
De regreso en Estados Unidos, Eleanor, que casi no había tenido amigos de su edad, hizo su debut en sociedad según la usanza de la época, el 14 de diciembre de 1902 en una fiesta de gala en el Waldorf Astoria que Manchester pintó con fidelidad: “A los dieciocho fue presentada en sociedad, y ésta se estremeció. La muchacha medía casi un metro ochenta de altura. Su voz era estentórea y estridente y tenía los dientes salidos. No quería usar cosméticos. Se reía tontamente en los momentos menos oportunos y a veces rompía a llorar sin motivo aparente. Se le iba la cabeza, decían sus familiares (…)”. Eleanor recordaba la fiesta de otra forma. Años después, evocó: “Era una fiesta hermosa, por supuesto, pero me sentía muy triste, porque una chica que ha salido del país es muy desgraciada si no conoce a todos los jóvenes. Por supuesto, había pasado tanto tiempo en el extranjero que había perdido contacto con todas las chicas que solía conocer en Nueva York. Fui desgraciada por todo eso”.

En el verano de sus dieciocho años, en un tren que la llevaba a casa de su abuela, se encontró con un primo lejano de su padre, dos años mayor que ella, con quien iniciaron un romance abundante en correspondencia secreta: se comprometieron el 22 de noviembre de 1903. El chico era Franklin D. Roosevelt y su madre, Sara Ann Delano, se opuso al noviazgo y a la unión. El muchacho, en una muestra de carácter, escribió a su madre: “Sé el dolor que debo haberte causado. (…) Conozco mi propia mente, lo supe durante mucho tiempo y sé que nunca podría pensar de otra manera”. De todas formas, su madre lo llevó en 1904 a un crucero por el Caribe para ver si los mares cálidos lo hacían cambiar de opinión. No hubo caso. Eleanor y Franklin se casaron el 17 de marzo de 1905, día de San Patricio, solo porque ese día el presidente Teddy Roosevelt visitaba New York: él fue quien acompañó a la novia al altar.
La guerra entre Sara, la madre de Franklin, y Eleanor fue impiadosa. La casa de los recién casados se conectaba con puertas corredizas con las de la suegra y madre y la crisis duró varios años. La pareja tuvo seis hijos y Eleanor alguna vez confesó: “Los hijos de Franklin eran más hijos de mi suegra que míos”. Y la abuela dijo alguna vez a sus nietos: “Tu madre sólo te dio a luz; soy más tu madre que tu madre”. Pese a sus seis hijos, Eleanor era renuente a las relaciones sexuales con su esposo: “Era una experiencia muy difícil de soportar”, dijo una vez a su hija Anna. También se consideraba poco capaz para la maternidad: “No me resultaba natural comprender a los niños pequeños o disfrutarlos”, escribió en sus memorias.

En 1913, durante un viaje de Eleanor, su joven esposo se enamoró de Lucy Mercer, una secretaria contratada por horas para manejar su agenda social. En 1918 por casualidad, Eleanor descubrió un paquete de cartas de amor de Mercer a Franklin y de Franklin a Mercer, en las que él decía que pensaba dejar a Eleanor. Si no se separaron fue por dos cosas: primero, por consejo del asesor político de Franklin Roosevelt, Louis Howe; y luego, porque la inflexible Sara Delano amenazó con desheredar a su hijo. Eleanor y Franklin siguieron casados pero nada más que por mera sociedad política. Ella se volcó a la vida pública y social y a ser la mujer de aquel político en ciernes.
En agosto de 1921, Franklin quedó paralizado. Polio dijo el diagnóstico aunque también es probable que hubiese sufrido el síndrome de Guillain-Barré, un trastorno autoinmune, raro y grave, que permite que el sistema inmunitario ataque los nervios periféricos que pueden llevar a la parálisis. Eleanor fue la enfermera de Franklin y cuando sus piernas quedaron paralizadas en forma permanente, se enfrentó de nuevo con su implacable suegra. La mujer aspiraba a que su hijo se retirara de la política y se dedicara a administrar las propiedades rurales; Eleanor exigió que Franklin siguiera con su carrera, que vislumbraba exitosa. El medico personal de Roosevelt, William Keen, elogió la devoción de Eleanor: “Has sido una esposa rara y has soportado tu pesada carga con la mayor valentía. Eres una de mis heroínas”.
Lo de “esposa rara” no estaba asociado sólo a la particular devoción de Eleanor por Franklin, sino, también, a las particulares amistades de la primera dama. En los años ’30 Eleanor mantuvo una estrecha amistad con la aviadora Amelia Earhart, acudieron juntas a varias fiestas vestidas de modo informal después de escaparse de la Casa Blanca; Eleanor estuvo a punto de tomar clases de piloto y se cartearon a lo largo de los años hasta la desaparición de Earhart en 1937. La primera dama también mantuvo una estrecha relación con la reportera de Associated Press Lorena Hickok, quien cubrió los últimos meses de campaña de Roosevelt para gobernador de New York y que “se enamoró perdidamente de ella”. Eleanor, por su parte, le escribió largas cartas diarias a “Hick”, que pensaba escribir su biografía. Las cartas contenían frases como “Quiero abrazarte y besarte en la comisura de tu boca” y: “No puedo besarte así que beso tu foto y te doy ¡buenas noches y buenos días!”.

Cuando Franklin Roosevelt asumió su primera presidencia, el 4 de marzo de 1933, el escenario de la jura era, para los entendidos, una joya invalorable: el presidente había cedido uno de sus asientos en primera fila a su amante, Lucy Mercer, que se había casado en 1928 con el magnate Winthrop Rutherfurd; por su parte, Eleanor lucía un anillo de zafiro que le había regalado Lorena Hickok. El que se hacía una verdadera fiesta con todo eso era el director del FBI, J. Edgar Hoover, que despreciaba el liberalismo de la primera dama porque lo consideraba la llave de entrada del comunismo. No era verdad. Lo que más molestaba a Hoover era la postura de Eleanor sobre los derechos civiles de la población negra y las opiniones de la flamante pareja presidencial sobre los métodos de vigilancia implantados por la agencia de seguridad bajo su dirección.
En Estados Unidos persistió durante muchos años un debate vano pero abierto sobre si Eleanor tuvo o no una relación sexual con Hickok. En el cuerpo de prensa de la Casa Blanca era sabido que Hickok era lesbiana y los memoriosos recordaron que Marie Souvestre, aquella dedicada maestra de la escuela londinense para señoritas vecina a Wimbledon también lo era. Sobre el caso han opinado académicos prestigiosos y biógrafos minuciosos, sin que exista un acuerdo final, como si importara. Los investigadores Lilian Faderman y Hazel Rowley afirmaron que había un “componente físico” en esa relación. Pero Doris Faber, biógrafa de Hickok, argumentó que las frases insinuantes engañaron a los historiadores; al publicar parte de la correspondencia entre ambas, Faber concluyó que las frases apasionadas eran simplemente “un arrebato amoroso de colegiala excepcionalmente tardío”.
Eleanor también fue relacionada con Harry Hopkins, el administrador del New Deal, el plan de Roosevelt para la recuperación económica de Estados Unidos, y con Earl Miller, un sargento de la policía estatal de New York, diez años menor que ella a quien el presidente nombró como custodia personal de su mujer. El romance, si lo hubo, en todo caso la amistad entre el sargento y la primera dama, amistad que incluyó entrenamiento en diferentes deportes, buceo y equitación incluidos, fue paralelo al rumor que afirmaba que el presidente lucía una nueva amante en su galería de conquistas: Marguerite “Missy” LeHand. Hechos, rumores, especulaciones fueron detallados en un libro que uno de los hijos de la pareja presidencial, Elliot Roosevelt escribió en colaboración con James Brough: “The Roosevelts of the Hyde Park: an untold story – Los Roosevelts de Hyde Park: una historia no contada”.
Ya en la Casa Blanca y como primera dama. Eleanor recorrió Estados Unidos, sesenta y cinco mil kilómetros por año, en representación del presidente, dificultado por su parálisis para trasladarse: dio conferencias, visitó los barrios pobres arrasados por el crash de 1929, llevó su apoyo a jardines de infancia y a campos de recreo infantil. Cuando regresaba, su marido la sometía a un minucioso interrogatorio. Fue Roosevelt quien en clave de humor puso un apodo a Eleanor: “Rover”, vagabundo. Ese fue también el nombre en clave que le dio el Servicio Secreto. Sin embargo, cada viaje de Eleanor le abría las puertas de la Casa Blanca a Lucy Mercer.

La primera dama abrazó dos causas que crecieron bajo su ala protectora: la de la juventud y la de los derechos civiles de la población negra. Instauró la NYA National Youth Administration, la Administración Nacional de la Juventud, otra agencia del “New Deal”, centrada en dar trabajo y educación a estadounidenses entre los dieciséis y los veinticinco años. “Vivo con verdadero horror el pensar que podemos estar perdiendo esta generación. Tenemos que llevar a estos jóvenes a la vida activa en la comunidad y hacer que ellos sientan que son necesarios”, dijo ante el director de la NYA, Aubrey William, un político liberal de Alabama muy cercano a ella.
En los años de plena segregación racial, Eleanor Roosevelt estableció fuertes lazos con la población afroamericana, a pesar de las intenciones del presidente de aplacar los feroces sentimientos racistas del sur de Estados Unidos, cuna de la discriminación una vez abolida la esclavitud después de la guerra civil. Insistió en que los programas de ayuda del New Deal llegaran por igual a los habitantes negros del sur, que recibían una porción muy chica de dinero. Fue una de las pocas voces, pero esta llegaba desde la Casa Blanca, que pedía que los beneficios sociales se extendieran a los americanos de todas las razas. Rompió con una férrea tradición y abrió las puertas de la Casa Blanca a cientos de invitados negros, un hecho que complicó la campaña de reelección de su esposo en 1936.
En 1939, entró en conflicto con las Hijas de la Revolución (DAR – Daughters of the American Revolution), que era una organización patriótica de mujeres formada por quienes pudieran probar ser descendientes directas de alguien que hubiese luchado cuando la Revolución de las Trece Colonias, previa a la independencia del país en 1776. DAR promovía la preservación histórica, la educación y el patriotismo y tenía a Eleanor Roosevelt como emblema. Pero ocurrió que las Hijas de la Revolución negaron el salón del Constitution Hall para que allí diera un recital Marian Anderson, una contralto negra de voz espléndida y apasionada. Eleanor renunció a la asociación y armó un recital gratuito y masivo para que Anderson cantara al pie del monumento a Abraham Lincoln en Washington. Luego llevó a Anderson a que diera un recital en honor de los reyes de Inglaterra en la Casa Blanca y, al final de la cena, la presentó a sus majestades Jorge VI e Isabel.
También logró que nombraran a la educadora afroamericana Mary McLeod Bethune como directora de la División of Negro Affairs de la National Youth Administration y también la invitó a la Casa Blanca. Para evitar cualquier escollo, pero sobre todo para dejar en claro cuáles vientos soplaban ahora en el gobierno, Eleanor esperó a Bethune en la puerta de la residencia, la abrazó y juntas entraron a la sede del gobierno tomadas de la mano.
Parecía como si aquella mujer, desairada por su madre, por su padre, por su suegra y hasta por su esposo, intentara fundirse en un abrazo con el resto del mundo. Donó todo el importe de sus conferencias y artículos periodísticos a instituciones benéficas, incluidos los derechos de una columna nacida en la mente de su agente literario, George T. Bye, y de su amiga Hickok que había renunciado a la Associated Press para estar más cerca de Eleanor. La columna apareció por primera vez en 1961 y se publicó hasta su muerte en 1962. Eran consejos simples y francos titulados “If you ask me – Si usted me pregunta…” que vieron la luz primero en “Ladies Home”, luego en “Journal” y por fin en “McCalls”. Escribió más de quince libros en los que impulsó la igualdad de oportunidades para las mujeres en el plano laboral, político y social.
Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, después del ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, estuvo en contra de los prejuicios que se desataron contra los estadounidenses de origen japonés y avisó sobre los peligros de “una gran histeria contra los grupos minoritarios”. También se opuso a la Orden Ejecutiva 9066 firmada por su esposo, que obligó al ingreso en “campos de internamiento” a miles de ciudadanos de ascendencia japonesa. Tan fuerte fueron las críticas de Eleanor, que el diario “Los Angeles Times” publicó un editorial en el que llamaba a “forzarla a retirarse de la vida pública”.
Durante la guerra visitó los frentes de combate. En octubre de 1942 recorrió Inglaterra para visitar a las tropas americanas y británicas que se preparaban para invadir Europa; reunió multitudes a su paso. En 1943 visitó a las tropas que luchaban contra Japón en el Pacífico Sur en una gira destinada a levantar la moral de los soldados. El legendario almirante William Halsey Jr. dijo entonces. “Ella sola logra más que cualquier otra persona o grupo de civiles que haya pasado antes por aquí”. Pero detrás de ese derroche de actividad, Eleanor Roosevelt caía en profundas depresiones por la matanza que implicaba la guerra. Fue criticada por la oposición republicana en el Congreso porque “usa para sus viajes los escasos recursos de estos tiempos de guerra”.

El 12 de abril de 1945, a menos de un mes del final de la Segunda Guerra, Franklin D. Roosevelt pasaba unos días de descanso en Warm Springs, Georgia, en la casa de su amante Lucy Mercer, ahora Lucy Rutherford. El presidente posaba para un retrato cuando, de pronto, la mano izquierda apretada con fuerza sobre su nuca, susurró con voz apagada: “Me duele terriblemente la cabeza”; su cuerpo se inclinó hacia la izquierda, Lizzie McDuffy, una anciana empleada negra, se acercó para auxiliarlo y vio cómo el pecho del presidente se hundía de pronto con el aliento último. Era la una y cuarto de la tarde.
La muerte de Roosevelt sorprendió a Eleanor en una asamblea de clubes feministas en Washington. De regreso a la Casa Blanca supo entonces que Franklin había muerto en la casa de su amante de juventud, los testigos recuerdan haberla visto llorar unos instantes y recobrar enseguida la entereza. Días después, en la residencia familiar de Hyde Park, New York, donde fue sepultado el presidente con todos los honores militares, (la muerte de Roosevelt fue citada como una de las “muertes en combate” en el parte diario que daban las fuerzas armadas), y después de un toque de silencio y una salva de veintiún disparos de fusilería, Eleanor dejó el sitio con paso lento. Enfrentó a los periodistas, vestida de negro, con un broche en forma de flor de lis, regalo de bodas de Franklin, para decir cuatro palabras: “El relato ha concluido”.
Se mudó a un departamento en el 29 de Washington Square, en pleno Greenwich Village de Manhattan. Y luego, hasta 1953, vivió en el Park Sheraton de la calle 56 y en el 211 E de la calle 62, en el Upper East Side. El sucesor de Roosevelt, Harry Truman, la designó delegada ante la Asamblea General de las flamantes Naciones Unidas. En febrero de 1946, en la asamblea plenaria celebrada en Londres, leyó la “Carta abierta a las mujeres del mundo” y fue la primera presidenta de la también flamante Comisión de Derechos Humanos de la UN. Fue clave en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la que llamó, en su discurso del 28 de septiembre de 1948 “la carta magna internacional de todos los hombres de todas partes”. La carta fue aprobada por unanimidad en la Asamblea General del 10 de diciembre de 1948, con ocho abstenciones: seis países del bloque soviético, Sudáfrica y Arabia Saudita.

Los demócratas no lograron que Eleanor aceptara un cargo político, pero apoyó la candidatura presidencial de Adlai Stevenson en 1952 y 1956, que fueron los años de triunfo para Dwight Eisenhower, el general que había conducido a las fuerzas aliadas en el desembarco en Normandía y hasta el final de la guerra. La llegada al poder de Eisenhower hizo que Eleanor renunciara a su cargo en la ONU. Miró con cierto recelo al joven senador John F. Kennedy cuando se postuló a la presidencia en las elecciones de 1960. Lo apoyó pese a que le criticaba no haber condenado con suficiente dureza al macartismo de los años 50. Después de su triunfo, Kennedy volvió a nombrarla en Naciones Unidas y en el comité asesor del gran proyecto kennediano: los Cuerpos de Paz.
En abril de 1960, después de ser atropellada por un auto en Manhattan, le diagnosticaron anemia aplásica. Dos años después le administraron esteroides lo que activó una tuberculosis latente en la médula ósea. Eleanor Roosevelt murió por insuficiencia cardíaca el 7 de noviembre de 1962 a los setenta y ocho años, en su casa del 55 E de la calle 74. Kennedy dispuso que todas las banderas de Estados Unidos se izaran a media asta en todo el mundo. El presidente, el vicepresidente Lyndon Johnson y los dos ex presidentes, Harry Truman y Dwight Eisenhower, la honraron el 10 de noviembre en los servicios fúnebres de Hyde Park, donde fue enterrada junto a su esposo en la rosaleda de la casa familiar.
La despidió Adlai Stevenson que si bien había fracasado dos veces en llegar a la presidencia de Estados Unidos, era un orador al que hubiera envidiado Marco Antonio en los foros romanos: “¿Qué otro ser humano ha tocado y transformado la existencia de tantos? (…) Eleanor prefería encender una vela antes que maldecir a la oscuridad. Y su fulgor, dio calor al mundo”.
Tallada en la piedra de la tumba de los Roosevelt, hay escrita una frase que fue elegida por Eleanor: “Lo único que debemos temer es el temor mismo”.
Últimas Noticias
El monstruo del Lago Ness: la criatura que nunca pasa de moda y aún conquista a fans de todo el mundo
La leyenda de Nessie, entre avistamientos misteriosos y teorías científicas, mantiene vivo el encanto del lugar y atrae a miles de curiosos que sueñan con ver algo extraordinario en sus aguas

De inmigrantes a empresarios: la historia de los hoteles que cambiaron la vida de miles de familias
Miles de familias indias llegaron a Estados Unidos en busca de oportunidades y, con esfuerzo, trabajo familiar y redes de apoyo, lograron dominar el negocio hotelero del país

El autoplacer y la moral: la historia oculta de la masturbación en la Grecia clásica
Lejos de considerarse un acto natural, los griegos la asociaban con los esclavos, las mujeres y los extranjeros, mientras reservaban la virtud del dominio corporal para los hombres libres

El trágico final de Natalie Wood: décadas de dudas y versiones contradictorias
Su muerte frente a la isla Santa Catalina continúa envuelta en misterio: investigaciones, cambios de versión y el debate sobre las circunstancias que rodearon la tragedia mantienen viva la historia de la icónica actriz de Hollywood

El atentado bioterrorista de Oregón: el día en que la secta del “gurú del sexo” cruzó el último límite para llegar al poder
Hace 41 años, una comunidad dirigida por Osho organizó el primer ataque bioterrorista en la historia de Estados Unidos. Detrás del envenenamiento masivo con salmonella se esconde la historia de un movimiento espiritual global que combinó explotación, abusos sexuales y por último, ambición política. Los testimonios que reconstruyen la vida libertina y la infancia desprotegida
